Francisco Fernández-Carvajal 01 de julio de 2024
@hablarcondios
— El
Señor siempre oye a quienes acuden a Él.
—
Confianza en Dios.
—
Cuando parece que Dios guarda silencio.
I. A lo largo del Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá. El silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante, excitada, que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos impresiona particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni actitud despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe esperar! Tiene más paciencia que nosotros.
El
silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la ira y condenar. Es
Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en par el camino de una
nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha siempre a quienes le
siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos quiere oír. Él siempre
está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para perdonar, levantar y
ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren nuestra fe, nuestra
esperanza y nuestro amor.
En la
escena que nos propone el Evangelio de la Misa1 contemplamos
a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor subió con
sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban
un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían
la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido.
Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le
despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del
Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.
Los
Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus
esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que
sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron
diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Jesús
les tranquilizó con estas palabras: ¿Por qué teméis, hombres de poca
fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy con vosotros, y que
esto debe daros una firmeza sin límites en medio de vuestras
dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se
produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y
de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros,
aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es este, que hasta los
vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios. Más adelante,
con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés,
comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que
Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado
en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron
cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron
asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de
la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el
Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas.
Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este
sueño de Jesús, cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la
tempestad, mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas
veces a ese silencio de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera
ausente y despreocupado ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.
Ante
situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa encima, cuando los
esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los Apóstoles y acudir
a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Sentiremos
la eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.
¿De
qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se
encuentran angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con
vosotros? Él es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él
en su barca, al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las
dificultades, los momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la
incomprensión y las tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la
fe, y con la debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de
que cuando la dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del
Señor, como sucede siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación
cristiana, en la vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús
quiere vernos con paz y con serenidad en todos los momentos y
circunstancias. No temáis, soy yo, dice a sus discípulos
atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis amigos,
os digo: No temáis...2.
Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia entre los
hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas
palabras: No temas, María3.
Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David,
no temas4; y a los pastores les repetirá de nuevo: No tengáis
miedo5. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo
temor de Dios es una forma de amor: es temor a perderle.
La
plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner en cada
situación, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante
los acontecimientos y tribulaciones. La consideración frecuente a lo largo de
cada jornada de la filiación divina nos lleva a dirigirnos a Dios, no como a un
ser lejano, indiferente y frío que guarda silencio, sino como a un padre
pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo que nunca falla y que está
siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si es preciso. Junto a Él
comprenderemos que todas las tribulaciones y las dificultades resultan un bien
para la criatura si las sabemos aceptar con fe, si no nos separamos de Él
«¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra! —Pobreza, lágrimas, odios,
injusticia, deshonra... Todo lo podrás en Aquel que te confortará»6.
Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito:
«Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de
esto, no hayáis miedo que os falte nada»7.
El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.
III.
Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos
desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del
marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace presente la penuria
económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y algunos amigos dan la
espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el sentimiento gustoso que
en otros momentos hacía fácil la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá
como una gracia muy particular de Dios que purifica las intenciones y el
corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y a un cierto desconsuelo.
Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como si Él fuera neutral o
indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente cuando debemos decir a
Jesús con más fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él nos
oye siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y que nos
abandonemos más en sus brazos fuertes.
En
cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones, debemos acudir
enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia
real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los
discípulos. Tenían solo una fe débil, no tenían una gran confianza ni paz, pero
por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes
bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole
fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que solo Él puede otorgar.
Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él, reprochó a sus
discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así,
aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se
dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: “Paz, estad tranquilos”. Y
habrá una gran calma»8;
el alma se llenará de serenidad en medio de la tribulación.
Con
esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones saldremos confiados a
luchar de nuevo en esas batallas de paz –las externas y las del alma–,
aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y quedaremos más unidos a
Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el Señor ha puesto un Ángel
a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y lleve nuestras oraciones con
más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción
–pequeña o grande–, invoca a tu Ángel de la Guarda, para que la resuelva con
Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso»9.
1 Mt 8,
23-27. —
2 Lc 12,
4. —
3 Lc 1,
30. —
4 Mt 1,
20. —
5 Lc 2,
10. —
6 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 717. —
7 Santa
Teresa, Fundaciones, 27, 12. —
8 Card.
J. H. Newman, Sermón para el Domingo IV después de Epifanía.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 931.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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