Francisco Fernández-Carvajal 02 de julio de 2024
@hablarcondios
— El
Señor se presenta, en ocasiones, de manera distinta a como nosotros le
esperábamos.
—
Desprendimiento para ver a Jesús y para hacer su voluntad cuando no coincide
con la nuestra.
—
Mirar con fe las circunstancias humanamente desfavorables, y descubrir en ellas
al Señor.
I.
Llegó Jesús a la otra orilla del lago, a la región de los gadarenos,
en tierra de gentiles1;
quizá busca un sitio retirado para descansar con sus discípulos. Allí curó el
Señor a dos endemoniados que le salieron al encuentro. Cerca del lugar había
una piara de cerdos; los demonios le rogaron que, si los expulsaba de estos
hombres atormentados, los enviara a la piara. Y el Señor se lo permitió. Y
ellos salieron y entraron en los cerdos. Entonces toda la piara corrió con
ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros
huyeron y al llegar a la ciudad contaron todo, en particular lo de los
endemoniados. Ante esto, toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al
verle, le rogaron que se alejara de su región.
Le rogaron que se alejara de aquel lugar. Fue la gran oportunidad perdida por estas gentes; tuvieron a Dios mismo entre ellos, y no supieron verlo. Quizá nunca más pasó por aquellas tierras. ¡Lo tuvieron tan cerca!, ¡y le rogaron que se alejara! ¡A Aquel que llevaba consigo todos los bienes! ¡Qué poco hospitalario es a veces el mundo para con su Señor! Con frecuencia, para muchos, son los bienes materiales lo que cuenta, y no es raro ver cómo se intenta construir una sociedad en la que el Señor no está presente, no le dejan sitio, «como si Dios no mereciera ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo del hombre»2. El que da sentido a todo es excluido. El Señor ilumina el dolor, la alegría, la vida, la muerte, el trabajo... Y sin Él nada vale la pena. «Exclusión de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana esto ha sido y es bajo formas diversas el pecado, que puede llegar hasta la negación de Dios y de su existencia, hasta el ateísmo»3. En el fondo de muchas actitudes que rechazan o excluyen la verdad sobrenatural se encuentra un radical materialismo práctico, el aprecio a los bienes materiales por encima de todo, que impide ver la acción del Señor en lo que nos rodea.
Nosotros
decimos a Jesús que queremos ponerle en la cima de todas las tareas humanas, a
través de un trabajo profesional hecho a conciencia; que queremos que entre de
lleno en nuestra vida, en la familia, que dé sentido a lo que somos y a lo que
poseemos: a nuestra inteligencia, a nuestro corazón, a la amistad, a los amores
limpios de cada uno según su peculiar vocación. Le decimos que queremos estar
vigilantes, como el centinela, para darle entrada en el alma, también cuando se
presente de una manera distinta a como le esperábamos.
II.
Aquellos gentiles, a pesar del milagro relatado por los porqueros y de ver
libres y sanos a los dos endemoniados, no quisieron recibir a Jesús. ¡Cómo se
hubieran llenado de bienes sus casas y, sobre todo, sus almas!; pero estaban
ciegos para los bienes espirituales. Como ocurre hoy a tantos; muchos tienen
sus proyectos para ser felices, y demasiado a menudo miran a Dios simplemente
como alguien que les ayudará a llevarlos a cabo. «El estado verdadero de las
cosas es completamente al contrario. Dios tiene sus planes para nuestra
felicidad, y está esperando que le ayudemos a realizarlos. Y quede bien claro
que nosotros no podemos mejorar los planes de Dios»4.
Algunos
cristianos, por estar excesivamente apegados a sus ideas y caprichos, le dicen
a Jesús que se retire de su vida, precisamente cuando más cerca estaba y cuando
más le necesitaban: al llegar la enfermedad, la contradicción..., cuando se han
perdido unos bienes materiales que probablemente era necesario perder para
recibir al Bien supremo, que llega, en bastantes ocasiones, por caminos
distintos a los que ellos deseaban. Quizá le esperaban en el triunfo, y se
presenta en la ruina o en el fracaso; no en el fracaso producido por la
desidia, por no haber puesto los medios o el estudio necesario, que debe llevar
en todo caso a un acto de contrición y a recomenzar con un propósito firme,
sino al fracaso que llega cuando, a nuestro entender, se habían puesto todos
los medios humanos y sobrenaturales para salir a flote. Él llega en ocasiones
por caminos diferentes a aquellos por los que le estábamos esperando. ¡Cuántas
veces la lógica de Dios no coincide con la lógica de los hombres! Es el momento
de abrazarse a su santa voluntad: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo
quiero!»5. ¡Cuántas veces, ante la contradicción que no esperábamos,
hemos hecho nuestra esta oración, de mil modos repetida!
Se ha
dicho que «el plan de Dios es de una pieza». Quizá la conversión de aquellos
gentiles habría comenzado por la pérdida de estos cerdos, por el
desprendimiento que esto suponía; quizá habrían sido los primeros gentiles en
recibir el Bautismo después de la dispersión producida con motivo de la primera
persecución en Judea. Al final de la vida, a veces mucho antes, veremos cómo
encajan esas piezas que parecían sueltas y sin sentido: todas las cosas
concurren para el bien de los que aman a Dios6.
Para
descubrir la voluntad del Señor en todos los acontecimientos de la vida,
también en los menos gratos, en los que nos han ocasionado perjuicios y
molestias, para seguir de cerca a Cristo en toda circunstancia, «hemos de estar
seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de
la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los
éxitos.
»Me
refiero también (...) a esas ilusiones limpias, con las que buscamos
exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad
a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello solo si a Ti te
agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe
mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso
que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que
acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa»7.
Es
necesario purificar el corazón de amores desordenados (con frecuencia el amor
desordenado de uno mismo, el excesivo apagamiento a los bienes que posee o a
los que desearía tener, a las propias ideas y opiniones, a los proyectos que
uno se ha hecho acerca de su propia felicidad...) para confiar más en nuestro
Padre Dios. Entonces podremos ver con claridad y podremos interpretar
acertadamente los acontecimientos, descubriendo siempre a Jesús en ellos.
III. Si
no hubiera tenido lugar aquella hecatombe de los cerdos, los porqueros
probablemente no habrían bajado al pueblo y sus habitantes no se habrían
enterado de que Jesús estaba allí, tan cerca. Si la mujer que encontró al
Maestro en Cafarnaún no hubiera estado tantos años enferma y malgastado sus
bienes en médicos, no se hubiera quizá acercado al Maestro para tocar la orla
de su vestido y no habría oído nunca aquellas palabras consoladoras de Jesús,
las más importantes de su vida, que bien valían todos los sufrimientos y los
gastos inútiles... Lo que a nosotros nos parece un mal, quizá no lo es tanto;
solo el pecado es un mal absoluto, y de él –con amor, con humildad y
contrición– se puede sacar el sabrosísimo fruto de un encuentro nuevo con
Cristo8, en el que el alma sale rejuvenecida.
Detrás
de esos males aparentes (enfermedad, cansancio, dolor, ruina...) encontramos
siempre a Jesús que nos sonríe y nos da la mano para sobrellevar esa situación
y crecer por dentro. ¡Cómo daría gracias aquel leproso por el mal terrible de
su enfermedad, pues fue lo que le llevó a Cristo! Los males de esta vida son
una continua llamada a nuestro corazón, que nos dice: ¡el Maestro está
aquí y te llama!9.
Pero si estamos más apegados a nuestros proyectos, a la salud, a la vida... que
a la voluntad de Dios –a veces misteriosa e incomprensible al principio para
nosotros–, solo veremos en la desgracia la pérdida de un bien que, siendo
relativo y parcial, quizá nosotros hemos convertido en absoluto y definitivo.
¡Qué error tan grande si no supiéramos ver en esos momentos a Jesús que nos
visita!
Con
una lógica distinta a la nuestra, el Señor va disponiendo los acontecimientos
para que, con dolor unas veces y con gusto otras, nos vayamos desprendiendo de
todo para que Él llene nuestra existencia entera. Muchas veces hemos de pensar
en la acción íntima de Dios en nosotros, pues Él dispone hasta la más pequeña
circunstancia para que seamos felices, para facilitar el desprendimiento de
nosotros mismos, de nuestros proyectos..., para que seamos santos. A los ojos
de Dios «una sola alma tiene más valor que todo el universo, y las maravillas
que Dios opera en lo secreto de nuestras vidas son, con mucho, más extraordinarias
que todos los esplendores del cosmos material»10.
Si estos gentiles hubieran comprendido quién estaba delante de ellos, si
hubieran captado el prodigio obrado en aquellos dos hombres que fueron
redimidos del demonio, ¿qué hubiera importado la desgracia económica, si por
ella habían conocido a Jesús? Habrían dado gracias por ella, invitarían a Jesús
y habrían organizado una buena fiesta porque el Maestro estaba con ellos y
porque habían recuperado a dos hombres de los suyos.
Si
miramos con fe las pequeñas o las grandes desgracias de la vida, terminaremos
siempre dando gracias por ellas: por aquella enfermedad, por la humillación que
sufrimos por parte de quien menos la esperábamos, por el hambre, por la sed,
por la pérdida de un empleo... ¡Gracias, Señor –le diremos en la intimidad del
corazón–, porque Te has presentado, aunque haya sido por donde menos te
esperaba! Pidámosle a la Virgen, ¡que tanto supo de contradicciones, de
zozobras y de dolor!, que nos enseñe a no perder esas oportunidades de
encontrar a Jesús en medio de esas circunstancias humanamente más
desfavorables.
1 Mt 8,
28-34. —
2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et poenitentia,
2-XII-1984, 14. —
3 Ibídem.
—
4 E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, Madrid 1954, vol. II, p.
46. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
6 Rom 8,
28. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid
1977, 114. —
8 Cfr. San
Bernardo, Sobre La falacia y brevedad de la vida, 6.
—
9 Jn 11,
28. —
10 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 249.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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