Por Héctor Torres, 18/12/2012
Le sucedió a un amigo. No lo nombro porque no me autorizó a
hacerlo. Era una tarde de viernes. Iba en un microbús a la universidad en la
que da clases. Entre sus pertenencias estaba la laptop que al fin se compró.
Absorto en su lectura, no sabía ni cuánto tiempo había
transcurrido ni cuánto faltaba para llegar. En medio de ese murmullo, lejano y
confuso, que hace la ciudad cuando uno está concentrado en algo, no notó a los
dos tipos que se subieron, como tantos que suben y bajan de un microbús durante
su recorrido.
No fue tanto que comenzaran a hablar en voz alta, porque
su oído está adiestrado para obviar a los vendedores y pedigüeños. Ni siquiera
se trató de lo que dijeron, porque él no suele prestar atención. Fue, más bien,
el tono. Las maneras. Un tono que para estar acorde con las personas que lo
enunciaban, debía estar uniformado de algo que sugiriera autoridad. Entonces no
se trataba ni siquiera del tono, sino que, al levantar la vista para ver quién
hablaba con ese tono, descubrió que quienes lo hacían no estaban “vestidos para
la ocasión”.
Entonces prestó atención a lo que decían. Estaban dando instrucciones:
iban a pasar por los asientos y, sin que nadie se sintiese inclinado a ejercer
ningún tipo de acto heroico, que todos los objetos de valor debían estar sobre
las piernas de los presentes.
Ciertamente no lo dijeron con ese tono, pero así lo procesó
él. Suspiró y pensó en su laptop de estreno y en cuántas clases debía dar para
poder reponerla.
La laptop. Contó con un par de segundos para decidirse si
la ocultaba o la entregaba. Los meses que tardó para comprarla apuntaban en una
dirección. La “herramienta de trabajo” que el delincuente empuñaba en la mano,
apuntaba en la otra. La palabra apuntar le atravesó la columna como un rayo
helado.
Decidió no hacer ni una cosa ni la otra. Que el destino
tomara la decisión. La colocó sobre su regazo, pero bajo unos libros. Ni
ocultándola, ni poniéndola en bandeja de plata. Junto a la laptop con los
libros colocó su cartera y su celular de escaso valor.
Cuando el delincuente llegó hasta su asiento el profesor
miraba fijo, sin altanería ni miedo, en dirección a sus zapatos. El delincuente
le vio la expresión, la ropa, el bolso de cuero, los libros sobre las piernas…
¿Usted qué hace? ¿Es maestro?
Sí, doy clases.
¿Dónde?
En la Escuela de Educación.
Maestro que enseña maestros, comentó el hombre con un dejo
de solemnidad.
Así es, respondió el profesor, con una dignidad reposada.
Siga enseñando, maestro, dijo el delincuente, dándole una
palmada en el hombro y siguió hacia los asientos posteriores.
El profesor siguió en silencio, mirando sus zapatos, hasta
que escuchó a los delincuentes ordenarle al conductor que se detuviera. Luego
de bajarse, quedó en el transporte un aire enrarecido, como si de alguna manera
se hubiesen quedado entre la gente.
Tratando de entender a qué Dios agradecerle su suerte, sus
pensamientos se vieron interrumpidos por la figura de un hombre cincuentón,
moreno, de lentes y guayabera, levantarse del asiento que estaba delante al
suyo y, girando el cuerpo en su dirección, lo apuntó con su dedo índice para
gritarle, con una rabia hirviendo en sus ojos enmarcados:
¡Ahora tú nos vas a explicar por qué fuiste el único al
que no atracaron!
No esperen moraleja, que no la hay. Es que así de
paranoicos estamos.
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