Por José Urriola, 03/05/2013
Yo venía esta semana a escribir sobre
Cortázar, de los últimos días de Cortázar en París, de sus amigos, su ex esposa
Aurora Bernárdez, de las cosas insólitas que nos contaron hace más de una
década durante la producción de un documental sobre el París de Julio Cortázar.
Pero no puedo, no me sale, siento que sería absolutamente desatinado hacerlo en
este preciso instante. La culpa es de la realidad que se empeña en estallarle a
uno en la cara todos los días y varias veces al día; digamos que no puedo
hablar hoy de Cortázar porque desde hace días tengo una imagen que no se me
sale de la mente: la de la nariz de la diputada María Corina Machado.
Pienso en esa imagen de María Corina
Machado después de la salvaje golpiza de la que fue víctima por parte de otros
diputados de la bancada oficialista de la Asamblea Nacional y la palabra
indignación se me queda corta. Demasiado corta. Sus ojos llorosos, el rostro
amoreteado e hinchado, el tabique nasal fracturado en varias partes. Es una
imagen profundamente dolorosa, de una violencia espeluznante, estremecedora en
la más infeliz acepción del término.
No sólo me gana la náusea y me debato en un
sentimiento a medio camino entre la rabia, la impotencia y el asco cuando
recuerdo esa foto, sino que el sentimiento se me potencia cuando me entero de
las declaraciones deplorables de personeros del régimen como Pedro Carreño,
Mario Silva y Diosdado Cabello. Cosas como “se lo merecía”, “esa nariz de
burguesa no aguanta coñazo”, “las quejas de María Corina Machado son una vaina
loca”. Cómo se puede ser tan asquerosamente bajo. Qué hombre puede decir
semejante mamarrachada sin siquiera pensar en que esa cara de mujer
transfigurada por el dolor y la violencia podría ser la de su propia madre, su
mujer, su hermana, su amiga. Honestamente no encuentro adjetivos para calificar
tal inmundicia, se me han agotado los sinónimos del asco y la indignación.
Me pregunto especialmente qué Dios habrá
sido ése que dio a Diosdado. Diosdado Cabello (el odio
personificado e inflado en varios metros cúbicos), el mismo que con sonrisa
sarcástica miraba la escena desde su silla de Presidente de la Asamblea
Nacional y no hacía el menor intento por detenerla; muy al contrario, hacía gala
de una pasividad y un beneplácito que espueleaban la barbarie. Se me ocurre que
ese Dios tiene necesariamente que ser Moloch, “el dios abominable de los
fenicios y los cartagineses”, al que había que ofrecerle en sacrificio
preferiblemente a niños, mujeres y a los más indefensos.
Estoy seguro de que si la mujer agredida
hubiera sido Cilia Flores, Blanca Eekhout o Iris Varela (entre otras señoras
adeptas al régimen), las voces recriminatorias se hubieran levantado de lado y
lado, independientemente de las ideologías y las bancadas políticas, hubiese
sido un acto igualmente asqueroso, digno de todo nuestro repudio. Muchas
pueden ser las diferencias y los malestares acumulados durante estas últimas
tres décadas de odio manirroto; pero nada, absolutamente nada, hubiera
justificado semejante barbarie. A una mujer no se le golpea y punto. El que
necesite desarrollo o argumentación para esa frase no tiene derecho a
considerarse humano y mucho menos a participar de discusión alguna. Y
agregaría: aquel que presencia ese acto de violencia contra una mujer y no hace
nada por detenerlo se convierte en cómplice, es también culpable, se ha puesto
de lado del agresor y su cobardía merece ser igualmente señalada y castigada.
Hoy día, a dos meses de la “defunción
oficial” de Chávez, son varios los que esgrimen argumentos como: “el Presidente
Chávez no lo hubiera permitido”, “Chávez resultó ser el psiquiatra del
manicomio”, “Estas son las cosas que no pasaban cuando Chávez los tenía bajo
control”. Qué va, me disculpan pero tales comentarios no son sino puros malos
chistes y estupideces, no podemos olvidar que Chávez fue el primer responsable
en sembrar la asquerosidad que hoy todos recogemos en nefasta cosecha. Fue él
el encargado de inocular reiteradamente su “rodilla en tierra”, su “vamos a
defender la revolución por todos los medios posibles”, “no se equivoquen… ni
olviden que la revolución está armada”, “vamos a aniquilar a la oposición”,
“los que no están con el proceso son apátridas, oligarcas, burgueses,
majunches, escuálidos, enemigos del pueblo”. Pues estas son las consecuencias,
este es el grandísimo legado del “Gigante”, el “Cristo de los pobres de
Latinoamérica” nos dejó una cruzada de odio donde no sólo está bien visto que
se golpee a una diputada (la que mayor cantidad de votos ha recibido para
ocupar ese cargo en la historia de Venezuela), sino que las burlas, las
sonrisitas de “bien hecho, toma lo tuyo”, la complacencia porque “esa nariz no
aguanta coñazo” son recibidas con insólita aprobación.
Es falso que todo muerto sea bueno, estamos
ante la clara evidencia de que “muerto el perro lo único que dejó fue la
rabia”. Y el fantasma de Chávez está detrás de toda esta inmundicia, no lo
podemos olvidar, es su espíritu el que los tiene malamente poseídos.
Habrá gente que prefiera lidiar con esta
situación hablando de otros temas, otros que opten por pasar estos
acontecimientos por el filtro de la ficción para poderlos contar más adelante,
y habrá gente –me incluyo, ya me gustaría escribir y hablar sobre otras cosas-
que decida salirse de su zona de confort y aprovechar sus pocos espacios
disponibles para intentar decir algo al respecto. A veces, me temo, no tenemos
otra opción, la nariz de María Corina está allí reclamándonoslo.
Así que Don Julio Cortázar puede esperar.
Tiene que esperar. Ya habrá otro momento más feliz para intentar echarles ese
cuento.
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