Por Antonio Cova, 23/05/2013
En Memoria del
Profesor
En tiempos de la Guerra Fría, cada vez que amanecía un día como hoy, la prensa norteamericana machaconamente insistía en que los 1 de Mayo era un día de celebración en los Estados comunistas, al tiempo que hacía mutis sobre que ese día conmemoraba sucesos violentos que en el Chicago de la segunda mitad del siglo XIX, dejaron un saldo sangriento entre obreros que protestaban cuando razones sobraban para hacerlo.
Tan universalmente ese día es considerado como “de los trabajadores” que en esos mismos días de Guerra Fría, la Iglesia católica decidió enaltecerlo poniéndolo bajo la protección del carpintero de Palestina, José, marido de María, a quien ahora se le conocería también como San José Obrero.
La prensa norteamericana, sin embargo, no estaba tan descaminada, puesto que los marxistas en general, y más específicamente quienes se ubicaron en el estrecho campo del “leninismo”, se autodenominaron, desde un comienzo, los únicos representantes válidos del proletariado. Es eso, ni más ni menos, lo que quisieron proponer en su documento más conocido, El Manifiesto Comunista.
Tocaría a Lenin intentar establecer la relación casi que biológica entre clase y partido. Después de todo, a él cabe el honor de “entender la política como un fenómeno organizacional”, como proponía Sheldon Wolin, donde frente a la fragilidad de la clase, el Partido Comunista debería comportarse como la “herramienta organizacional” que, no sólo conduciría al proletariado (industrial) en las tareas de una revolución que diera al traste con el dominio de la burguesía, su enemiga mortal, sino que sería el artesano por excelencia del proceso de la “construcción del socialismo”.
¿Con cuáles títulos el Partido Comunista encararía esa tarea y pretendería lograr la legitimidad requerida? Fue algo a lo que Lenin no tuvo tiempo de dedicarle la atención necesaria. Serían dos intelectuales europeos quienes lo intentarían: el tenaz político, prisionero eterno de Mussolini en Italia, Antonio Gramsci, con su especial aporte, el concepto de hegemonía; y el notable intelectual judío Georgy Lukacs, quien, muy consciente de los peligros del “sustitutismo” de la clase por el partido, insistió en que a este último tocaría “elaborar” todo el parapeto ideológico del proletariado, a quien se le “atribuía” el destacado papel de enfrentar y derrotar a la burguesía y crear así una nueva cultura, la del proletariado triunfante, ahora identificado plenamente con la sociedad toda.
Al final ambos intentos, el de Gramsci y el de Lukacs, no pasaron de ser habilidosos esfuerzos para “encajar” un partido de revolucionarios profesionales en una lucha que, por incumbirle, debería llevar a cabo el proletariado solo y con sus propias armas. A lo que se supondría sería un más o menos largo período de dictadura del proletariado lo reemplazó más bien una dictadura “sobre” el proletariado, como admirablemente la llamó Karl Korsch. Para todos los efectos, la historia registraría que nunca dejó de ser una cruel y total dictadura de la cúpula (muy podrida) de un partido, sobre una sociedad homogeneizada a la brava, como en la URSS y China Comunista.
Lenin acuñó para su engendro el término (devenido slogan, marca de fábrica del comunismo) “punta de lanza del proletariado”, queriendo con ello significar el status y papel que correspondía a ese grupo de revolucionarios profesionales constituidos en partido. A otros, como al novelista húngaro Marai e incontables disidentes, tocaría mostrar cuan “roma” era esa punta y cuan separadas permanecerían siempre la lanza y su punta. Eso ya quedó inmortalizado en el clásico de Orwell, Animal Farm.
En Latinoamérica fue solo en Argentina donde un partido autodefinido como revolucionario, el peronismo, pudo pretender ser el representante auténtico de la clase obrera, en ninguna otra parte. Entre nosotros tocó a Acción Democrática acercarse a ese modelo, pero con mucha habilidad nunca quiso quedarse exclusivamente como el agente de la clase obrera, por eso se bautizó como “policlasista”. Con ello, quizás sin darse cuenta, los fundadores de AD evitaron el espinoso “excluyentismo” de los partidos obreros, máxime cuando tenían posibilidades de controlar el poder.
Tardaríamos cuatro décadas en tener en el poder a un partido sin clase que lo sostenga o lo respalde (para ello le bastan una minoría militar y los motorizados chaquetas negras); y viceversa: una clase que se siente incómoda y rechazada por ese partido. Tenemos pues, según Lenin, “una lanza sin punta” que corre pa’fuera, y “una punta que se quedó sola”, víctima de la herrumbre.
http://www.abcdelasemana.com/2013/05/23/punta-sin-lanza-lanza-sin-punta/
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