DEMETRIO BOERSNER 16 DE OCTUBRE 2014
Desde la antigüedad grecorromana, las
desigualdades e injusticias sociales han sido objeto de críticas y de
rebeliones por parte de filósofos, de tribunos y de movimientos populares que
alzaron la bandera insurgente del bien común contra el poder de los adinerados.
De esas etapas embrionarias, el socialismo creció y adquirió madurez a partir
de la Revolución industrial y la explotación inmisericorde del proletariado en
las fábricas del siglo XIX. El movimiento obrero europeo, a la vez sindical y
político, impulsado democráticamente por los trabajadores mismos con la ayuda
de algunos guías intelectuales provenientes de las clases medias o altas, a
partir de 1867 logró, mediante la conquista de la Ley de Diez Horas en
Inglaterra, dar el primer paso hacia una gradual reforma del capitalismo en un
sentido socialdemócrata. Llegado el siglo XX, el socialismo en sus diversas
formas –revolucionario y violento en Rusia y China, democrático y reformista en
países de cultura occidental– demostró indudable seriedad, vigor y validez
histórica. En sus variantes reformistas logró suavizar los efectos explotadores
del capitalismo “salvaje” y abrir el largo camino hacia el “Estado del
bienestar”. E incluso en su versión más brutal (leninismo y estalinismo) tuvo
éxito en sacar del subdesarrollo más abyecto a millones de personas y
culturizarlas en el marco de una economía de pleno empleo y de rudo
igualitarismo, aunque sin libertad individual.
Pero el socialismo de la variante
autoritaria y violenta (comunismo) perdió su seriedad y eficacia en la segunda
mitad del siglo XX, cuando se convirtió en mercancía de exportación. Luego de
pasar de comisario del pueblo a mariscal –es decir, después de que el poderío
del ejército rojo reemplazara la acción revolucionaria del proletariado
internacional–, Stalin enseñó a sus seguidores a contemplar la revolución
mundial ya no como obra de pueblos insurrectos, sino en términos de exportación
e imposición de un modelo burocrático “ready-made” en Moscú. Jruschov y,
después de él, Breznev confirmaron y agravaron esa desviación al otorgar el
título de “socialistas” a regímenes del Tercer Mundo que estratégicamente se
subordinaban a la conducción de Moscú en la Guerra Fría, pero internamente no
pasaban de ser tiranías militaristas al servicio de nuevas burguesías
burocráticas. Ese fenómeno fue denunciado por el intelectual revolucionario
Frantz Fanon, así como por dirigentes democráticos del mundo en vías de
desarrollo.
Esta reducción del comunismo o
socialismo autoritario a una mera fórmula para ser aplicada universalmente
desde arriba y a espaldas de los pueblos, condujo a su idiotización. Contribuyó
a que la doctrina comunista se redujera a la mediocre recitación de un
catecismo escrito en épocas pasadas y ya caduco para el presente. Catecismo que
ignora por completo la enseñanza fundamental de Marx, de que el socialismo solo
puede nacer del agotamiento de todos los impulsos progresistas y creadoras que
el capitalismo trajo en su seno en una etapa anterior. No puede haber
socialismo donde antes no haya habido capitalismo pujante. En los tiempos en
que se leía y se meditaba seriamente a Marx (ya sea desde posiciones comunistas
o socialdemócratas), a nadie se le hubiera ocurrido el disparate, hoy voceado
diariamente por los representantes del idiotizado “socialismo del siglo XXI”
venezolano, de que el socialismo es algo que se puede dictar de hoy a mañana,
eliminando el “capitalismo” por decreto publicado en la Gaceta Oficial. En ese
sentido cabe reconocer que, durante los cuarenta años de la Guerra Fría, la
URSS jamás dijo que su lucha iba contra el “capitalismo” (que puede tardar
siglos en extinguirse). Para ella, el enemigo no era el capitalismo en sí, sino
el imperialismo y la amenaza de guerra que engendraba.
De modo similar, los socialistas más
auténticos, que son los socialdemócratas o laboristas de tipo “nórdico” junto
con movimientos democráticos de liberación nacional de países en desarrollo,
rechazan toda esquematización pueril de transición del “capitalismo” al
“socialismo”. Con la enérgica y
visionaria paciencia requerida para las grandes obras históricas, realizan
esfuerzos constantes para humanizar parcial y gradualmente las relaciones de
producción capitalistas y “socializarlas” paso a paso, siempre en el marco de
la libertad democrática pluralista.
Rómulo Betancourt insistía en que, para ello, el partido del pueblo no
necesitaba cambiar de nombre sino, con su vieja denominación de “adeco”, podía
servir de vanguardia liberadora permanente, hasta para las transformaciones
poscapitalistas más avanzadas. En todo caso, cualquier auténtica política
socialista (obligadamente democrática por fundada en la libre discusión del
pueblo) es la antítesis del falso “socialismo” degenerado en idiotismo
repetidor de frases huecas, que actualmente sirve de marco “ideológico” a la
destrucción del país por una estatización burocrática y totalitaria.
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