Fernando Mires, 01 de octubre de 2014
El muro fue el símbolo más
significativo de la era comunista. El derribamiento del muro fue, a su vez, un
símbolo de significaciones múltiples. Por una parte, era el símbolo de la
división de una nación. Por otra, el símbolo de la Guerra Fría. Tampoco hay que
olvidar: fue también el símbolo de la división de Europa. Y no por último,
era el símbolo de la división espiritual
del Occidente político; un muro que inhibía el pensamiento y que –temo-
aún no ha sido derribado en mentes políticamente bi-polarizadas las que,
después de la atroz experiencia, intentan reincidir en América Latina en nombre
de aberrantes consignas, como la del “socialismo del siglo XXl”, entre otras.
Ayer los demócratas de Europa lucharon
para derribar el muro de cemento. La lucha para derribar esos “muros detrás del
muro” que son los muros ideológicos, debe continuar. En eso estamos.
A continuación reproduciré un pasaje
de mi libro “Historia del fin del comunismo”
(Editorial Libros de la Araucaria, Buenos Aires, 2006)
Mientras en la mayoría de los países
socialistas las condiciones internas fueron en el orden de los sucesos más
importantes que el llamado "factor externo", en la revolución
democrática alemana -tan bien simbolizada con el derribamiento del Muro de
Berlín- pareció ser al revés.
Si no se hubiesen desencadenado los
acontecimientos en los demás países socialistas, todavía Honecker y su
pandilla estarían rigiendo los destinos de la RDA. Pero a la vez, si el 9 de
noviembre de 1989 no hubiera sido derribado el muro de Berlín, la revolución
democrática de los países socialistas del Este nunca podría haber sido
consumada hasta el final. Porque ese muro no sólo dividía a una nación en dos:
era la expresión concreta, geográfica y mental, de la división de Europa. Más
aún: era el símbolo de la época bipolar. No sólo dividía a Europa, parecía
dividir al mundo. Su dura y severa construcción permanece todavía en mentes no
aptas para producir categorías equivalentes a una realidad multipolar. El muro
era la lógica bipolar en acción.
Si los disidentes polacos habían
llegado a la conclusión de que no es posible una revolución democrática en un
sólo país, los opositores alemanes sabían que menos podía ser realizado en
medio país. Porque pese a los esfuerzos de la clase comunista dominante para
construir desde el Estado una nación, todo el mundo percibía que Alemania, en
su conjunto, era una nación con dos Estados. Pero desde los tiempos de Bizmark
los políticos alemanes creían que la Nación es el Estado. Fue quizás esa una
razón por la cual los gobernantes de ambos lados se habían acostumbrando a la
idea de que existían dos naciones. La noción bizmarkiana de la nación
entroncaba perfectamente con la de la clase dominante de la RDA. Pero esa no
era la de la mayoría de la población cuyos familiares, después de la
construcción del muro, habían quedado repartidos en ambos lados. El colapso
del comunismo significó, en el caso alemán, no sólo la reunificación de una
nación sino, además, la integración existencial de los habitantes del país.
¿Colapso
o revolución?
No deja de ser sintomático que quienes
más hablan de colapso para referirse a las revoluciones que tuvieron lugar en
Europa del Este sean precisamente los intelectuales alemanes. Y efectivamente,
la revolución de la RDA fue más colapso que revolución, o si se quiere: la
revolución surgió del colapso y no al revés como ocurrió en otros países. Por
lo mismo, los acontecimientos de la RDA no se encuentran ligados a ningún
punto de encuentro, o de culminación, o de partida histórico. Para la RDA 1989
fue el comienzo, pero también el final de la revolución.
Lo dicho no significa que en la RDA no
hubiese existido una disidencia. Hacia 1987-1988 había una oposición casi
formal constituida por 160 organizaciones por los derechos civiles que reunían
más de 2500 militantes, sin contar la oposición pasiva que provenía desde los
centros eclesiásticos. Pero esa oposición no era frontal como en
Checoeslovaquia; tampoco pactante como en Polonia; ni siquiera tolerante, como
en Hungría. Era simplemente colaboradora. Ese adjetivo que puede sonar
terrible, correspondía al orden de cosas que se había establecido y no tiene
porque ser necesariamente peyorativo, aunque la moda es que muchos
intelectuales hablen hoy día del segundo fracaso alemán: la colaboración con
el fascismo primero, y la colaboración con el estalinismo, después. La analogía
es, por lo menos en tres sentidos, exagerada.
En primer lugar, pese a todas sus
maldades, Honecker, ni siquiera Ulbrich, pueden ser comparados con Hitler,
punto en que están de acuerdo hasta los historiadores más conservadores.
En segundo lugar, la economía y el
poder político alemán del Este habían alcanzado un grado de estabilidad
superior al de la URSS y regían como "modelo" en el mundo socialista.
En tercer lugar, y eso se sabía tanto
en el Oeste como en el Este, la división alemana era un hecho de post-guerra
que hipotecaba al país no sólo como iniciador de una guerra mundial sino,
además como consecuencia del más grande holocausto de la historia universal.
Poner en tela de juicio a la RDA significaba discutir el orden geopolítico de
post-guerra, y para hablar sobre esa materia, los alemanes de ambos lados
tenían más que justificados complejos. En otras palabras: tanto los unos como
los otros sabían que el cuestionamiento del socialismo pasaba necesariamente
por asumir la cuestión nacional. Y eso no estaba permitido, ni por la grandes
potencias, ni por los países vecinos, ni por el orden de la "guerra
fría". Es por eso que la reunificación de las dos Alemanias tuvo que
arreglarla Kohl sin consultar a ninguno de los dos pueblos alemanes, pero sí
por medio de sus relaciones casi personales con Gorbachov quien, como
representante por lo menos formal de una de las potencias de 1945, daría el visto
bueno. A USA después de eso no le quedaba más que agregar su firma. En verdad,
el refundador de la nación alemana fue, más que Kohl, Gorbachov.
Pero no solamente la cuestión nacional
paralizaba a la disidencia de la RDA. Muy ligado a ella estaba el pasado
fascista. Los jerarcas comunistas, efectivamente, habían sabido vender muy
bien la teoría de que el origen de la RDA había sido la lucha contra el
fascismo. Así, en la RDA se había producido una afinidad entre antifascismo y
estalinismo. Poner en duda ese socialismo era casi igual a poner en duda el
origen antifascista del Estado de la RDA. Algún día deberá ser analizado el
perverso sentido del antifascismo cuando éste fue institucionalizado como poder
en una época en que el fascismo ya no existía. En nombre del antifascismo se
han justificado crímenes innombrables. Todo eso, independientemente a que el
arreglo de cuentas con el pasado fascista fue mucho más consecuente en la RFA
que en la RDA, en donde el propio Partido mantenía funcionarios que en su
juventud habían saludado con la mano no empuñada sino extendida.
El hecho de ser un medio país también
era un obstáculo para la disidencia de la RDA en el sentido de que estar
contra el régimen significaba casi automáticamente estar con la RFA, aunque
fuera, como rezan tantas acusaciones del Estado, "objetivamente". De
la misma manera que en la RFA ser comunista era casi similar a ser espía,
disentir del Partido era juzgado en la RDA como un delito en contra de la
seguridad nacional. En breve, la geopolítica determinaba a la política, y eso
es lo peor que puede suceder a la política.
En un sentido inverso, quienes se
sentían asfixiados por el régimen, tenían siempre una alternativa: la fuga, a
riesgo por cierto, de ser alcanzados por una bala (y muchos lo fueron). Esto
vale tanto para la disidencia como para los ciudadanos normales. La fuga era
una institución. Naturalmente, para la Nomenklatura quienes se fugaban eran
traidores a la nación. Es por eso que a los disidentes políticos más renombrados,
o les ofrecían el destierro, o los desterraban a la fuerza hacia la Alemania
Occidental, como ocurrió con Biermann y con Bahro, entre otros. Hacerlos pasar
la frontera de ese país imaginario que era la RDA, era prueba suficiente de que
estaban, no contra los intereses de la clase comunista dominante, sino que de
la nación. Pues, la “Nomenklatura” alemana, como representación hegeliana del
Estado, se había apoderado de la nación. El pequeño problema es que esa nación
no existía. Era una delimitación territorial de post-guerra, una reservación
comunista sin raíces culturales ni políticas. Pero la nación, y eso lo sabía el
propio Honecker, algunos de cuyos parientes vivían en Occidente, cruzaba los
límites y los muros; de lado a lado.
Debido a esas razones, el objetivo
fundamental de la oposición en la RDA no era derribar al régimen sino
conquistar espacios de autonomía. Por cierto, lo mismo buscaba la oposición en
los demás países socialistas. Pero mientras en ellos la conquista de espacios
formaba parte de una estrategia general cuyo objetivo era el fin del comunismo,
en la RDA era la propia estrategia. No se trataba en buenas cuentas, para esa
disidencia, de derribar al sistema, sino de modificarlo. Pero para eso debía
colaborar por lo menos parcialmente con el régimen; y lo hizo consecuentemente.
Esa es la razón por la cual en los servicios de inteligencia de la RDA muchos
demócratas aparecen hoy como colaboradores. Y efectivamente lo eran. Para
hacer oposición era necesario colaborar, esto es, manifestar cierta lealtad al
gobierno y sus instituciones y aceptar participar en sus reglas del juego. A
cambio de eso, nadie va a molestar; se podrá manifestar de vez en cuando
opiniones propias; o reunirse con un grupo de descontentos; poner las antenas de
televisión hacia occidente; de vez en cuando obtener permiso de viaje; recibir
parientes y regalos; escribir una novela o un poema no pro-comunista y, si las
condiciones se daban, firmar un manifiesto de apoyo por la liberación de algún
disidente que ha ido demasiado lejos en el juego. En otras palabras: en la RDA
había una oposición tolerada. Colaboraba, es cierto. Pero también es cierto:
era oposición.
Marxismo
y disidencia
Por último, hay otro detalle que no
siempre es señalado en la caracterización de la oposición alemana del Este.
Muchos de sus representantes, quizás la mayoría, eran marxistas; diferencia
fundamental con la oposición de los otros países socialistas. En Polonia,
algunos miembros del KOR como Kuron, habían sido marxistas, y muchas veces
aplicaban en sus análisis criterios marxistas. Pero, por lo menos
semánticamente, habían abandonado al marxismo como identidad ideológica pues el
marxismo no sólo era en esos países la ideología de la casta dominante; también
era la del poder imperial soviético. En la RDA también. Pero, y esto es muy
importante: a diferencias con otros países, el marxismo forma parte de la
tradición cultural, política y teórica alemana.
La RDA era quizás el único país en
donde alguien podía declararse marxista sin entrar en contradicción con las
tradiciones nacionales. A veces se tiene la impresión de que la adhesión al
marxismo de muchos alemanes, del Este y de Oeste, no es sino una forma
particular de ser nacionalistas pues, en la "recuperación" del
marxismo buscaban mantener viva no sólo la palabra de Marx, sino las
tradiciones y culturas del movimiento obrero y socialista, esto es, una parte
fundamental de la historia nacional que todavía, desfigurada eso sí, pervive en
la propia Socialdemocracia. Y desde esa perspectiva, es difícil criticarlos.
En ningún otro país socialista hubiera
sido posible que una demostración disidente fuera realizada en nombre y con
las consignas de Rosa Luxemburg y Liebknecht, como ocurrió en enero de 1988.
Pues, los disidentes no sólo eran marxistas; además, eran mejores marxistas
que los de la Nomenklatura quienes, como Honecker, habían reducido toda su
teoría a un puñado de consignas fáciles y tontas.
Ahora bien, ese doble carácter,
disidencia y marxismo, no era compartido por la población. Como la mayoría no
era disidente, no tenía tampoco ninguna necesidad de colaborar. Y como la
mayoría no era marxista, no poseían ningún grado de parentezco con la
Nomenklatura. "Intelligenzia y Nomenklatura" - escribe Jens Reich -
"eran en el mejor de los casos hermanos que se odiaban, pero no clases
antagónicas". Por eso mismo, cuando llegó el momento de la definitiva
ruptura, la población pudo ser mucho más radical que la disidencia, otra
diferencia notable con la situación que se dio en los demás países del área.
Durante el período de estabilidad de la dictadura, esa población había dejado
abandonada a la disidencia porque gozaba de privilegios que en otros países
estaban sólo reservados para la Nomenklatura. Durante el período de la
revolución, la volvió a dejar abandonada, siguiendo de largo en sus
reivindicaciones y pidiendo en las calles, rápidamente, por la reunificación
nacional, poniendo término al "contrato social" establecido que más o
menos decía así: "Ustedes hacen como que gobiernan; nosotros hacemos como
que obedecemos".
La
hora del pueblo
Somos
el pueblo, primero; somos un pueblo, después.
De la soberanía democrática a la
soberanía nacional había un sólo paso. Esas consignas correspondían a la lógica
real de los acontecimientos que la disidencia, encerrada en su propia
contradicción, no podía seguir hasta el final. Así se explica que cuando el
colapso tuvo lugar, y el muro fue derribado, los representantes de esa
disidencia seguían pidiendo, casi candorosamente, por un socialismo reformado.
La revolución del pueblo no podía ser la de la disidencia. Pero a la vez, sin
esa oposición colaboracionista que erosionó al régimen interiormente, la revolución
popular tampoco habría sido posible.
El colapso del régimen venía
anunciándose desde el momento en que durante la celebración de los cuarenta
años de socialismo la multitud en las calles saludó a Gorbachov como a un
libertador. Enseguida, con la apertura de las fronteras en Hungría,
Checoeslovaquia y Polonia, tuvo lugar un éxodo en masa sin precedentes. Daba la
impresión que en la RDA al final sólo iban a permanecer Honecker, su fanática
esposa y el estalinista Mielke, para apagar las luces y cerrar las puertas.
La Nomenklatura contribuía a su
desligitimación sin saber como reaccionar frente a ese fenómeno. En mayo de
1989 había falsificado las elecciones comunales ante la protesta irritada de la
población que ya sabía que en la URSS habían elecciones limpias. La poco genial
identificación pública del Comité Central con los asesinatos de la Plaza de la
Paz Celestial de Pekin, provocó un sentimiento de repulsión general. La
oposición, hasta entonces elitista, por efecto de una verdadera reacción en
cadena, se multiplicaba en las calles. Parecía que los alemanes del Este
querían recuperar en un par de días todos los años perdidos. Por todas partes
surgían iniciativas civiles, grupos, nuevos partidos. Algunos muy originales.
Otros no era más que malas copias de los de la otra Alemania. Las
demostraciones de los Lunes en Leipzig eran cada vez más numerosas. Los grupos
de rock, los escritores, los actores, cada uno quería hacer algo por esa
imprevista revolución. Como presintiendo que la "luna de miel" iba a
ser muy breve, se daban a la imposible empresa de construir una "sociedad
civil" en el menor tiempo posible. Al fin, en esa sociedad amurallada,
triunfaba la política, en su verdadera expresión. El 9 de octubre surgió de lo
más íntimo, el grito soberano: "nosotros somos el pueblo". El 9 de
noviembre, al abrirse el muro, terminaba la era del comunismo. Terminaba
también el momento del pueblo. Había llegado la hora del Ejecutivo. Este no
había surgido de la revolución, como en Varsovia. Fue el Canciller Kohl, el
menos apropiado quizás para realizar un acto revolucionario, quien tuvo que
consumar la revolución mediante la reunificación.
Sin ninguna patología, casi
administrativamente, Alemania volvió a la normalidad y comenzó a ser una nación
con un sólo Estado. Como debe ser toda nación.
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