MOISÉS NAÍM 11 OCT 2014
Pocos creen en la honestidad de los
políticos, y los partidos ya no son el hogar de los idealistas
Toda la política es local”. Esta
afirmación del congresista estadounidense Tip O’Neill sintetiza el hecho de
que, con frecuencia, lo que más interesa a los votantes es que los políticos
les alivien sus problemas más inmediatos. Según esto, los gobernantes que se
concentran en grandes asuntos nacionales o internacionales compiten en
desventaja contra rivales que se ocupan de los problemas más concretos de los
electores.
Desde hace un tiempo, sin embargo, la
política local se ha globalizado. No es que a los votantes ya no les interese
que les tapen los huecos en las calles de su barrio, que la basura sea
recogida, las escuelas mejoradas, o el crimen combatido. Ahora, estas
expectativas muy locales se combinan con inquietudes, desencantos y enfados que
trascienden los problemas inmediatos. La corrupción, la desigualdad económica o
la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo son solo tres ejemplos
de las preocupaciones que se han vuelto más comunes y más globales.
Es sorprendente ver cómo en países tan
diferentes como India, Reino Unido, Indonesia, Francia, Sudáfrica, Brasil o
Hungría, la conversación nacional es muy parecida. Además, en todos ellos,
propuestas y personalidades políticas que antes eran marginales hoy son
centrales. Y cómo las grandes maquinarias políticas de siempre están a la
defensiva frente a votantes indignados y a nuevas organizaciones que los
desafían. El ejemplo más reciente es Hong Kong.
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La antipolítica.
“¡Que se vayan todos!” es un deseo vehementemente expresado en las
manifestaciones que periódicamente brotan en las calles de Buenos Aires, Roma,
Lagos o Washington. Pocos creen en la honestidad o el altruismo de los
políticos, y los partidos ya no son el hogar natural de los idealistas. No
obstante, hay países —por ejemplo EE UU, Alemania, Brasil, Corea del Sur,
México, Japón— en los que las maquinarias políticas tradicionales tienen
todavía mucho poder. Pero el caso de Italia o de Venezuela, donde poderosos
partidos históricos han sido borrados del mapa, es aleccionador: sin llegar a
estos extremos, en muchos países los partidos están enfrentando nuevos y
sorprendentes rivales. El ascenso del Tea Party en Estados Unidos, el Partido
del Hombre Común (AAP) en India, UKIP en Reino Unido o el Frente Nacional en
Francia son buenos ejemplos de lo que vendrá, o ya está aquí.
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El populismo. Este es
uno los antídotos que partidos y líderes políticos utilizan para protegerse de
la antipolítica. Motivar a los electores enalteciendo las virtudes del pueblo y
denunciando las élites corruptas y depredadoras que causan las adversidades de
la sufrida nación es una estrategia muy antigua. Y funciona. Rindió grandes
dividendos políticos a los coroneles Perón, Chávez y Putin, por ejemplo. Sus
prácticas son conocidas: prometerle al pueblo lo que le gusta oír, aunque sea
imposible o irresponsable cumplir esas promesas. Y los resultados del populismo
también son conocidos: alta popularidad temporal del caudillo y daños
permanentes a la economía del país. Y el surgimiento de una nueva élite tanto o
más corrupta que la anterior.
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El nacionalismo.
Azuzar las pasiones nacionalistas que siempre están a flor de piel también da
resultados. El 87% de popularidad de Vladímir Putin entre los rusos se debe a
que no se limitó a dar discursos sobre la necesidad de recuperar la grandeza de
Rusia sino que invadió Crimea y amenaza con tomarse el este de Ucrania. Acusar
al enemigo externo de los males del país es también un truco común. Además,
para los virtuosos del nacionalismo los enemigos externos no son solo otros
países y sus Ejércitos. También lo son los inmigrantes irregulares o los
trabajadores asiáticos cuyos bajos salarios, dicen, “destruyen buenos empleos”
en Europa o EE UU. O las invasiones culturales que, aseguran, “corroen los
valores de la nación” y “contagian al pueblo de consumismo, libertinaje y
secularismo”. Esta narrativa política también se ha globalizado y, de Uganda a
Turquía, la vemos con diferencias en muchos países.
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¿Por qué? El
desempleo, la caída de los ingresos y el freno a la movilidad social de las mayorías
son fuente de grandes frustraciones populares en los países más ricos. La
incapacidad del Estado para satisfacer las crecientes demandas de servicios
públicos agita los ánimos de las nuevas clases medias en los países emergentes.
La globalización es percibida como una amenaza. La corrupción, artimañas e
hipocresía de los poderosos son ahora más difíciles de ocultar gracias a las
nuevas tecnologías de comunicación e información. Las injusticias y la
creciente desigualdad son ahora más visibles. La competencia política no se
basa en contrastar ideas sino en destruir la reputación del contrincante. La
polarización del debate, la crispación y la dificultad de los líderes políticos
para lograr acuerdos nutren la alienación política de la gente.
Gobiernos paralizados y partidos
políticos estancados siguen sin dar respuestas creíbles a las nuevas demandas
de unas sociedades en efervescencia, que están cambiando a una velocidad
inalcanzable para quienes operan con ideas del pasado.
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