Alberto Barrera
Tyszka 30de enero de 2015
Son,
más bien, dos países. Dos maneras de ser venezolano hoy en día. Dos formas de
estar y de vivir el país. Nicolás Maduro, probablemente sin proponérselo,
quizás sin siquiera darse cuenta, nos ha regalado esta semana una imagen
perfecta de este proceso. Hay un presidente que, con su amplia comitiva, danza
por los cielos del planeta, a su antojo y sin controles, yendo de aquí para
allá y de allá para acullá, como si estuviera de sabático, en plan de nuevo
rico, como si pudiera resolver la emergencia del país con un crucero
internacional. Ese es su modelo. Del otro lado, solo hay una cola. Una cola que
no avanza. Una cola infinita donde viajamos la mayoría de los venezolanos. Una
cola para comprar comida y productos de limpieza, una cola para encontrar
medicinas, una cola para conseguir un cupo en un hospital, una cola para
adquirir la batería del carro… Dice el gobierno que hay dos modelos. No es
cierto. Solo hay uno. Un modelo que te permite vivir oficialmente en el aire,
mientras los demás estamos en cola, esperando que un oficial nos escriba un
número en el brazo.
Mientras
había dinero, la revolución era una fiesta. Les resultó vistoso y divertido el
juego de quitar y poner, expropiar, repartir y controlar, destruirlo todo
porque todo era viejo y malo, nada servía. Siempre había más billete para soñar
el futuro. Pero ahora las monedas comienzan a faltar y se acaba la parranda. La
escasez se extiende hasta el discurso: los anaqueles de argumentos del gobierno
están vacíos. Solo les queda la vieja lata de la guerra económica que ya nadie
quiere consumir. El modelo está en crisis. Ese es el único problema. Su
verdadera ideología era el precio del barril. Sin dinero, el socialismo del
siglo XXI se transforma velozmente en una sociedad caníbal.
Pero
los poderosos no desean separarse de su modelo porque vivir en su modelo es muy
sabroso. Puedes, por ejemplo, habitar en La Casona sin ser presidente y
saltándote todas las formalidades. Puedes disfrutar de su lujo, de su piscina y
de su sala de cine privada. Puedes gozar de la mayor seguridad y del mejor
confort sin que nunca te falte nada. Pero, además, puedes también salir todos
los días en la televisión, regañando a los demás, diciendo qué se debe hacer,
carajeando a tus adversarios y ofreciéndole cárcel a quien te dé la gana. Es un
modelo que disfrutan pocos, muy pocos. La mayoría de los venezolanos quedamos
fuera. Somos quince y último. Somos solo un ¡ay! que no hay. Una realidad que ya
no sale en la televisión ni en muchos periódicos. La mayoría somos un país que
no tiene permiso de ser noticia.
La
crisis desbarata la propaganda, ablanda los extremos, disuelve la polarización
política. Y va dejando cada vez más claras las verdaderas diferencias entre la
Venezuela de los oligarcas, donde nunca hay que rendir cuentas, donde puedes
desaparecer 20.000 millones de dólares y no dar jamás una explicación a nadie,
y la otra Venezuela, donde todos estamos obligados a hacer filas, con evidencias
en la mano, para demostrarle al Estado dónde y cómo se han gastado los dólares
asignados para viajes o para estudios en el exterior. Es el modelo en el que
los poderosos siempre son inocentes por decreto y la mayoría siempre es
sospechosa por naturaleza.
No
hay dos modelos. Hay uno solo. El modelo de la cúpula, de la nueva casta
militar y política. El modelo que considera inadmisible cualquier protesta, que
establece que cualquier disidencia es una rebelión. El modelo que pretende
reinventar la censura y la represión como valores libertarios. Es el modelo que
tratan de imponer, a toda costa, de cualquier manera, aun en medio de la
crisis. Del otro lado, cada vez hay más pueblo, defendiéndose, de cualquier
manera, a toda costa, aun en medio de la crisis.
Hay
un modelo y dos países. El país donde puede aparecer la foto de Nicolás Maduro,
mirando el mar de Argelia; y el país donde encarcelan a cualquiera que se
atreva a usar su teléfono para tomar una foto de nuestro mar bolivariano de la
felicidad.
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