Por José Domingo Blanco, 02/10/2015
En medio del bullicio que impera en el lugar donde me encuentro,
destaca una mujer. Sobresale, no solo porque es alta. Descuella porque, aun
cuando viste ropa deportiva y está sin maquillaje ni poses, irradia elegancia.
Un garbo natural que brota en los modales que derrocha cuando toma el café,
cuando habla, cuando comenta la situación del país y describe la realidad
actual de su negocio.
Asegura que se adapta a los cambios. Intenta acostumbrarse a las nuevas
conductas de sus novísimos clientes; sin embargo, lamenta –en una mezcla de
añoranza y decepción- los años cuando su tienda servía de punto de encuentro y
reunión de gente cortés. De eso no hace tanto tiempo, comenta; pero, asegura
que, la de hoy, es una Caracas que ya no reconoce. Extraña a esas antiguas
clientas, las de siempre, las habituales, las de antes, las que por diversos
motivos, ya no viven en el país. Esas, sus clientas educadas, no necesariamente
adineradas. No; porque según ella, el problema que ve hoy no es el dinero. Hay
demasiado billete circulando en las calles. El problema, afirma, es la falta de
educación –la falta de modales, formación, instrucción, buen comportamiento,
roce, decencia y cultura- de quien lo ostenta… o lo derrocha.
No es la primera vez que oigo ese comentario. La escucho y hago un
repaso silencioso de los lugares que últimamente he visitado, donde he visto
conductas similares a la que ella describe Sí, eso es lo que estamos viendo
cada vez con más frecuencia: gente con mucho –pero, mucho, mucho dinero- sin
una pizca de educación. Gente que abre sus morrales o carteras y saca un fajo
de billetes para pagar una prenda cuya etiqueta luce, mínimo, cuatro ceros a la
derecha. Gente muy humilde que llega en autobús o mototaxi a esas tiendas; pero
con la capacidad y la “fuerza” para invertir, en una sola factura, lo que para
un profesor universitario representarían más de 20 quincenas. El país de las
distorsiones.
Chávez empoderó al pueblo. Es la otra reflexión que me viene a la
mente. Chávez justificó que el pobre robara si tenía hambre. Chávez expropió
para entregarle lo confiscado al pueblo. Pero, no lo capacitó antes de
otorgarle tan importante rol económico y social. No los prepararon para asumir
con responsabilidad sus nuevos modus vivendi. Esta situación actual –esta
distorsión- no es más que las consecuencias de la aplicación de las políticas
populistas y la ideología de Chávez. El difunto presidente se conectó con los
excluidos, entre otras cosas, gracias a su chabacanería y su lenguaje soez. Es
de suponer que el ideal de cualquier líder es distribuir bienestar sin
distingos. Procurar que las riquezas de una nación sean entregadas en igualdad
de condiciones. Involucrando en la repartición de superávit a los olvidados de
siempre. Pero, hubo unos pasos que este régimen se saltó a la ligera.
Una sociedad desarrollada es sin duda aquella en donde todos tienen las
mismas oportunidades de crecimiento, acorde a sus capacidades, méritos y
competencias. Solo que a Chávez – y a todo lo que encierra el chavismo y su herencia-
se le olvidó que a la gente, antes de empoderarla, hay que educarla. Enseñarla
a conducir y conducirse ante los retos que le podrán a prueba.
Cuando yo era muy joven, al finalizar tercer año de bachillerato, tuve
la suerte de hacer una pasantía en una de las magníficas empresas del grupo
Mendoza: Venepal –una de las compañías de pulpa y papel más prestigiosas de
América Latina. La planta estaba en Morón, antes de Tucacas. Una de las cosas
que más recuerdo era que todo allí era perfecto. Y no la simple sensación de
que todo era perfecto. El modelo de negocio era exitoso. Los empleados se
regían por un manual de procedimientos. Obreros y gerentes asumían sus labores
con absoluta identificación con la empresa. En la entrada de los campamentos,
donde se ubicaban las viviendas de los trabajadores, había vallas con las
normas de convivencia, que todos respetábamos. Una única escuela donde podían
ir los hijos de todos los empleados. Un comedor amplio donde almorzaban juntos,
en la misma mesa, desde el ingeniero de más alto rango hasta el obrero de botas
de hule y manos con huellas de tinta. Venepal era el modelo de la sociedad
perfecta porque, además, la empresa les ofrecía a sus empleados un abanico de
oportunidades para que lograran aumentar su calidad de vida a través de planes
de estudio y becas. Allí el obrero entendía que superándose –académica y
profesionalmente- podía lograr ascensos e incluso alcanzar niveles gerenciales.
El obrero aprendía que su trabajo, bien hecho, le permitiría obtener nuevas oportunidades
de desarrollo y crecimiento dentro de Venepal. Una empresa que fomentaba la
meritocracia, que bonificaba el éxito en el desempeño, que premiaba al empleado
destacado. Una empresa que desarrollaba planes de carrera.
¿Por qué les cuento esta historia? Porque de pronto Venepal –y todas
las otras corporaciones que como ésta aplicaron modelos de negocios exitosos-
es el ejemplo de lo que un visionario, un líder, un buen gerente puede lograr
cuando no regala, sino estimula y enseña. Cuando “empodera” en la medida en que
el empleado, a punta de méritos, alcanza metas y demuestra comprobadas
destrezas. Es el ejemplo de lo que pasa en Venezuela cuando se educa
correctamente al desposeído y se le prepara, adecuadamente, para el momento en
que le corresponda asumir riquezas. Es el ejemplo de lo que puede pasar cuando
a la sociedad se la estimula a labrar sus propias riquezas… con mucha
formación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico