Por Vladimiro Mujica, 20/11/2015
Las traducciones están frecuentemente llenas de trampas y el título de
un libro de David Brooks called Bobos in Paradise: The New Upper Class and How
They Got There, publicado el año 2000 en los Estados Unidos no es una
excepción.
La palabra BOBO en el contexto de este libro está muy lejos de tener el
significado que tiene en el español que se habla en Venezuela. En su lugar es
un contracción de dos palabras inglesas: BOurgeois y BOhemian. Un BOBO es pues
alguien que ha alcanzado niveles considerables de afluencia económica y que
puede abrazar las causas que normalmente se asocian con el mundo de los
placeres y gustos sofisticados. En términos de sociología urbana vendrían a ser
una especie de mezcla despreocupada y egocéntrica de individuo exitoso y
epicúreo, heredero simultáneamente de los yuppies y los hippies.
El asunto viene a colación en un contexto terrible y siniestro. Los
recientes atentados del Daesh (IS) en París ocurrieron en una zona que mucha
gente parece asociar con el dominio de los Bobos, restaurantes, salas de baile,
antiguos barrios obreros convertidos en zonas trendy. De acuerdo a la
conjetura que he visto reflejada en varios medios de comunicación y en las
inefables redes sociales. los ataques de la barbarie fundamentalista se
centraron en una zona con elevada presencia de sus enemigos jurados: hombres y
mujeres de pensamiento liberal y conducta reñida con la Sharia, la ley
fundamentalista islámica. Debo quizás apresurarme a indicar que en esa ciudad
adorable que es París, la zona de los atentados, alrededor de la Plaza de la
República, es una que yo conozco muy bien, y creo que ni yo ni mis amigos
profesores y estudiantes de doctorado en esa ciudad calificamos para Bobos. Lo
mismo se puede afirmar del colectivo de gente que asistía a un partido de
fútbol en el Estadio de Francia, otro de los escenarios de los atentados del
viernes 13N. Este público estaba compuesto de gente muy variada y la
competencia deportiva en sí misma era más bien un ejemplo de integración racial
y cultural en el medio francés.
La hipótesis del ataque al dominio de los Bobos no tiene mejor
fundamento que el pensar de los atentados como producto de una guerra entre la
civilización judeo-cristiana y la civilización musulmana. La verdad del asunto
es que probablemente ninguna de las explicaciones parciales, y con frecuencia
simplistas y cargadas de ignorancia y prejuicios, nos permiten tener los
elementos adecuados para entender las dimensiones e implicaciones de una
guerra, como sin titubeos la calificó el presidente francés Hollande. Yo estoy
convencido de que estamos en una guerra, pero la pregunta que se desprende de
esta afirmación es tan importante como la afirmación misma: ¿Una guerra entre
quiénes y contra qué?
Un primer elemento a comprender sin ambages es que, en el mejor de los
casos, Daesh intenta reivindicar un califato que atiende solamente a una parte
de los musulmanes, los sunitas, y de estos solamente una fracción se ha
expresado como representados por IS. La peor respuesta a quienes pretenden
sembrar el terror en el corazón de occidente es reaccionar con pánico y
prejuicios, identificando a todos los musulmanes con los terroristas. Lo
increíblemente paradójico de esta reacción es que al ejercerla probablemente se
cumpliría el objetivo último de Daesh: lanzar a occidente en una cacería de
brujas y de xenofobia contra los musulmanes, creando así un espíritu de cuerpo
y de resentimiento que entregaría aún más adeptos y discípulos a las escuelas
de bombistas suicidas cuyo “martirio” arrastrando consigo las vidas de gente
común, estremece la conciencia del mundo civilizado: judeo-cristiano o
musulmán.
Otro elemento de gran importancia es entender que el conflicto tiene
poco que ver con la intolerancia y xenofobia que existe en muchos países
occidentales hacia los musulmanes. Ningún gesto bien intencionado, a los cuales
son muy dados los pacifistas a ultranzas, va a desarticular el esfuerzo de
destrucción del IS. En cuanto a mí se refiere, el multiculturalismo y la
tolerancia no pueden estar reñidos con la ley y el estado de derecho en las
sociedades de acogida de los inmigrantes, sin importar quienes sean. Si en una
determinada época la inmigración se hace masiva y se impone enseñar en otra
lengua en las escuelas, esto debe ser un arreglo interno de cada sociedad.
Pretender que los humoristas en Holanda y Francia se dieron su propia sentencia
de muerte por escribir o hacer caricaturas acerca del Profeta Mahoma es desconocer
que la ley de esos países no permite tales limitaciones y que abogar a favor de
la Sharia en este tema o en el trato con las mujeres es una entrega ingenua, y
quizás cobarde, de los valores de nuestra civilización. Pero más allá de todas
estas consideraciones está el hecho de que los terroristas no buscan atenuar
los conflictos sino exacerbarlos. Así que la ingenuidad con esta gente puede
resultar muy cara.
He insistido en que la nuestra es una civilización esencialmente
judeo-cristiana y no solamente cristiana. Esto tiene que ver con otro aspecto
de la doble moral de mucha gente sobre el tema del terrorismo.
Inconscientemente parece operar una mayor permisividad sobre el tema si el
ataque es sobre objetivos judíos o sobre Israel. Se desconoce con ello el
inmenso aporte que los judíos han tenido a nuestra cultura, ciencia e
identidad, y, al mismo tiempo el rol crucial que juega Israel como primera
trinchera de enfrentamiento contra la barbarie fundamentalista. Esta afirmación
por supuesto no pretende excusar ni disminuir la importancia de los errores y
carencias del gobierno israelí, pero sitúa estas carencias en el mismo grado de
valor relativo de las que aquejan a los gobiernos de Francia y los Estados
Unidos, por citar dos ejemplos.
Ello nos lleva a un punto muy importante de la reflexión sobre contra
quienes estamos en guerra. Sin duda que contra una rama corrosiva y letal del
fundamentalismo islámico que opera sin una nación detrás, como un enemigo
invasivo al que hay que combatir con la fuerza militar de una operación de
guerra profundamente no convencional. Pero esto no va a ser suficiente sino se
desmantela la base política y social de resentimiento y de pérdida de identidad
de la cual se nutre IS para reclutar sus soldados. Occidente debe reaccionar
con fuerza militar y con fuerza política, para aliarse con los sectores
moderados del mundo musulmán. Ello supone asumir las consecuencias de los
errores de nuestros gobiernos.
Cuando se invadió Irak en un engaño de dimensiones planetarias,
supuestamente para acabar con las armas de destrucción masiva, en realidad para
asumir el control del crudo y el negocio de la reconstrucción, se desmanteló al
ejército. El mismo ejército del cual han salido una buena parte de los altos
mandos de Daesh. Cuando se invadió Afganistán en la lucha contra Al Qaeda y los
talibanes, no se cumplió la misión estabilizadora de la sociedad. Lo mismo se
puede decir de Siria, o de Libia. Se salió de dictaduras para descubrir que el
caos era peor porque en él crecía el enemigo invisible que hoy nos aterroriza.
La lucha es pues también por restaurar la ética en el ejercicio de la política,
para que no tengamos que lamentar que una organización del horror como Daesh,
se aproveche de todas y cada una de nuestras debilidades y avaricias como
sociedad. El paraíso de los Bobos sigue intacto, pero quizás el horror nos
lleve finalmente a aprender que la paz tiene un precio en nuestras propias
conductas ciudadanas y las de nuestros gobiernos. O en la ausencia de ellas.
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