Por Gustavo L. Moreno Valery, 13/11/2015
En estos días que se acerca un proceso electoral tan importante como es
el del próximo 6D, recordaba a un querido amigo que cada vez que le toca votar
se pone un tapaboca, de esos que venden en la farmacia, en señal de protesta
por verse obligado a darle su voto a una oposición “mala” en contra de un
gobierno “nefasto”. Este gesto algo tragicómico está cargado de significado
pues resume lo que muchos de nosotros sentimos durante los distintos procesos
electorales en los que hemos participado los últimos años: tener que votar por
gente que no nos gusta solamente porque se opone a un gobierno que ha sido
peor. La polarización en la que estamos metidos desde hace tanto tiempo,
convierte a los procesos electorales en particular, y la política en general,
en una batalla épica entre buenos y malos. Para el gobierno Dios ungió a su
hijo Hugo Chávez para liberar la batalla contra los demonios contemporáneos
encarnados en el imperio, la burguesía y el capitalismo; para algunos de la
oposición, en un momento el ungido fue Henrique Capriles, luego Leopoldo López
quien se inmoló por su patria. El primero demostró en las elecciones de abril
que no era el “elegido”, pasando ser el Juan Bautista que le abre el camino al
segundo. En fin, muchas interpretaciones, muchas posiciones, pero en la mayoría
de ellas uno siente que nuestras luchas políticas terminan siendo una maraña de
prejuicios, caudillismos, religiosidad, personalismo, etc.
Si bien en toda democracia se busca lo “bueno” y se evita lo que
consideramos “malo”, la radicalización maniquea del discurso político se
convierte no solo en una bomba de tiempo para la democracia, sino también para
la política misma. Hay muchas razones que evidencian este peligro, por ahora
señalaré dos:
Militancia sin propuesta. Como la polarización radical no admite
argumentos, pues estamos en la lucha entre el bien y el mal, simplemente ser
militante de uno u otro lado, es suficiente para hacerlo merecedor del voto de
quienes miran su opción como “los buenos”. Así vemos que para el gobierno no
importan las colas, no importa la quiebra del país, la delincuencia, etc., lo
que importa es la lealtad del voto porque ellos son los “superamigos” que
luchan contra “el mal”. En la oposición podemos ver casos similares, no importa
que tan bien o tan mal haya cumplido con su responsabilidad de diputado o de
alcalde o de gobernador, lo importante es que si no le damos nuestro voto, el
chavismo toma ese espacio. En este escenario la evaluación de la gestión de
quien ocupa un cargo de elección popular no tiene peso sobre la decisión de
volver a elegirlo o simplemente de volver a postularse; tampoco el debate
público tiene importancia, lo realmente importante es que dicho candidato es
“de los buenos”. La democracia como deliberación de los asuntos públicos, como
rendición de cuentas para el ejercicio del poder, como posibilidad para
alcanzar el bien común, la convivencia pacífica, la solución de problemas,
etc., queda totalmente desdibujada.
La tentación de la abstención. Al desdibujarse la democracia de la
manera que se plantea en el párrafo anterior, todos aquellos que reconocen el
vacío de propuestas en ambos bandos se ven tentados a desconocer el sufragio
como camino para la toma de decisiones democráticas, para la solución pacífica
de conflictos, para la construcción de acuerdos de gobernabilidad, etc. Unos
sencillamente se desentienden y no acuden a votar porque “no me interesa la
política”, “votar no sirve de nada”, “todos son lo mismo”; otros apuestan por
salidas violentas, no institucionales, radicales, etc. En ambos extremos, tanto
la democracia como la política terminan deslegitimadas, pues siguiendo a Robert
Dahl “la democracia se define por su carácter de competencia abierta a la
participación”[1], en dos platos: si no participamos no hay
democracia.
Estos dos aspectos, que en nuestro caso terminan siendo algo
justificados por la importante tradición caudillista que ha marcado nuestra
vida republicana, por cierto sentido “mesiánico” que históricamente le
atribuimos a los políticos, constituyen, a mi entender, uno de los retos más
profundos con los que hoy nos enfrentamos. Votar el próximo 6 de diciembre es
una clara forma de resistencia ciudadana ante la desinstitucionalización del
país. Que desconfiamos del CNE, sí. Que las condiciones son injustas, también.
Pero, más allá de los resultados, que por supuesto son muy importantes para el
cambio que se quiere, sufragar es decirle una y otra vez que sí a la
institucionalidad, con terquedad, con aplomo, sin miedo. Es como el porfiado
que vuelve una y otra vez a su posición por más que lo intenten tumbar; seamos
porfiados en acto de votar, porque en esta terquedad vehemente de votar una y
otra vez, nos resistimos a la barbarie que implica la muerte de las
instituciones y de la democracia.
En la política no hay santos ni estampitas. La lógica civil no debe ser
asumida como si se tratara de una religión más. Son narrativas diferentes,
argumentos diferentes, dimensiones diferentes del quehacer humano. La lógica
religiosa debe ser desterrada de la lógica civil, porque en la segunda no hay
verdades reveladas, no hay infierno ni cielo, ni santos ni mesías; lo que hay
son grupos diversos, intereses diversos, acuerdos de convivencia, opciones de
vida buena, etc., y todos tenemos el derecho de convivir e incluirnos
socialmente. Para ello están las instituciones que son las columnas de la
democracia.
Finalmente, frente a las condiciones electorales injustas y que generan
desconfianza, la respuesta a la pregunta si debemos votar, para mí sigue siendo
la misma: yo voto porque me resisto a ceder mi derecho y con ello, a debilitar
aun más la institucionalidad. Frente al desencanto por las opciones que se van
a medir, me resisto a la tentación de pensar que voy a elegir santos, voy a
elegir gente que comete errores, que por momentos ha puesto la torta, pero que
suponen una esperanza para abrir espacios que permitan reconstruir la
institucionalidad democrática y refundar el debate político y la deliberación,
porque “cuanto mayor sea el debate público, conduce a cierta convergencia,
nunca completa pero que, mediante un acuerdo compartido, por encima de los
disentimientos e intereses diversos en conflicto, garantiza la gobernabilidad
del sistema”[2]
Resistamos votando; aunque dudemos, votemos; una y otra vez, votemos…
esa es la invitación, pero al final, usted decide.
___________________________________
[1] Robert Dahl, Polyarchy: Participatión and opposition. New Haven, Connecticut, Yale University Press, 1971;
citado por Marta De La Vega, Modernización y Democracia en América Latina desde
la perspectiva de la Razón Comunicativa de Habermas. Caracas, UCAB, 2014, p.127
[2] Marta De La Vega, Modernización y Democracia en
América Latina desde la perspectiva de la Razón Comunicativa de Habermas.
Caracas, UCAB, 2014, p.131
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