Por Carlos Torres Viera
Me faltaban dos días
para tomar vacaciones. Había preparado todo para asistir a una conferencia en
Europa, pero fue cancelada por la pandemia. La vacación sería en casa y me
serviría para tomar un descanso. Ese jueves empezó la tos. Leve y esporádica.
La atribuí a mi condición de asmático y al comienzo de la primavera. Me pasa
todos los años. Lo inusual en este caso era la sensación de agotamiento, pero
la justificaba con el ritmo de actividad que había llevado en el hospital
durante las últimas cuatro semanas. Mi jornada empezaba a las cinco de la
mañana, siendo unos de los primeros médicos que llegaba a diario al hospital a
pasar revista en unos 35-40 pacientes, la mayoría enfermos de COVID-19.
No hubo fiebre ni otro
síntoma reconocible en esos primeros días. Así que pensaba que terminaría y ya
podría descansar. El sábado en la mañana apareció una fiebre de 38.5 grados
centígrados. Comenzó un malestar general con dolor de cabeza y algo de dolores
musculares. No había mucho campo para la duda. Lo había visto muchas veces:
esto era COVID-19 hasta que se probara lo contrario.
Contacté a la enfermera
a cargo del área de control de infecciones para coordinar mi ida a la
emergencia del hospital con el fin de hacerme la prueba de PCR y así
diagnosticar la enfermedad. Manejé solo al hospital y seguí el protocolo
indicado: me registré en un área especialmente dedicada para ello, usé
mascarilla de protección y advertí que venía porque sospechaba que tenía
síntomas de COVID-19. Esperé en unas sillas ubicadas para mantener el
distanciamiento de dos metros entre pacientes. Solo había un empleado del
hospital sentado a diez metros de mí. La interacción con personas era mínima.
El proceso de registro se hizo por teléfono. La atención fue apropiada, y el
personal solamente era reconocible por mi previo conocimiento de ellos y por
dar su nombre al presentarse.
Me hicieron pasar a la
tienda de evaluación, una tienda de campaña externa que hacía de preámbulo a la
emergencia. Era la primera parada antes de ir más allá, si uno estaba lo
suficientemente enfermo. Me tomaron los signos vitales. No había fiebre.
Saturación de oxígeno: 98 %. Pulso sin problemas. Frecuencia respiratoria
normal. Auscultación sin hallazgos aparentes. Ahora vendría la prueba. Estaba
de suerte: el hospital acababa de adquirir un sistema de prueba rápida de PCR y
no debía esperar que fuera enviada a un laboratorio comercial, por el que
hubiera tenido que esperar el resultado entre tres y siete días, dependiendo de
la demanda del mercado. El resultado estaría disponible en 30 minutos.
“Relájese. Baje la
mascarilla por debajo de la nariz. Vamos a tomar la muestra. Respire profundo
dos veces”. El enfermero procedió a introducir el hisopo muy delgado y flexible
con una punta con material esponjoso a través de la fosa nasal derecha hasta
encontrar la resistencia de la pared de la faringe. Repitió el procedimiento en
la izquierda. Nada doloroso, pero ciertamente incómodo. Me dieron ganas de toser
pero me contuve. “Cúbrase con la mascarilla otra vez”. Me hicieron rayos X de
tórax con un equipo portátil. “Afortunadamente está limpia. No hay infiltrados.
Ya la revisó el radiólogo”, me dijo el médico.
Esperé en las sillas
iniciales por el resultado de la muestra. Aprecié mejor el ambiente y traté de
distraerme. Ya está caliente en Miami. Se siente. También húmedo. A lo mejor no
es COVID-19 sino otra virosis.
“El día está bonito.
Cómo pudo pasarme esto a mi, seguro que es COVID. Pero dicen que va a llover,
de hecho hay unos nubarrones a la distancia. Se lo habré contagiado a alguien
más?. Allí viene una ambulancia. Los enfermeros están bien protegidos y el
paciente luce que tiene un proceso respiratorio. Me sale quedarme en el cuarto
aislado de ahora en adelante. Espero que nadie en la familia muestre síntomas.
Tengo que avisar a mi equipo de trabajo. Esto cambia el esquema de cobertura si
en realidad es COVID. Qué bien, los enfermeros están tomándose su tiempo en
desinfectar apropiadamente la camilla después de dejar al paciente. Ojala no
sea COVID. Ahí viene el médico. Empezó a llover”.
¿Temor? ¿Culpa?
¿Reproche? Todas las anteriores. Fueron esas las sensaciones que experimenté al
oír de boca del médico de emergencias que la prueba era positiva.
Área de evaluación de
pacientes sospechosos de COVID 19. Foto Carlos Torres Viera.
El diagnóstico no me
sorprendió, pero temí por lo que venía. Había visto un enorme número de
pacientes que lenta e inexorablemente avanzaban en el curso de los diez
primeros días hacia una dificultad respiratoria progresiva. A tener síntomas
permanentes: fiebre, anorexia, malestar, tos y dificultad para respirar. Eso,
la dificultad para respirar, es lo que da más miedo.
Recordé a Juan, uno de
mis primeros pacientes de COVID-19. Tenía 43 años de edad y sin enfermedad
previa. Presentó síntomas doce días antes de conocerlo y había consultado en
dos emergencias, en dos oportunidades diferentes, para evaluar sus síntomas. En
una le dijeron que posiblemente era influenza y le prescribieron Tamiflu. Como
no lucía muy afectado y no tenía compromiso respiratorio, lo enviaron a casa.
En la segunda sospecharon la presencia de COVID-19, pero en aquel momento era
casi imposible hacer pruebas específicas de diagnóstico.
Estable desde el punto
de vista respiratorio, le hicieron una placa de tórax que no mostró
infiltrados, y con mucha frustración para él fue enviado nuevamente a casa.
Cuatro días después ingresó con dificultad respiratoria importante durante los
primeros días de la epidemia en Miami. Pasaron 72 horas para obtener las
pruebas confirmatorias. Recibió tratamiento con hidroxicloroquina y
azitromicina. A pesar de ello desarrolló rápidamente una insuficiencia
respiratoria. Su cara era de angustia, de pedido de ayuda. También recuerdo su
resignación cuando le dijimos que tendríamos que intubar y ponerlo a respirar
con una máquina. No recibió Remdesivir, esa droga que ahora se ha convertido de
facto en el estándar de cuidados en los Estados Unidos, basado en un estudio
que casi nadie conoce, porque el dia anterior Gilead, la compañía que produce
el medicamento, había suspendido su uso compasional excepto en mujeres
embarazadas y menores de 18 años con enfermedad severa. La única forma de
recibirlo era a través de un estudio aleatorio del cual no formábamos parte y
que estaba limitado a pocos centros de investigación en los Estados Unidos y
Europa. Lo que sale en la noticias no está realmente disponible para todos.
Recibió Tocilizumab, plasma de paciente convaleciente y esteroides.
Juan estuvo largo
tiempo intubado en una cama especial llamada rotopron, la cual voltea al
paciente boca abajo para facilitar la ventilación y disminuir la falta de
oxígeno. Más de un mes después de su ingreso, ya fuera de la ventilación
mecánica, todavía permanece en el hospital, ahora lidiando con las
complicaciones del tratamiento.
Por supuesto, él no es
el único ejemplo ni es de los que ha corrido con la peor de las suertes. La
lista es larga. Para ser sincero, teniendo una práctica fundamentalmente hospitalaria,
no tendemos a ver casos leves, aunque sabemos que son la mayoría. Estos se
quedan en sus casas, en parte porque así los hemos instruidos a hacerlo.
Nuestra visión está sesgada hacia casos severos, algunos fatales, y en ello
tendemos a concentrarnos durante los primeros minutos y horas.
El 80% de los pacientes
con COVID-19 tiene un curso benigno. Pero la realidad es que inicialmente el
pesimismo reina (por lo menos así fue en mi caso), porque a fin y al cabo no
sabemos en qué lado de las probabilidades vamos a caer. El optimismo se lo
reservan todos los que están a nuestro alrededor: familiares, amigos, colegas.
Ninguno se permite aflorar pensamientos fatalistas.
Culpa y reproche fueron
otros sentimientos tempranos. Culpa y reproche por haber permitido infectarme.
Obviamente, en algo había fallado. Alguna mano no bien higienizada, tocar algún
botón de ascensor, llevarme la mano a la cara, no haber limpiado correctamente
el área de trabajo alrededor de la computadora en el hospital, y un sinfín de posibilidades.
Aun siendo factible, no creo que me haya infectado fuera del hospital (mi
rutina ha sido de la casa al hospital y viceversa) o en casa, donde nadie ha
manifestado enfermedad y han cumplido la cuarentena.
Nada resalta. No ha
habido déficit de equipo de protección personal y no recuerdo haber fallado en
su uso. Usé mascarilla para todas las actividades e interacciones en el
hospital desde mucho antes de que fuera oficialmente recomendado en la mayoría
de los hospitales de Estados Unidos. ¿La adquirí a partir de un sanitarista o
de un paciente asintomático? Al final entendemos que es tan fácil tener un
descuido que solo nos queda como respuesta redoblar los cuidados en futuras
oportunidades.
Unidad de terapia
intensiva en tiempos de COVID-19. Foto Carlos Torres Viera.
La enfermedad no
era severa, así que regresé a casa del mismo modo que se lo hemos aconsejado a
muchos pacientes. Como se lo recomendaron a Juan. Me correspondió asilarme en
un cuarto con solo pequeñas caminatas por el jardín a solas. Al principio de la
enfermedad, aunque tedioso, no es problemático. Después de todo, la enfermedad
con su debilidad extrema te obliga a permanecer en cama para ahorrar energía y
así poder lidiar con ella.
Lo problemático del
aislamiento es el tiempo. Empiezas a valorar la interacción social. Te hace
falta hablar con quienes usualmente poco hablabas. Por supuesto, los pacientes
en el hospital viven la enfermedad de una forma más crítica. Ya es terrible
estar hospitalizado por cualquier razón, fuera del hogar, incómodo, siendo
levantado a cualquier hora para las “rutinas del hospital”, como tomar los
signos vitales (presión arterial, pulso, frecuencia respiratoria y
temperatura), o para cumplir con el protocolo “antes de entregar la guardia”,
no solo de medicamentos sino a veces hasta de bañado en horas tempranas de la
mañana.
Si a ello agregamos la
soledad del cuarto, la imposibilidad de salir incluso al pasillo, la
prohibición de visitas mientras dure la enfermedad (a veces 7-14 días o más), y
la interacción sólo con agentes enmascarados, la hospitalización toma un tono
carcelario y psiquiátrico, empeorado en algunos casos por el curso de una
enfermedad progresiva y severa de la que te preguntas si existe alguna opción
real de salir vivo.
Despertaba temprano
para ver el amanecer y sentir los primeros rayos solares en el jardín. Luego
regresaba al encierro. Aunque mejores, debes permanecer en cuarentena, y se
hace menos soportable minuto a minuto. Interactuaba solo con mi esposa, con
mascarilla. Recogía la comida a la entrada del cuarto. Por una semana solo me
provocaba sopa, a pesar de los esfuerzo de mi esposa porque me alimentara
mejor. Poca agua (tenía que hacer un esfuerzo concienzudo para tomarla). Perdí
peso y masa muscular.
Conversando a distancia
con uno de mis hijos una de esas mañanas cuando ya empezábamos a sentirnos
mejor. Ni el perro debe tener contacto directo con usted. Foto de Verónica
Cortez.
Luego de la primera
semana de síntomas, la enfermedad dio signos de estar siendo superada. Nunca
desarrollé dificultad respiratoria. El asma nunca se descompensó y la
saturación de oxígeno siempre se mantuvo en 94% o más alta, lo cual era un buen
signo. La fiebre desapareció luego del séptimo día. El apetito y las
sensaciones de sabores regresaron. Regresó también la capacidad de percibir
olores. El cansancio empezó a ceder. Así que el hastío se hizo un poco más
compensable. Por fin nos sentimos optimistas para alegría de amigos y
familiares.
¿Por qué mejoré?
Esa es otra pregunta sin respuesta. Quizás porque mi sistema inmune fue lo
suficientemente fuerte y a la vez balanceado para atacar la infección sin
hacerme suficiente daño. Quizás por el uso de hidroxicloroquina tempranamente,
vitaminas y anticoagulantes. Me inclino por la primera hipótesis (hasta que
alguien me muestre datos más concretos de los segundos). Cumplí los
lineamientos establecidos por el hospital y pude regresar. Estoy feliz de ver
pacientes otra vez. Pero ahora los veo con más comprensión. Tanto en lo médico
como en lo personal.
No tengo miedo. Quizás
por la sensación de seguridad que me da la posibilidad de tener inmunidad
(aunque ese es otro tema en sí mismo). Ahora me asombra aún más que esta
enfermedad continúe desafiándonos. Lo que más felicidad me da es poder
compartir con mi familia sin limitaciones. Conversar de cerca y compartir la
cena. Poder abrazarlos. Sentir el regreso de cierta normalidad en el hogar.
05-05-20
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico