Por Colette Capriles
Satélite llamando a
control. Ya es una especie de lugar común predicar sobre la desconexión
del ciudadano de la política. Es como una de esas conversaciones
triviales sobre el clima, que constatan el calor o la tormenta, solo para
asegurar el vínculo entre los hablantes. Confirmar que la política no une a
nadie hoy es quizás la manera de establecer contacto en medio del silencio, o
más bien del vacío que nos separa a unos de otros. Hasta las encuestas,
que alguna vez fueron ávidamente consumidas como oráculos imprescindibles,
carecen de interés porque nos revelan lo mismo que respiramos en la calle: que
los líderes políticos cayeron en desgracia, que al Gobierno no lo
quiere nadie, que la gente se despolitizó y que tiene toda su energía puesta
en sobrevivir al margen del conflicto político.
Encrucijada. Que la
gente esté fijada en lo particular, en su particularidad, que haya
desertado del espacio público porque los pilares del ágora se
desmoronaron -liderazgos políticos, partidos, la conversación pública, las
instituciones de todo tipo que median entre las personas, incluyendo por
ejemplo las monetarias- nos lleva a un cruce de caminos. Por ahí se
vislumbra el ritornello de siempre: que aparecerá el “independiente”,
el salvado de las aguas, el sobreviviente político, el outsider armado
de una pegaloca para unir los fragmentos de una sociedad vuelta añicos.
Esa es la respuesta pavloviana para reinaugurar el ciclo antipolítico: la
solución por arriba. El otro camino va por debajo: reconsiderar los
espacios particulares en los que la gente se mueve para repolitizarlos, como
islas que eventualmente se van conectando en un mismo continente.
“Se nos olvidó qué
hacen los políticos. Se nos olvidó que la política es una práctica”
El lenguaje del
conflicto. Aquí se ha mineralizado todo, y más aún el lenguaje público, que
sigue fijado en categorías cansadas: Polarización, juego suma-cero, dilema
electoral, negociación, acumulación de fuerzas, presión (máxima),
incentivos… Sería ridículo pretender prescindir de ese diccionario, pero es
evidente que, como la Real Academia, hace falta “fijar y dar esplendor” a
esos vocablos que todos usan sin querer decir lo mismo. Repolitizar es en
definitiva eso: darle significado nuevo y común a los instrumentos de la
política. Y el sentido de las palabras viene de la acción, no únicamente de
peroraciones eruditas o modelos académicos.
Acción, no reacción. Se nos olvidó qué hacen los políticos. Se nos olvidó que la política es una práctica, como la medicina es una práctica que necesariamente está informada de unos saberes específicos pero que no puede prescindir del paciente en carne y hueso. Justo en este momento de desafección política es que están apareciendo los lugares en que hay que hacer política: esos lugares apenas visibles, bien alejados de la gran épica, en donde se pueden confrontar, en la práctica, los proyectos, las intenciones y los intereses de las partes.
Un efecto predecible
como un boomerang. En el afán del chavismo de hegemonizar la vida pública
colonizando todas las instituciones y arruinándolas, está contenida
la despolitización que ahora corroe su propia base de dominación. El efecto
inesperado sobrepasó a los beneficios de esa concepción del poder. Mandan
pero no gobiernan, se diría. Desarmaron el juguete, lo destriparon, se
desaparecieron las piezas y no sirve para nada. Y ahí está, para usar el
lenguaje deslucido, el incentivo para abrir el juego político en la
escala en que es posible ahora hacerlo. Es la lógica detrás de la idea de
definir espacios para plantear negociaciones parciales que
repoliticen, en el doble sentido de que vuelvan a mostrar que la política sirve
para disputar el poder en distintas escalas -y no solo en la gran escala
del cambio político-, y de que el poder político sirve para conectar
a la gente con el bienestar y no con la dominación.
Lo parcial, lo total,
lo fractal. La enciclopedia de los casos de transición política es
bastante gruesa y también sirve como arma arrojadiza en discusiones
interminables acerca de cómo ocurrieron los cambios democratizadores en
otros países y momentos. Los relatos formalizados que acaban siendo contenidos
en libros, artículos o incluso narrativas de los
protagonistas no dan cuenta nunca de la complejidad de esos procesos.
Una cosa es cierta: las negociaciones que, tarde o temprano, componen
toda transición política, no empiezan cuando los enviados se sientan
frente a frente en una mesa. Son necesariamente un resultado, no un punto de
partida. Vienen precedidas de un proceso largo de preparación, de medición
de capacidades, de clarificación de la distancia entre lo que se
quiere y lo que se puede obtener, de análisis de costos, y sobre
todo, de conocimiento del adversario. Hoy aquí hay unas oportunidades para
desarrollar ese músculo negociador. El Consejo Nacional Electoral, la
materia salarial, la agenda presentada por Fedecámaras, el ámbito
sanitario y la acción humanitaria. En todas estas agendas hay oportunidad
de presionar y obtener avances institucionales, al tiempo que se recupera la
confrontación política in loco, como dicen en lenguaje diplomático.
¿Servirá la brújula
vikinga? Desembarcan los escandinavos, en ese ir y venir incansable que
aprendieron hace diez siglos. Han vuelto los noruegos, porque están
leyendo unas runas favorables, más allá de que todo el mundo habla de negociación sin
querer decir lo mismo. A lo mejor Odin ayuda a que hablemos la misma
lengua, pero mientras tanto, hay que poner la mesa.
12-03-21
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