Carolina Gómez-Ávila 14 de marzo de 2021
Una brecha crece entre los venezolanos que vivimos en
Venezuela y los que han emigrado. Era inevitable y creo que no es prudente que
se pretenda obviar, disimular o negar. A fin de cuentas, es lógico que los
intereses y las inquietudes de cada grupo empiecen a diferir en la medida en
que se separan sus realidades, aunque hay excepciones de claridad conmovedora.
Para muchos es muy difícil entender que el hecho de
que hayan dejado familiares aquí no mejora su comprensión del problema, sino
que aumenta su dolor sobre el problema. He acompañado a algunos a descubrir que
sus conversaciones familiares están plagadas de mentiras que se justifican con
el desconsuelo de la separación y la incertidumbre sobre el fin de la
separación. Miente el que está afuera, para no preocupar; miente el que está
adentro, para no preocupar.
Que la fantasía más pública entre los venezolanos de
la diáspora sea que, a la caída de la dictadura, lo primero que harán es venir
a las playas que frecuentaban en tiempos mejores, dice mucho de sus
prioridades.
El asunto es que, convencidos de que hacen lo correcto
y de buena fe, muchos intentan imponer, desde afuera, sus visiones de país, sin
conciencia de que pueden estar desvinculadas de las visiones de quienes estamos
adentro y de que es natural que nos rebelemos a las que sintamos que las
contrarían.
Parte de esa pretensión de imposición está
fundamentada en la creencia de que nuestros mejores profesionales emigraron y,
por lo tanto, son ellos quienes deben decidir desde donde estén. Una idea
engañosa que nos llevaría a dar por suficientes un montón de recomendaciones
que no sabemos a cuáles intereses obedecen. Casi nadie contempla que la mayoría
de esos profesionales ya tiene otra nacionalidad y prefieren creer que, como
nacieron venezolanos, esa lealtad estará por encima de los deberes ciudadanos
que adquirieron con sus países de acogida, cuando lo que corresponde es
desearles que cumplan con aquellos mejor de lo que lo hicieron aquí, de ser
posible.
Otros, resignándose a que no volverán, apoyarán a
quien lidere algún rebote económico que les permita vender, sin tanta pérdida,
alguna propiedad pendiente. La aspiración de democracia no es el ángulo desde
el que opinan políticamente quienes se sienten abrumados por su estabilidad
financiera en un país extraño.
Eso también pasa entre los que vivimos aquí. Los más,
son antipolíticos. Se repiten «si no trabajo no como y a mí no me interesan los
pleitos por el poder», de modo que asumen que no serán perseguidos y están
dispuestos a seguir viviendo en dictadura si los dejan producir. No se han dado
cuenta de que no hay un centavo que puedan poner a salvo sin orden
constitucional y se van tras las cúpulas empresariales que negocian su
supervivencia a corto plazo.
La supervivencia a corto plazo también es una
aspiración respetable, dirá quien abra su nevera y vea que estará vacía antes
de su próximo ingreso y, acto seguido, exhibe su desprecio por los políticos
que reduce a incompetentes porque no han logrado llenársela. Estos son los
clientes, los que siempre se relacionaron con la política desde la pregunta
«¿qué me vas a dar?».
Para ellos sobran inescrupulosos que, en vez de
responder «te daré oportunidades para progresar» —una idea abstracta que debe
ser presentada con inteligencia— ofrecen un tanque de agua, una vivienda, un
carro y un bono para que no tengan que trabajar.
De ese populismo está hecha nuestra tragedia. Una
tragedia de la que el pueblo no se considera corresponsable, siéndolo, y de la
que exige que lo saquen sin que le dejen de dar, porque asume que ese es su
derecho y no el precio al que vendió su libertad.
Este es un problema político del que nadie habla,
porque entre los venezolanos de adentro y los de afuera, no habrá un Esaú o un
Jacob, pero siempre hay un plato de lentejas.
Carolina
Gómez-Ávila
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