Humberto García Larralde 03 de mayo de 2021
Al
igual que ocurre con el agua, las fuerzas económicas «buscan su nivel» al
interactuar con el extranjero. Los bienes y servicios comprados del resto del
mundo deben poderse pagar en el tiempo. El pivote de este ajuste suele ser el
tipo de cambio, es decir, el precio al que se transa la divisa en moneda
nacional. Como en toda mercancía, está sujeto a la puja entre demanda y oferta,
modificándose el tipo de cambio en respuesta, siempre que el mercado sea de
libre concurrencia. Ello altera la relación de precios entre bienes y servicios
domésticos con respecto a los extranjeros, afectando la competitividad del
aparato productivo y las expectativas sobre la sostenibilidad del tipo de
cambio en el tiempo. Influye, a su vez, en el flujo de capitales hacia o desde
el país. Pero si se intenta mantener fijo el precio de la divisa, se impide
este ajuste, obligando a la economía a responder por otras vías.
En
principio, una nación puede pedir prestado o atraer inversiones para financiar
sus déficits con el resto del mundo. Pero, con el tiempo, estos préstamos deben
pagarse y la inversión devuelta a través del rendimiento que se espera de ella.
Luego están las reservas internacionales, es decir, un colchón de divisas para
cuando su demanda supera a la oferta. Ahora bien, si el objetivo de política es
mantener el tipo de cambio fijo, las reservas internacionales se agotarán si no
son corregidos los factores que ocasionan este desequilibrio.
Expectativas
adversas respecto a su sostenibilidad impulsarán una demanda por divisas
todavía mayor, en previsión de que el gobierno aumente su precio. Esto suele
precipitar la devaluación predicha, produciéndose lo que se llama una «profecía
autocumplida».
Ha
habido gobiernos —como los de Chávez y el de Maduro— que se creen capaces de
acotar permanentemente la demanda por divisas, suprimiendo la acción de las
fuerzas económicas. Instrumentan un régimen de controles para intervenir
directamente en el mercado de divisas y prohibir su libre cambio, buscando
mantener su precio fijo. Ocurre, sobre todo, si, como en Venezuela, el Estado
controla la oferta de divisas y raciona su venta al tipo de cambio establecido,
con base en criterios fijados según sus objetivos de política.
Chávez
sobrevaluó así al bolívar, elevando el poder adquisitivo de los venezolanos,
gracias al alza espectacular en los precios del crudo en los mercados
mundiales. Junto a sus programas de reparto, aseguró el apoyo de muchos. A la
par, minaba la productividad de la economía, acorralando al sector privado.
En fin
de cuentas, la fabulosa renta petrolera captada le permitía importar de todo
con un dólar artificialmente barato y sin pagar los impuestos correspondientes.
Pero,
al racionar la divisa «oficial», apareció inmediatamente un mercado negro donde
se transaba a un precio superior ante la presencia de una demanda insatisfecha
dispuesta a pagarlo. Como evidencia la historia —no solo la de Venezuela—,
estimuló operaciones especulativas, comprando divisas al precio «barato» del
mercado regulado, para revenderlas al precio superior del mercado negro. Esto
ocasionó todo tipo de distorsiones, aupando cualquier mecanismo —no importa si
fuese ilícito— para ponerse en la divisa barata.
En la
Venezuela de Chávez y Maduro, tales irregularidades fueron asistidas por la
ausencia de transparencia y de rendición de cuentas, un sistema judicial
abyecto y por la anulación de la función contralora y supervisora de la
Asamblea Nacional y de los medios de comunicación libres. Se crearon así
fuentes de lucro inusitadas para quien tuviese acceso al dólar controlado.
Al
eliminarse el tipo de cambio de Bs.10 por dólar, el 26 de enero de 2018, este
se cotizaba en más de 260.000 bolívares en el mercado paralelo. Pueden
imaginarse las fortunas amasadas a través de su reventa.
Pero
el control de cambio no solo propició la corrupción. Las distorsiones
provocadas tuvieron un costo económico creciente, desalentando la inversión
productiva y estimulando una fuga de capitales para poner a salvo ahorros y
activos. Chávez se endeudó significativamente con el extranjero para compensar
estas salidas. Pero, ante la destrucción de la industria petrolera y el retorno
de sus precios, después de 2014, a niveles más acordes con las tendencias de
largo plazo del mercado energético internacional, sobrevino, en 2017, el default del
Estado venezolano sobre su deuda externa. Encima, la caída en los precios del
crudo desnudó el clásico doble déficit —fiscal y externo, tan reseñado en la
literatura económica sobre América Latina— al pretender el gobierno mantener
sus niveles de gasto. Ante la imposibilidad de acudir a los mercados
financieros internacionales y la merma en los ingresos provenientes del
petróleo y de la economía doméstica, el gobierno de Maduro recurrió al
financiamiento monetario —la «maquinita» del BCV—para financiar sus déficits.
Instaló, así, un terrible motor inflacionario que terminó de arruinar la
economía, destruyó puestos de trabajo, sepultó el poder adquisitivo de la
población y disparó a niveles estratosféricos la cotización de la divisa en el
mercado paralelo.
Ante
tal cúmulo de distorsiones, desaciertos y negligencias de política, Maduro no
tuvo más remedio que desmontar el control de cambio, permitir la dolarización
de las transacciones domésticas y aliviar significativamente los controles de
precio. Esto, sin duda, fue un paso en la dirección correcta, pero apenas un
paso.
Lamentablemente,
ante las arbitrariedades y disparates del chavismo en el poder, la economía ya
había tenido que ajustar su interacción con el mundo por otras vías:
contrayendo en forma drástica el consumo doméstico, eliminando la inversión,
deprimiendo el salario real y alentando la salida de casi seis millones de
compatriotas que, ahora, transfieren divisas desde el extranjero a sus
familiares. En este proceso se liquidó al bolívar como medio de pago,
depositario de valor y unidad de cuenta.
La
dolarización evidenciada en absoluto resuelve esta tragedia. Tampoco restituye
el intercambio externo a lo que era antes del desastre. Ni siquiera provee el
ansiado remedio a la hiperinflación, pues el régimen no puede dolarizar su
propia gestión, ya que sus ingresos en divisas son muy inferiores a sus
compromisos de gasto. Se vería obligado a reducirlos brutalmente, despidiendo empleados
y dejando sin recursos a los servicios públicos y a otras dependencias.
Con la
destrucción de Pdvsa, de las empresas básicas y la ruina de la economía
privada, la economía genera muy pocos dólares. El saqueo de las riquezas
minerales de Guayana, las transferencias de familiares expatriados y, claro
está, los proventos del tráfico de drogas y de otros ilícitos, proveen divisas,
pero lo que ingresa por estos conceptos está lejos de lo requerido para
recuperar los niveles de consumo deseados. Salvo las empresas que han podido
dolarizar los salarios, estos, en general, continúan en niveles miserables.
La
única solución —y estamos cansados de repetirlo— es la mejora acelerada de la
productividad y de la competitividad de nuestra economía. Pero no ocurrirá sin
un programa de estabilización y de ajuste económico creíble que abata la
inflación y eche las bases de un marco institucional capaz de transmitir
seguridad y previsibilidad.
Ello
permitirá contraer un generoso empréstito de los organismos financieros
multilaterales para encarar las numerosas necesidades derivadas del colapso del
Estado y atraer inversiones productivas en petróleo y en otras áreas.
Inversiones en infraestructura, el rescate de los servicios y la modernización
de la administración pública, serán imprescindibles para bajar los costos de
transacción e incrementar la productividad y, con ello, el nivel general de
salarios.
Pero
lo anterior es totalmente contrario al régimen de expoliación del que viven las
mafias que se han atrincherado en el poder. La mejor muestra de tan perversa
dinámica es el intento de uno de sus mayores capos de despojar a El
Nacional de sus instalaciones, valiéndose de la bochornosa complicidad
de un tribunal. Más que nunca, hay que forzar un cambio político para salvar a
Venezuela y a su gente.
Humberto
García Larralde
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico