Héctor Faúndez 07 de mayo de 2021
Esa es
una de las promesas del Himno Nacional de Chile, mi patria natal. Con ella,
junto con repudiar a los regímenes opresores, se ofrecía un lugar de refugio a
quienes eran víctimas de esa persecución. No era, simplemente, una promesa
hueca, sino un compromiso que, durante mucho tiempo, fue asumido con seriedad.
Miles de republicanos españoles, algunos de ellos llegados en un barco fletado
expresamente para ese efecto -el Winnipeg-, así como bolivianos,
uruguayos, argentinos, peruanos, y otros, encontraron en Chile una tierra que
les acogió con generosidad, y que recibió, a cambio, el trabajo y el esfuerzo
de sus hijos adoptivos. En otras épocas, más de un venezolano se valió de ese
asilo contra la opresión, y algún intelectual o dirigente político venezolano
nació en Chile mientras duró el exilio de sus padres. Consecuente con esa
tradición, teniendo en cuenta el momento que hoy vive Venezuela, en 2018, el
gobierno de Chile implementó una “visa de responsabilidad democrática”, para
los migrantes venezolanos que quisieran radicarse en ese país. Pero ya no más;
algo se acabó de ese programa: o la responsabilidad, o la solidaridad y el
compromiso con los valores democráticos. Ahora son otros tiempos, y es otro el
discurso político. El 25 de abril pasado, con el primero de quince vuelos
contratados para ese efecto, se iniciaron las deportaciones masivas, con un
primer grupo de venezolanos que habían ingresado irregularmente al país, y que,
esposados, como si fueran delincuentes, fueron escoltados hasta que abordaron
un avión con destino a Caracas. Los chilenos no podemos mirar estos hechos con
indiferencia, y mucho menos con orgullo.
Vivimos
tiempos difíciles, y comprendo que cualquier país de acogida deba tomar medidas
ante el ingreso masivo de extranjeros que huyen de una catástrofe humanitaria
creada por un gobierno irresponsable. Admito que no cualquier país está en
condiciones de recibir a esos inmigrantes, que a veces llegan por miles, y cuya
presencia puede hacer colapsar los servicios públicos, y puede crear tensiones
en pequeñas localidades. Soy igualmente consciente de que nadie tiene derecho a
ser recibido en un país del cual no es nacional. En la forma como está
organizada la sociedad internacional actual, no tenemos libertad para ingresar
en el territorio de otro Estado, y no hay instrumentos internacionales que nos
confieran el derecho a establecernos en un país del que no somos ciudadanos.
Pero sí hay instrumentos internacionales que prohíben las deportaciones
masivas, y mucho más si ellas son discriminatorias. Además, hay elementales
consideraciones de humanidad que siempre habrá que tener en cuenta. Que un ser
humano llegue caminando desde un país lejano, sin otra pertenencia que lo que
lleva puesto, es una de ellas; que provenga de Venezuela, un Estado fallido
gobernado por los pranes, carente de libertad, de seguridad, de alimentos y de
medicinas, es otra.
Ingresar
irregularmente a un país no es un crimen tan grave, que no se
pueda remediar administrativamente, y que obligue a las autoridades de un
Estado a ignorar los valores de la compasión y la solidaridad. Tampoco es un
acto que justifique tratar a esas personas como delincuentes, agregando la
humillación a lo que ya es una tragedia personal y nacional. Si otros seres
humanos hubieran llegado a las costas de Chile, en una nave desvencijada y sin
víveres, o si fueran los sobrevivientes de un avión que se estrelló en la
cordillera de los Andes, ¿los hubieran tratado igual?
Chile
también vivió una tiranía semejante a la que hoy sufre Venezuela, y muchos de
sus ciudadanos debieron huir del crimen y la persecución a la que les sometió
una dictadura implacable. El presidente Piñera, y quienes hoy le acompañan en
el gobierno de Chile, no tuvieron esa desdicha. Mientras los dirigentes de la
UDI estaban ocupados en proporcionar el sustento ideológico del régimen de
Pinochet, millares de chilenos tuvieron que abandonar su patria, buscando un
sitio en donde rehacer sus vidas, y muchos de ellos encontraron refugio en
Venezuela. Éste era el momento de saldar una deuda de gratitud con la nación
que acogió a Isabel Allende, Sergio Bitar, Aniceto Rodríguez, Claudio Huepe,
Jaime Castillo Velasco, Eduardo Vio Grossi, Esteban Tomic, Eduardo Novoa
Monreal, Héctor y Humberto Duvauchelle, Julio Jung, Carlos Matus, Pedro Cunill
Grau, Orlando Letelier, y a miles de chilenos anónimos que, en esta tierra, se
reencontraron con la libertad, con un empleo, y con el progreso económico y
social que ofrecía la Venezuela de entonces. El espectáculo de deportaciones
masivas de venezolanos, aunque no se admita, en forma expresa, que se les
deporta por ser venezolanos (o por ser venezolanos pobres), no era la respuesta
que se esperaba de un pueblo agradecido, ni es algo que nos enaltezca como
chilenos.
No es
solamente en su Himno Nacional que Chile ofrece “el asilo contra la opresión”.
«Si vas para Chile», una de las tonadas más populares, con la que se identifican
los chilenos en el extranjero, asegura que “campesinos y gentes del valle, te
saldrán al encuentro viajero, y verás cómo quieren en Chile, al amigo cuando es
extranjero”. Eso era parte de la cultura de los chilenos; ese es uno de los
rasgos que nos hacía sentirnos orgullosos de nuestro talante acogedor, y confío
en que siga siendo así. Espero que el gobierno de Chile sepa rectificar una
medida que, por lo menos, puede ser calificada como trato inhumano, y de la
cual yo, como chileno, me siento avergonzado.
Héctor
Faúndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico