Francisco Fernández-Carvajal 13 de mayo de 2021
@hablarcondios
—
Mediante este don llegamos a tener un conocimiento más profundo de los
misterios de la fe. Es necesario para la plenitud de la vida cristiana.
— Se
concede a todos los cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y
empeñarse en la santidad personal.
—
Necesidad de purificar el alma. El don de entendimiento y la vida
contemplativa.
I. Cada
página de la Sagrada Escritura es una muestra de la solicitud con que Dios se
inclina hacia nosotros para guiarnos hacia la santidad. El Señor se muestra en
el Antiguo Testamento como la verdadera luz de Israel, sin la cual el pueblo se
descamina y tropieza en la oscuridad. Los grandes personajes del Antiguo
Testamento se vuelven una y otra vez hacia Yahvé para que les conduzca en las
horas difíciles. Dame a conocer tus caminos1,
pide Moisés para guiar al pueblo hasta la Tierra prometida. Sin la enseñanza
divina, se siente perdido. Y el rey David pide: Dame entendimiento para
que guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón2.
Jesús
promete el Espíritu de verdad, que tendrá la misión de iluminar a la Iglesia
entera3. Con el envío del Paráclito «completa la revelación, la
culmina y la confirma con testimonio divino»4.
Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde el sentido de las palabras del
Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban oscuras. «Él es el alma de
esta Iglesia –enseña Pablo VI–. Él es quien explica a los fieles el sentido
profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio»5.
El
Paráclito nos conduce desde las primeras claridades de la fe a una
«inteligencia más profunda de la revelación»6.
Mediante el don de entendimiento o inteligencia al fiel cristiano le es dado un
conocimiento más profundo de los misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina
la inteligencia con una luz poderosísima y le da a conocer con una claridad
desconocida hasta entonces el sentido profundo de los misterios de la fe.
«Conocemos ese misterio desde hace mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y
hasta la hemos meditado muchas veces; pero, en un momento dado, sacude nuestro
espíritu de una manera nueva; parece como si nunca hasta entonces lo hubiésemos
comprendido de verdad»7.
Bajo este influjo, el alma tiene una mayor certeza de lo que cree, todo es más
claro, y bajo esta luz que le hace conocer más hondamente las verdades
sobrenaturales experimenta un gozo indescriptible, anticipo de la visión
beatífica.
Gracias
a este don –enseña Santo Tomás de Aquino–, «Dios es entrevisto aquí abajo»8 por
la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del Paráclito,
aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.
Para
llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarias de la fe; es
necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que recibimos en la medida de
la correspondencia a la gracia, de la purificación del corazón y de los deseos
de santidad. El don de entendimiento permite que el alma, con facilidad,
participe de esa mirada de Dios que todo lo penetra, empuja a reverenciar la
grandeza de Dios, a rendirle afecto filial, a juzgar adecuadamente de las cosas
creadas... «Poco a poco, a medida que el amor va creciendo en el alma, la
inteligencia del hombre resplandece más y más con la propia claridad de Dios»9,
y nos da una gran familiaridad con los misterios escondidos de Dios.
En
este día del Decenario al Espíritu Santo podríamos
preguntarnos sobre el deseo de purificar nuestra alma, y si este deseo tiene,
entre otras manifestaciones, el aprovechar muy bien las gracias de cada
Confesión. Si acudimos a ella con la puntualidad que hayamos previsto, si
preparamos con toda sinceridad el examen de conciencia, si pedimos al Paráclito
ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo de alejarnos de todo pecado y
faltas deliberadas.
II. El
Espíritu Santo, mediante el don de entendimiento, hace penetrar al alma, de
muchas maneras, en las profundidades de los misterios revelados. De una forma
sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo del corazón lo que
encierran las verdades más profundas de la fe. «Como uno que sin haber
aprendido ni trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese estudiado nada
–explica Santa Teresa–, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin saber cómo ni
de dónde le había venido, pues nunca había trabajado ni para aprender el
alfabeto. Esta comparación última enseña algo de este don celestial, porque el
alma ve en un momento el misterio de la Santísima Trinidad y otras cosas muy
elevadas con tal claridad, que no hay teólogo con quien no se atreviese a
discutir estas verdades tan grandes»10.
El don
de entendimiento lleva a captar el sentido más hondo de la Sagrada Escritura,
la vida de la gracia, la presencia de Cristo en cada sacramento y, de una
manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía. Este don nos da como un
instinto divino para aquello que de sobrenatural hay en el mundo. Ante la
mirada del creyente iluminada por el Espíritu brota así todo un universo nuevo.
Los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, de
la Iglesia se convierten en realidades extraordinariamente vivas y actuales que
orientan toda la vida del cristiano, influyendo decisivamente en el trabajo, en
la familia, en los amigos... Su influjo hace la oración más sencilla y
profunda.
Quienes
son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, purifican su alma,
mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través de todas las cosas creadas
y de los sucesos de la vida ordinaria. El que vive en la tibieza no percibe ya
estas llamadas de la gracia, tiene embotada su alma para lo divino, y ha
perdido el sentido de la fe, de sus exigencias y delicadezas.
El don
de entendimiento lleva a contemplar a Dios en medio de las tareas ordinarias,
en los acontecimientos, agradables o dolorosos, de la vida de cada uno. El
camino para llegar a la plenitud de este don es la oración personal, en la que
contemplamos las verdades de la fe, y la lucha, alegre y amorosa, por mantener
la presencia de Dios durante el día fomentando los actos de contrición cuando
nos hemos separado del Señor. No se trata de una ayuda sobrenatural
extraordinaria que se concede exclusivamente a personas muy excepcionales, sino
a todos aquellos que quieren ser fieles al Señor allí donde se encuentran,
santificando sus alegrías y dolores, su trabajo y su descanso.
III. Para
ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el recogimiento
interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las
cosas, sin presencia de Dios...), la mortificación de los sentidos internos (la
imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles...) y de los externos,
esforzarse diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos
y percances de cada día.
Es
preciso purificar el corazón, pues solo los limpios de corazón tienen capacidad
para ver a Dios11. La impureza, el apegamiento a los bienes de la tierra, el
conceder al cuerpo todos sus caprichos embotan el alma para las cosas de
Dios. El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de
Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden
enjuiciar según el Espíritu12.
El hombre espiritual es el cristiano que lleva al Espíritu Santo en su alma en
gracia, y tiene la mente y el pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia,
sobria y mortificada es la mejor preparación para ser digna morada del
Espíritu, que habitará en él con todos sus dones.
Cuando
el Espíritu Santo encuentra un alma bien dispuesta, se va adueñando de ella, y
la lleva por caminos de oración cada vez más profunda, hasta que «las palabras
resultan pobres... y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin
descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros.
Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras
equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de
nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro
atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más
eficaz, con un dulce sobresalto»13.
San
Josemaría Escrivá describía el sendero de las almas, en las ocupaciones más
normales de la vida y cualquiera que fuera su cultura, profesión, estado,
etcétera, hasta llegar a la oración contemplativa. Para muchos, el camino parte
de la consideración frecuente de la Humanidad Santísima del Señor, a quien se
llega a través de la Virgen –pasando necesariamente por la Cruz–, y acaba en la
Trinidad Santísima. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada
una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que
realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va
abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y
con el Hijo y con el Espíritu Santo, y se somete fácilmente a la actividad del
Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las
virtudes sobrenaturales!»14.
Al
terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que tuvo la plenitud de la fe y
de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que nos enseñe a tratar y a amar
al Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo particular en este Decenario,
y que no nos quedemos a mitad del camino en ese sendero que conduce a la
santidad, a la que hemos sido llamados.
1 Ex 33,
13. —
2 Sal 119,
34. —
3 Cfr. Jn 16,
13. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 4. —
5 Pablo
VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 75.
—
6 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 5. —
7 A.
Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra,
4ª ed., Madrid 1985, p. 72. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 69, a. 2. —
9 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 194. —
10 Santa
Teresa, Vida, 27, 8-9. —
11 Cfr. Mt 5,
8. —
12 1
Cor 2, 14. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296. —
14 Ibídem,
306.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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