Moisés Naím 03 de mayo de 2021
@MoisesNaim
Los
científicos nunca tuvieron dudas de que tendríamos una vacuna contra el
COVID-19. Y no se equivocaron. Muy pocos, sin embargo, pronosticaron que esa
vacuna estaría disponible tan pronto. Acertaron en suponer que dispondríamos de
una vacuna contra este virus pero se equivocaron en sus estimaciones de
la velocidad con la cual esto sucedería. La experiencia histórica sugería
que la vacuna tardaría años en desarrollarse y estar disponible a gran escala.
Los científicos comenzaron a investigar el COVID-19 en enero de 2020 y pronto
estuvieron listos para iniciar la fase 3 de las pruebas clínicas que evalúan la
efectividad de la vacuna en un gran número de personas. Lo normal es que cualquier
medicamento o tratamiento tarde años en estar listo para las pruebas de la fase
3. En este caso, lo lograron en seis meses.
Lo
mismo está ocurriendo con el cambio climático y la revolución digital basada en
la inteligencia artificial. Los expertos identifican correctamente las
tendencias de los cambios, pero subestiman la velocidad con la que ocurren.
El
desarrollo científico y tecnológico es una de las tendencias que desde siempre
ha definido a la humanidad. Otra tendencia histórica es que las nuevas tecnologías
suelen tener consecuencias no anticipadas sobre la sociedad, la economía y la
política. Y por supuesto sobre los gobiernos, que siempre están desfasados y
van a la zaga del cambio tecnológico.
Lo que
ha ocurrido con la vacuna del COVID-19 –su invención, producción y
distribución– es un revelador ejemplo de este peligroso desfase que hay entre
la tecnología y la política. Mientras que el esfuerzo científico fue
global, la respuesta de los gobiernos fue local. Si bien laboratorios en diferentes
países compartían datos e información, importantes gobiernos, como el chino por
ejemplo, la escondían o tergiversaban. Los científicos mostraron visión,
flexibilidad y velocidad, los gobiernos han sido miopes, rígidos y lentos. Todo
esto no quiere decir que no haya habido rivalidades entre algunos científicos y
feroz competencia entre compañías farmacéuticas. Pero todos vimos cómo mientras
los científicos respondieron con eficacia a la crisis, en muchos países,
políticos y gobernantes negaron la existencia misma de la pandemia o la
minimizaron, ridiculizaron el uso de mascarillas o el mantener distanciamiento
social, promovieron tratamientos fraudulentos y el uso de amuletos con poderes
mágicos.
Las
normas, reglas y valores que orientan la conducta de los políticos son,
por supuesto, muy diferentes a las que orientan a los científicos. Mientras que
para los científicos el mérito individual es muy importante, los políticos
privilegian la lealtad de sus colaboradores y seguidores. Para los científicos,
las decisiones se deben basar en datos y evidencias, mientras que en los
políticos tradicionales pesan mucho sus experiencias previas, las anécdotas y
las intuiciones. En tanto que la investigación científica busca el cambio a
través de la creación y adopción de nuevos conocimientos, la política suele
privilegiar ideas y formas de actuar conocidas —a pesar de que en sus discursos
todos los políticos se presentan como agentes de cambio. Finalmente, el método
científico se basa en la razón y la comprobación empírica de afirmaciones cuya
validez puede ser verificada y replicada por otros. En la política, en cambio,
privan las pasiones y creencias personales así como las creencias religiosas y
el pensamiento mágico.
Todo
lo anterior no significa, por supuesto, que entre los científicos no se den
conductas influidas por pasiones, intereses y prejuicios o que entre los
políticos no haya casos de meritocracia, racionalismo y promoción de cambios.
Pero lo que este contraste revela son algunas de las fuentes del desfase entre
ciencia y política.
El
rezago de la política se manifiesta de manera brutal en el estancamiento de los
gobiernos, en su funcionamiento y en especial los procesos de toma de
decisiones en materia de políticas públicas. Bien harían los políticos en
adoptar el espíritu de experimentación que desde siempre distingue a la
ciencia. Este, junto con la apertura a nuevas ideas, a la evaluación
desapasionada de la evidencia, y a la fuerza de la realidad empírica podrían
comenzar a recomponer la credibilidad de las democracias ante las múltiples
crisis que las acechan. Y la alternativa —el status quo— ofrece solo la
profundización de la crisis de desgobierno que ha venido afectando a tantas
democracias occidentales.
Moisés
Naím
@MoisesNaim
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