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viernes, 7 de mayo de 2021

Independencia: la guerra de los cien años (1810-1903), por @LOMBARDIBOSCAN


Ángel R. Lombardi Boscán 06 de mayo de 2021

@LOMBARDIBOSCAN

Coincido con Manuel Caballero cuando afirmó en su libro: Ni Dios ni Federación (1995), que la Independencia no acabó en el año 1823 o 1830, como nos han hecho creer en la escuela, sino en 1903 y que fue una guerra de cien años. Lo que demuestra que Venezuela en el siglo XIX y antes del petróleo fue un país embrionario y meramente imaginario-mitológico. El mito Bolívar, erigido en 1842 por Páez, vino a compensar el fracaso nacional en la realidad. Fracaso que tiene como epicentro a la guerra y sus derivados.

Una muy larga guerra que hizo de Venezuela no un país sino un campamento militar con centenares de facciones bajo una administración federal autárquica. Cuando se dice federalismo hay que colocar regiones históricas.

Y cuando se dice Caracas hay que asumir el proyecto centralizador iniciado por los borbones en 1777 y apoyado por Bolívar sin disimulos. El caudillo se podía hacer con la capital, pero sus tentáculos no llegaban hasta el interior del país archipiélago.


De hecho, la Independencia fue una guerra civil entre caudillos y sus ejércitos privados. Ya sabemos que ejército metropolitano apenas lo hubo durante la contienda y que España abandonó a la buena de Dios sus dominios americanos por incapacidad material e indiferencia espiritual, por no mencionar el desprecio con el cual siempre trató a la gran factoría indiana.

Elías Pino Iturrieta en País archipiélago, Venezuela, 1830-1858 (2001) concluye que Venezuela fracasó inmediatamente después de haberse producido la victoria en la batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821. La guerra civil entre los partidos monárquico y patriota dio paso a su intensificación entre unos nuevos partidos formado por godos y liberales con los más estrambóticos cruces y recomposiciones.

La guerra se decía que era por la libertad o igualdad cuando en realidad todas las apuestas fuertes eran en torno al mismo poder y su usufructo como camada de privilegios subterráneos para el caudillo hegemónico y su tribu. La ley y constituciones fueron un solo barniz encubridor del caos. En el siglo XIX hubo más de diez constituciones que se hacían o deshacían de acuerdo a las apetencias del dictador de turno, todos libertadores y sin rubores respecto a la probidad administrativa en el manejo de los dineros públicos.

Las reivindicaciones populares que se pudieron haber tenido en la Independencia, eso que se llama la culminación de las expectativas en hechos concretos, fue otra ilusión.

Luego de 1830, la esclavitud se mantuvo y los negros siguieron estando machacados. Los indios siempre fueron unos invisibles humillados, incluso hasta el mismo día de hoy.

Y los pardos, el grupo social humano más numeroso, presenciaron con asombro luctuoso que para ser elector y elegido había que tener medios de fortunas y propiedades en la Venezuela independiente: muchos empezaron a añorar los siglos hispánicos. Los patas en el suelo encontraron en la guerra —en un estricto sentido: el saqueo, depredaciones y botín— una forma de ascenso social haciendo del crimen sus galones. Y como dice Caballero: «Y lo que en la paz es un crimen, en la guerra puede ser una hazaña. El crimen no paga, si se comete en la paz: en la guerra, puede convertir al delincuente en un libertador».

Al ser una guerra, sus resultados son la destrucción sistemática de todo el país y el empobrecimiento de la población, además de una evidente invitación a la expatriación del propio solar. Además, el país careció de una economía agrícola o ganadera pujante porque la devastación así lo impidió. Cada región histórica se parapetó desde lo más precario y mantuvieron economías de subsistencia, salvo el caso del café que llegó a interesar a los alemanes que hicieron del occidente de Maracaibo un territorio colonizado.

Surgieron situaciones descabelladas, como Maracaibo y su hinterland con más estrechos contactos comerciales con el oriente colombiano y ciudades como Boston, Nueva York y Hamburgo que con la misma Caracas, capital del país.

En nuestra muy larga guerra de cien años —y cuidado sino más— se han podido contabilizar, entre 1826 y 1888, cuarenta revoluciones «nacionales» (Manuel Landaeta Rosales). Y Pedro Manuel Arcaya apunta que solo hubo dieciséis años de paz en el siglo XIX: una paz armada. Así que la violencia como partera de la historia (Carlos Marx), infausta en el caso venezolano, es todo un aserto. De otras revoluciones, luego de pasado el terror, se restaura la paz y los acuerdos de la convivencia cívica: el caso venezolano fue reticente a esto.

Y de la violencia como forma de vida ninguna sociedad nada bueno puede sacar. Razón por la cual nuestros libros de historia escolar pasan por este siglo de puntillas y con un pañuelo en la nariz. Apenas se dedican a las fotografías de la estirpe de los caudillos indómitos haciéndolos pasar como abnegados constructores de la nación, solapando sus inconsecuencias y desmanes: Páez, Monagas, Falcón, Zamora, Guzmán Blanco y Joaquín Crespo son la punta del iceberg de un entramado social resquebrajado en todos sus confines.

El siglo XIX es el siglo en el que se perdieron más de medio millón de kilómetros cuadrados de nuestro no tan sagrado territorio por parte de «la planta insolente que profanó el sagrado suelo de la patria» (Cipriano Castro). Los responsables del despojo, de acuerdo a la versión oficial, fueron nuestros ingratos «hermanos colombianos» y países otrora «amigos» como Inglaterra, devenido ahora en feroz imperialista.

El paludismo siguió ayudando al vaciamiento del país con una de las demografías más bajas del mundo; el analfabetismo apenas fue atendido y expandió el simulacro de títulos engolados de doctores y generales hasta el ridículo; además, no había forma de comunicarse entre una y otra región de manera fluida por las largas distancias y la ausencia de vías terrestres que se precien.

Venezuela no era la Venezuela de los mapas fingidos sino un territorio amorfo bajo el expediente de una guerra permanente. Vallenilla Lanz, en 1919, fue el primero en tipificar nuestras muchas «guerras a muerte» al señalar que fueron los llanos el epicentro de la tormenta social: el mundo pastoril y nómada, libre de las frágiles ataduras institucionales, lanzado a una guerra de exterminio contra los nichos de civilización del mundo urbano arrinconado en la costa norte.

La mayoría de los venezolanos no han reparado aún acerca de las cifras de muertos que representó esta Nagasaki tropical. La Independencia se llevó a la ultratumba a doscientos mil compatriotas de una población que no pasaba del millón de habitantes en 1810. Y, más luego, la Guerra Federal (1859-1963), el otro hito desmesurado de esta guerra sin cuartel entre los mismos venezolanos, se llevó otros doscientos mil más.

Los llamados de auxilio para repoblar nuestra terrorífica realidad huesuda con la inmigración extranjera ya estuvieron presentes desde el mismo Morillo y Páez, que solicitan la venida de canarios o de cualquier aventurero desesperado de otras latitudes. Solo que nadie en su sano juicio emigra a una sepultura.

Le debemos a Guzmán Blanco, en 1870, y más luego a Juan Vicente Gómez en 1908, la imposición de un bonapartismo a la venezolana con el autoritarismo personalista sobre un entramado institucional liberal que creó las bases del proyecto nacional. Manuel Caballero le dedicó un libro espléndido a esto con su: Gómez, el tirano liberal (2003).

Guzmán Blanco fue el primero en socavar un federalismo de intenciones que solo la geografía hacía mantener en pie: lo que eran las autonomías federales era la voluntad del caudillo militar y su camarilla en el sector en que reinaban como señores feudales o a semejanza de los shogunes del Japón medieval. El verdadero partido político capaz de imponerse sobre los demás era el de las armas y no el de las ideas y principios. Esto lo entendieron mejor que nadie Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, a partir de 1899, al profesionalizar las montoneras de caballo y machete.

El ejército profesional se tenía que encuadrar dentro del Estado al servicio de la nación; solo que el Estado estaba colonizado por el caudillo y sus tropas como guardia pretoriana al servicio propio y no de la sociedad y ciudadanos. En cambio, a los adversarios y enemigos había que aplastarles: el enemigo interno fue siempre una realidad a diferencia del externo al que se le mostraba una cara de impotencia por lo tosco de los pertrechos de una logística militar inexperta de acuerdo al canon moderno. Cuando tuvimos la crisis del bloqueo, entre 1902-1903 —momento en que el país pudo ser invadido por una coalición de las principales potencias extranjeras como Inglaterra, Alemania e Italia—, quedaron en evidencia todas nuestras debilidades acumuladas en los últimos cien años. Despertamos a una realidad en la que los sueños de progreso de la era posindependentista quedaron hechos trizas y, aun así, apenas escarmentamos, ya que recurrimos a las licencias de la mitología bolivariana como refugio patriótico. Desde entonces somos los campeones del minimalismo irresponsable en casi todas sus vertientes posibles.

Hay que esperar hasta la batalla de Ciudad Bolívar, en 1903, cuando Juan Vicente Gómez derrotó a la coalición de caudillos regionales de la Revolución Libertadora (1901-1903), bajo el liderazgo del banquero y general Manuel Antonio Matos, para sellar el fin de nuestra larga guerra de cien años que se inició en 1810.

La transición de colonia a república ya no se puede enmarcar entre los años 1750 y 1830 como es lo usual, sino que hay que extenderla hasta las primeras décadas del siglo XX.

Ya más luego, el petróleo (1914) y la riqueza inesperada que manó en el desierto venezolano, nos llevaría a pactar una paz de compromisos endebles entre unos venezolanos sin perdón y haciendo de los agravios la atadura de un pacto social siempre mezquino, hasta llegar al trágico momento actual en pleno siglo XXI. El caudillismo y el militarismo son el arca fundacional de Venezuela y sus desgracias posteriores y duraderas. La épica civil es apenas una historia mínima, inconclusa y saboteada inclementemente por el partido militar cuya profesionalización plena siempre estuvo en entredicho.

Mientras el recuerdo de la Independencia esté asociado al mito y a la épica: una ficción patriótica, los venezolanos nunca seremos capaces de comprender serenamente y de una forma justa nuestro pasado para aprender de sus errores y no repetirlos más.

Ángel R. Lombardi Boscán

@LOMBARDIBOSCAN 

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