Francisco Fernández-Carvajal 10 de mayo de 2021
@hablarcondios
— La
devoción a la Virgen atrae la misericordia divina. Amor de todo el pueblo
cristiano.
—
El mes de mayo.
—
Las romerías. Sentido penitencial y apostólico.
I. «Mes
de sol y de flores (...), mes de María, coronando el tiempo pascual. Desde el
Adviento nuestro pensamiento había seguido a Jesús; ahora que se ha hecho en
nuestra alma la gran paz que sigue a la Resurrección, ¿cómo no volvernos hacia
aquella que nos lo ha dado?
«Ha
aparecido sobre la tierra para preparar su venida; ha vivido a su sombra, hasta
el punto de que no la vemos intervenir en el Evangelio más que como Madre de
Jesús, siguiéndole, velando por Él, y cuando Jesús nos deja, Ella desaparece
suavemente.
«Ella
desaparece, pero queda en la memoria de los pueblos, porque le debemos a
Jesús...»1.
Como
en otras ocasiones, Jesús se encuentra hablando de los misterios del reino de
Dios. Las gentes le rodean, le miran y guardan un profundo silencio. De pronto,
inesperadamente, una mujer grita con toda su alma: ¡Bienaventurado el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron!2.
La
profecía contenida en el Magníficat comienza a
cumplirse: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones3,
había manifestado la Virgen, movida por el Espíritu Santo. Y en esta ocasión,
una mujer, con la frescura del pueblo, ha comenzado lo que no terminará hasta
el final del mundo. Aquellas palabras de Santa María en los comienzos de su
vocación tendrían su más acabado cumplimiento a través de los siglos: poetas,
intelectuales, reyes y guerreros, artesanos, madres de familia, hombres y
mujeres, de edad madura y niños que apenas han aprendido a hablar; en el campo,
en la ciudad, en la cima de los montes, en las fábricas y en los caminos; en
situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales (¡cuántos
millones de cristianos han entregado su alma a Dios mirando una imagen de la
Virgen, o recitando con sus labios o solo en su pensamiento el dulce nombre de María!),
o sencillamente al doblar una esquina en la que apenas se distingue una imagen
de la Señora; en tantas y en tan diversas situaciones, millares de voces, en
lenguas diversísimas, han cantado las alabanzas a la Madre de Dios. Es un
clamor ininterrumpido en toda la tierra, que atrae cada día la misericordia de
Dios sobre el mundo, y que no se explica sino por un expreso querer divino.
«Desde los tiempos más antiguos –recuerda el Concilio Vaticano II– la
Bienaventurada Virgen María es honrada con el título de Madre de Dios,
a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus
oraciones»4.
Todo
el pueblo cristiano ha sabido siempre llegar a Dios a través de su Madre. Con
una experiencia constante de sus gracias y favores la ha llamado Omnipotencia
suplicante, y ha encontrado en Ella el atajo –«senda por donde se abrevia
el camino»– para llegar a Dios. El amor ha inventado numerosas formas para
tratarla y honrarla. La Iglesia ha fomentado y bendecido constantemente esta
devoción a Santa María como camino seguro para llegar hasta el Señor, «porque
María es siempre camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede
menos que terminar en un encuentro con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa
el continuo recurso a María sino buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y
con Ella a Cristo, Nuestro Salvador, a quien los hombres –en los desalientos y
peligros de aquí abajo– tienen el deber y experimentan la necesidad de
dirigirse como a puerto de salvación y fuente transcendente de la vida?»5.
II. En
este mes de mayo muchos buenos cristianos tienen singulares manifestaciones de
piedad a la Virgen Santa María, que alegran todos los días del mes. Siguen de
cerca aquella recomendación del Concilio Vaticano II: «ofrezcan todos los
fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que
Ella, que estuvo presente con sus oraciones en las primicias de la Iglesia,
también ahora, ensalzada en el cielo sobre todos los santos y los ángeles,
interceda ante su Hijo»6.
Y en otro lugar: «tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios de
piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos»7.
Preguntémonos
hoy en nuestra oración qué propósitos tenemos y cómo los estamos llevando a
cabo para tratar a Nuestra Madre Santa María a lo largo de este mes en que
tradicionalmente los cristianos honran más especialmente a la Virgen.
La
dedicación a la Virgen en el mes de mayo nació del amor, que siempre buscó
nuevas maneras de expresarse, y de la reacción contra las costumbres paganas
que existían en muchos lugares en el «mes de las flores». Entre las Cantigas
de Santa María del Rey sabio existe una que comienza con las palabras:
«¡Bienvenido mayo!...». En ella, Alfonso X exalta ya el retorno de mayo porque
nos invita a rogar con más honor a María, para que nos libre del mal y nos
colme de bienes.
En
nuestros días, los cristianos, que queremos estar siempre muy cerca de Ella, le
ofrecemos especiales obsequios durante el mes: romerías, visitas a alguna
iglesia a Ella dedicada, pequeños sacrificios en su honor, ofrecimiento del
estudio o del trabajo bien acabado, el rezo más atento del Santo Rosario... «De
una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre
de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona
viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y
alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo (...).
»¿Cómo
se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero
siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso
por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío,
sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo
necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez
los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño
obsequio, unas palabras expresivas.
»En
nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de
piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella.
Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han
adquirido el hábito de saludar –no hace falta la palabra, el pensamiento basta–
las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles
de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el Santo Rosario, en
el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan
los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos
centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la
semana (el sábado) (...), ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando
más especialmente en su maternidad»8.
III. Una
manifestación tradicional de amor a nuestra Madre es la romería a
un santuario o ermita de la Virgen, con carácter penitencial –expresado quizá
en un pequeño sacrificio: ir andando desde un lugar oportuno, vivir algunos
detalles de sobriedad que cuesten sacrificio...– y con sentido apostólico,
procurando acercar más a Dios a aquellas personas que nos acompañan, y rezando
con particular piedad el Santo Rosario.
La romería puede
ser un momento muy oportuno para hacer un apostolado fecundo con nuestros
amigos. En esos santuarios y ermitas, miles de personas han encontrado gracias
ordinarias y extraordinarias de la Madre de Dios: unos han comenzado una vida
nueva, después de realizar una buena Confesión de sus pecados, quizá después de
muchos años; otros han vislumbrado la llamada del Señor a una entrega más plena
al servicio de Dios y de las almas; otros han encontrado ayuda para salir
adelante de dificultades graves del alma o del cuerpo... Nadie se marchó nunca
de esos lugares con las manos vacías. Pablo VI señalaba cómo la Providencia,
«por caminos frecuentemente admirables, ha distinguido a los santuarios
marianos con un sello particular»9.
A
estos lugares, pequeños o grandes, donde hay una especial presencia de la
Virgen acuden personas para dar gracias, para alabar a María, para pedir
(¡cuántas veces Santa María habrá escuchado allí peticiones urgentes y
esperanzadas!) y también para recomenzar de nuevo después de haber vivido quizá
lejos de Dios. Porque, como dice Juan Pablo II, la herencia de fe mariana de
tantas generaciones no es en esos lugares marianos mero recuerdo de un pasado, sino
punto de partida hacia Dios. «Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir
vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y
esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe
mariana. Porque en esa continuidad religiosa, la virtud engendra nueva virtud.
La gracia atrae gracia»10.
Estas
metas de peregrinación, que se remontan a los primeros siglos, son hoy incontables
y están esparcidas por toda la tierra. Han sido fruto de la piedad y del amor
de los cristianos hacia su Madre a través de los siglos. Preparemos nosotros en
la oración nuestra romería, con sentido apostólico, con carácter
penitencial (que facilita la oración y la eleva con más prontitud a Dios) y con
una gran devoción mariana, expresada en el rezo lleno de piedad del Santo
Rosario. No olvidemos que nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía
que un día hiciera nuestra Señora: Me llamarán bienaventurada todas las
generaciones... No olvidemos en este mes tener, cada día, singulares
muestras de amor con Nuestra Señora.
1 J.
Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Rialp, Madrid 1957,
pp. 215-216. —
2 Lc 11,
27. —
3 Lc,
1, 48. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 66. —
5 Pablo VI,
Enc. Mense maio, 29-IV-1965. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 69. —
7 Ibídem,
67. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 142. —
9 Pablo
VI, Carta a las Rectores de los santuarios marianos,
1-V-1971. —
10 Juan
Pablo II, Homilía en Zaragoza, 6-XI-1982.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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