Por Tomás Straka
El outsider y la
historia
Todo indica que Herrera
Luque llegó a la literatura a través de la historia. Boves, el urogallo parece
ser la continuación de Las personalidades psicopáticas y La
huella perenne, dos compilaciones de ensayos aparecidas en 1969. Ambas lograron
captar mucha atención, en especial La huella perenne, en la que estudia a
un conjunto de psicópatas y otros trastornados de la historia y con la que gana
el Premio Nacional de Medicina. Quien escribe no tiene claro el orden en el que
Herrera Luque fue iniciando sus trabajos, pero el Boves parece ser
un largo ensayo sobre la más psicopática de todas las personalidades
psicopáticas del pasado venezolano, pero que rompió las bordas y se convirtió
en una novela. Como pasa con muchas novelas, es probable que Boves cobrara vida
propia, se escapara de los límites del ensayo que, en efecto, escribió sobre el
personaje y le demostrara que sólo en una novela podía desplegar toda su fuerza
de antihéroe atormentado y contradictorio.
El matrimonio entre la
psiquiatría y la historia tenía largos e importantes antecedentes, pero para
finales de la década de 1960 era algo que se consideraba dejado atrás. En las
Escuelas de Historia y las otras donde se estudiaba e investigaba la disciplina
a nivel superior, la historia era considerada una ciencia social en la que las
explicaciones de base biológicas básicamente no tenían lugar. Y no por razones
irrelevantes. El biologicismo quedó muy desprestigiado después de la Segunda
Guerra Mundial debido a muchas de sus consecuencias (el darwinismo social, la
idea de razas superiores e inferiores, la inferioridad biológica de la mujer,
las políticas eugenésicas… y por ahí hasta llegar a los nazis y los campos de
exterminio), dando paso al marxismo y al funcionalismo que no veían ninguna
necesidad de estudiar las razas, la antropometría, la herencia, para explicar
aquello que la economía, las relaciones sociales o los valores explicaban
suficientemente bien. Tal vez fueron muy extremistas en su desecho de lo
biológico (hubo de esperarse al desarrollo de la genética y la neurociencia
para que volviera a ser tomado realmente en cuenta), pero en su momento
lograron disipar demasiadas cosas que demostraron ser pseudo ciencia.
Ya dentro de lo
específicamente venezolano, el hecho de que la sociología pesimista -como
en un juego de palabras sus críticos denominaron a la positivista- consideró
que por razones de clima y raza estábamos condenados a vivir bajo la fusta de
los Gendarmes Necesarios. Debido a ello la democracia requería, por sobre
todas las cosas, desmentirla. En consecuencia, a la corriente mundial contra el
biologicismo se unieron muy rápido las dinámicas del país. Veamos un
caso, que con mucha probabilidad no le fue indiferente al joven Herrera Luque:
para 1951, cuando Carlos Siso recibe el premio del Instituto de Cultura
Hispánica por La formación del pueblo venezolano, el conjunto de sus ideas
raciales y geográficas aún estaba más o menos vigente, y de cualquier modo lo
estaba lo suficiente como para que los regímenes de Venezuela y España, muy
aliados entonces, lo aplaudieran a través de una de las instituciones clave de
la diplomacia cultural del franquismo. Pero sólo siete años después, en 1958,
en la recién fundada Escuela de Historia, un libro como el Siso ya parecía
antediluviano.
Así las cosas, la
“Neurosis de los hombres célebres de Venezuela”, de Lisandro Alvarado (1893), o
un estudio aún sugestivo como la Psicopatología del Libertador (1916),
de Diego Carbonell, no se ocupaban de asuntos que en realidad les interesaran a
los historiadores del momento. Asimismo, el célebre trabajo de Eduardo Fleury
Cuello, Estudio antropométrico de la colección de cráneos motilones (1953),
no podía animar demasiado a un estructuralista o a un marxista de la nueva
camada de antropólogos. Aún lo genético no se había desarrollado lo suficiente
como para demostrar que, más allá de los excesos de la eugenesia y el racismo,
no todo estaba equivocado en lo de la carga hereditaria de las personas y las
poblaciones. Y aunque un joven historiador recién llegado de su postgrado
en México, Elías Pino Iturrieta, ya se asomaba con su muy renovadora Mentalidad
venezolana de la emancipación (1971), lo subjetivo, lo inconsciente, la
psique, como aspectos esenciales para entender la historia, aún necesitaban
esperar un buen par de décadas para difundirse.
De modo que si ha de
buscarse una escuela de Herrera Luque, ésta se encontraba en la medicina, no en
la historia de la época. Los médicos, por razones obvias, siguieron muy
interesados en los temas de herencia, y por esa vía continuaron con la antropología
física que ya no entusiasmaba a los historiadores. La tesis de Herrera Luque en
la Universidad Central de Venezuela, Bosquejos para una interpretación
antropológica de Venezuela, está en esta línea, y la que hizo para su
doctorado, los citados Viajeros de Indias, era una continuación de este
esfuerzo, pero ya con las herramientas de la psicohistoria. Herrera Luque
afirmará que en esa obra “están ya los principios fundamentales que en los años
venideros desarrollé en el ámbito literario”. En España estudió bajo dirección
de José López Ibor, pero es muy probable que se encontrara, si no lo había
hecho ya en Caracas, con la obra de Gregorio Marañón, la gran figura, en
realidad el creador, de la psicohistoria en el mundo hispánico. La huella
perenne y Los viajeros de Indias son esencialmente trabajos de
la psicohistoria española. Incluso en el estilo desenfadado y ágil de su prosa
es posible identificar alguna afinidad, consciente o inconsciente, con Marañón.
En la década de 1970,
paralelamente a sus novelas, escribió un conjunto de ensayos sobre personajes
históricos, o del presente político de entonces, pero que ya estaban pasando a
la historia, como Rómulo Betancourt y Gustavo Machado, y algunos francamente
históricos. El más famoso de todos fue el dedicado a Simón Bolívar, que le dio
título al libro en el que los compiló, Bolívar de carne y hueso, y otros
ensayos (1983). Se trata de un texto obligatorio para quien quiera
entender a esa alma tan compleja, llena de baches, contrastes y agitación, que
fue la de Simón Bolívar. ¿Y cómo no recordar cuando leemos al “ensayo
biológico” que Marañón le dedicó a Enrique IV de Castilla? ¿No parece La
huella perenne el libro de un discípulo de Marañón, con esos reyes
perturbados que estudia, como Pedro El Cruel y Juana La Loca, todos en la línea
de Enrique IV El Impotente?
Así Herrera Luque
terminó de delinear su perfil de outsider. Cercano a la psicohistoria española
cuando en Venezuela no era leída por nadie -o por casi nadie-, tributario de
los grandes médicos de una generación anterior, interesado en ensayos
“biológicos” de la historia -como Carbonell y Marañón-, cuando la acusación
de biologicista bastaba para desacreditar a cualquiera, y, encima,
novelista; no había modo de que los historiadores lo vieran algo distinto a un
intruso. Al principio, según ha podido recoger quien escribe, su Boves, el
urogallo fue leído entre los historiadores con el mismo deleite con el que
lo leyó el resto de los venezolanos. Los problemas comenzaron cuando, cada vez
más, la gente empezó a citarlo a él y no a los historiadores profesionales,
como su referencia en temas históricos: el temido “lo leí en Herrera Luque”.
Eran los tiempos en los que Germán Carrera Damas lideraba un giro copernicano
en los estudios históricos venezolanos, cambiando de arriba a abajo la forma en
la que se la veía en la academia. Irreverente, crítico, autor de dos
revisiones fundamentales, la de la figura histórica de Boves y la del culto a
Bolívar, aparecidas respectivamente en 1964 y 1969, su encuentro con Herrera
Luque fue cuestión de tiempo. Se leyeron y apreciaron mutuamente, aunque no sin
diferencias, en especial en torno a la capacidad de una novela para sentar
tesis histórico-historiográficas.
¿Fue ésa la intención de Herrera Luque a la hora de escribir sus novelas? Aunque es algo que merecería una investigación mayor, todo indica que sí. En ellas parece cumplir un programa, recorre la historia venezolana y da una explicación de la misma. Y una, además, presentada de forma divertida y sugerente. Herrera Luque afirmó que sus historias son “verídicas” y “verosímiles”. Con respecto a lo primero, cabe la matización de que también aclaraba que eran fabuladas, pero con respecto a lo segundo, no cabe duda de que todo lo que escribió, si no lo fue, al menos parece ser muy verosímil. ¿Cómo no iba a aparecer un montón de personas citándolo a la hora de hablar de historia?
La historia vista por
el outsider
Temáticamente, las
novelas de Herrera Luque recorren la historia venezolana desde la conquista
hasta la segunda mitad del siglo XX. Y no lo hacen sólo para enmarcar el
desarrollo de unas determinadas tramas, sino con una intención, salvando las
debidas distancias, tolstoiana. Aunque en grados mayores todas las novelas
históricas contienen alguna tesis sobre la historia, no es exactamente lo
mismo Salambó que el proyecto de La Guerra y la paz. En el
primer caso, la historia sirve de base para un relato, en el segundo, el relato
sirve de medio para una gran explicación de la historia. En Venezuela existía
el antecedente de Enrique Bernardo Núñez, en especial Cubagua, que al
mismo tiempo es un gran cuadro histórico de Venezuela y la primera gran novela
de lo que años después sería el Boom. Y también, claro, la obra de Arturo Uslar
Pietri, que, de hecho, había arrancado también con el tema de Boves.
La segunda novela de
Herrera Luque, En la casa del pez que escupe agua (1975), es una
secuela del Boves, en la que, a través de una familia, se ve la
continuidad desde la muerte del caudillo en 1814 hasta de Juan Vicente Gómez en
1935, aunque la novela se proyecta con un epílogo cuarenta años más, con la
llegada de Carlos Andrés Pérez a la presidencia de la república. Estos tres
hitos (Boves-Gómez-Pérez) ya hablan de una visión de la historia, pero la tesis
fundamental de la novela está en otra parte: hay una continuidad en las élites
nacidas en la colonia, que han jugado un papel fundamental en el moldeado del
país. Pero eso no significa, ni remotamente, que hace un retrato complaciente
de ellas, sino al contrario. Esa continuidad es un plano inclinado. Las elites
coloniales han ido desmigajándose, y en la medida que pierden poder, deben
reacomodarse a las circunstancias, transigir en casi todo, aguantar con una
sonrisa a los caudillos a los que en el fondo respetan, y aprovechar en lo que
puedan los negocios. El retrato es casi tan duro como el que hizo
Rómulo Betancourt en la década de 1930. Cosa notable, porque del mismo modo que
Herrera Luque no tiene rodeos a la hora de describir la larga decadencia de la aristocracia,
manifiesta sus reservas frente a la democracia instituida en 1958. La idea
decimonónica de Boves como el “primer jefe de la democracia venezolana” se
reconduce en su obra con la imagen de desorden y demagogia que en esta novela,
en Los cuatro reyes de la baraja y en la distópica 1998, hace de
Betancourt, uno de sus personajes constantes, de Jóvito Villalba y de Pérez.
No es una visión muy
optimista la de Herrera Luque. Si la chispa criolla de muchos de sus personajes
hace sonreír, a veces durante páginas enteras, en conjunto con su obra ocurre
lo que se dice del Quijote: a la primera lectura, da risa; a la segunda, hace
llorar. La base teórica está, como dijo, en Viajeros de Indias, es decir,
en la psicohistoria. La tesis central es que hay, digamos, una psicología (¿un
pathos?) que define a los venezolanos. Más allá de los avatares de la economía,
cuya importancia de ningún modo niega, o de las variables de geografía o raza,
a las que le atribuye poco o nada, es en sus características psicológicas donde
podemos hallar la clave para entender por qué hemos tomado las decisiones que
tomamos, haciendo, para bien o para mal (sobre todo para mal), a Venezuela lo
que es. Hay una “huella” que no se puede terminar de borrar.
Cuando En la casa
del pez que escupe agua el linaje desparece en 1975, con la tragedia del
último de sus descendientes, está cerrando un ciclo, pero tal vez no desvaneció
la huella. Extranjero por sus valores y sentimientos, sin memoria real ni
conexión con el mundo de sus mayores, su tragedia es sólo broche a una
desaparición que ya había ocurrido. Es algo que hoy, con las familias cuyos
descendientes están desperdigados por el mundo, se ve en toda su amplitud. No
deja de sorprender que Herrera Luque lo haya entrevisto tan claro hace medio
siglo. 1998, póstuma y distópica, de una Venezuela que básicamente
desaparece aquel año, demuestra hasta qué punto fue precisa su intuición. De
más está decir que En la casa del pez que escupe agua generó una
sensación casi tan grande como el Boves. Objeto de numerosísimas
ediciones, lo convirtió en una referencia de la literatura tanto en Venezuela
(donde la república de las letras seguía siendo bastante remisa a su obra)
como, cada vez más, en el exterior. Gabriel García Márquez le tributó un enorme
respeto, así como se lo tributó Betancourt, quien se halló ante el caso de
verse convertido en el personaje de una novela. Hasta donde se sabe, la visión
crítica de Herrera Luque no impidió que Betancourt, con su usual sentido de
historia, elogiara la obra. Si sus visiones de la élite durante el gomecismo
coincidían, para mediados de los setentas estaban comenzando a compartir
también las del rumbo que el país estaba tomando.
El interés por los
mantuanos de Herrera Luque es la propia base psicohistórica de su
obra. “La psiquiatría es mi locura, la literatura es mi terapéutica”, dijo en
una entrevista. Tal vez la psiquiatría era también parte de la terapéutica. A
riesgo de pecar de audaces a la hora de enmendarle la plana a un psiquiatra, si
una locura tuvo, fue la historia. Proveniente él mismo de una
familia mantuana, fue en gran medida su propia saga, los cuentos de sus
abuelos, las referencias de tiempos y glorias idos, uno de los basamentos de su
obra. Su celebérrimo Los amos del Valle abre el ciclo cuyo final ya
había descrito En la casa del pez que escupe agua. Se trata del cuadro de
los tiempos coloniales, cuando las elites lo eran de verdad, amos del Valle de
Caracas, de todos sus alrededores, de los llanos hasta donde había alcanzado la
espada y la cruz. Dueña de las tierras, de los animales, de las gentes, sientan
las bases del país. Un tiempo en el que aún Boves no las había mancillado,
Gómez no las había controlado como quien controla a un caballo domeñado, con el
fuete y los estribos; y el petróleo no las dejaba atrás en la escala de las
nuevas riquezas.
Pronto Herrera Luque
volvería a ser un fenómeno mediático con sus micros radiales de La
Historia Fabulada (1981), que después aparecerían en dos libros que otra
vez fueron un éxito de ventas. Sólo le faltaba a Herrera Luque abordar la
conquista de forma literaria. La luna de Fausto (1983) de algún modo
respondió a ello, aunque no del todo. Herrera Luque ya parecía haber dicho lo
que tenía que decir de la historia venezolana, y se entregó, aunque en el
escenario venezolano, a un problema más general. Apegado a los temas y
tiempos marañonianos, la novela tiene menos vocación de ensayo histórico
y, según la crítica, con eso adquiere una estatura literaria mayor. Es, por lo
tanto, un tema que debe dejarse a especialistas en la materia.
Ya no es un outsider
La mayor victoria de un
forastero, bien sea inmigrante o conquistador, es que con el tiempo dejen de
considerarlo como tal. Que sea naturalizado. Aunque las paces de la
academia con Herrera Luque es algo que aún no se ha completado, a treinta años
de su muerte pocos discutirán que tiene un lugar como autor de obras
importantes. Para unos, importantes siquiera porque se leyeron mucho y siguen
generando gran influencia, pero cada vez más por sus valores literarios. En la
historiografía, el biologicismo sigue siendo cosa del pasado, la
psicohistoria en realidad no es leída por los historiadores, al menos no por la
mayor parte de los venezolanos, y la genética, que está empezando a hacer
cambios enormes en nuestra forma de ver el pasado, sobre todo en lo referente a
la evolución, no ha regresado a la herencia y otras huellas a
interpretaciones de aspectos más recientes.
No obstante, con la
historia de las mentalidades, la entrada con fuerza de lo antropológico
con sus indagaciones sobre las imaginaciones y las sensibilidades, y la
creciente importancia del lenguaje para entender a la historia, sabemos que el
inconsciente (aunque no se le llame así) y las anécdotas de personas comunes y
cosas íntimas, son tan importantes como los cuadros estadísticos. Además,
después de la verdadera revolución que en términos estilísticos comenzaron
autores como Manuel Caballero y Elías Pino Iturrieta, comprendemos que la buena
escritura no va reñida con la solvencia académica. Mucho del éxito de algunos
historiadores actuales se debe a una combinación de prosa ágil con anécdotas
vivas, que sirven para apuntalar tesis de aliento.
Así las cosas, y
advirtiendo que por muy verídicas y verosímiles que
sean, las novelas son obras de ficción, el Herrera Luque novelista ya no es un
outsider tan completo (del Herrera Luque ensayista no hay discusiones serias al
respecto). Viendo lo que nos preocupa ahora y la forma en la que lo escribimos,
debemos admitir que nos hemos acercado. Viendo, también, que muchas de las
tesis que presentó a través de sus novelas se han verificado con el tiempo, es
tal vez el momento de bajar un poco la guardia. Al menos ya no debe temer tanto
aquello de que “lo leí en Herrera Luque”. Es cuando menos una invitación a
dialogar.
***
Se agradece a Carlos
Sandoval y a Carmen Verde por su ayuda en la redacción de este texto.
Isaac López detonó, con sus
agudos señalamientos, algunas de las reflexiones que acá se desarrollaron.
Las frases citadas de
Herrera Luque fueron tomadas de la entrevista que le hizo Juan Alberto Dávila
en la revista Imagen en 1991. La misma se puede leer en la web de
la Fundación Francisco Herrera Luque.
El texto de Alfredo Schael,
“Algo del laberinto de Herrera Luque”, aparecido en el Papel
Literario, el 16 de abril de 2021, fue de un valor inestimable para la
redacción de este artículo.
La conferencia de Manuel
Rojas Pérez, “Rómulo Betancourt en la pluma de Francisco Herrera Luque”,
pronunciada el 19 de febrero de 2013, es un texto cuya lectura es
esclarecedora.
María Susana Harrington y
Rosmar Brito tienen un estudio sobre la historia en la obra de Herrera Luque
que representa todo un aporte: “Los amos del valle de Francisco Herrera
Luque: un análisis desde lo intrahistórico”, Inter Sedes. Vol. X.
(19-2009). 130-150. ISSN: 1409-4746.
03-06-21
https://prodavinci.com/francisco-herrera-luque-y-su-tiempo-la-victoria-del-outsider-ii/
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