Francisco Fernández-Carvajal 07 de junio de 2021
@hablarcondios
— La
transubstanciación.
— El
Sagrario: presencia real de Cristo.
—
Confianza y respeto ante Jesús Sacramentado.
I. Visus,
tactus, gustus in te fallitur... Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el
tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo
que ha dicho el Hijo de Dios; nada más verdadero que esta palabra de verdad1.
Cuando
la vista, el gusto y el tacto juzgan sobre la presencia –verdadera, real y
substancial– de Cristo en la Eucaristía fallan totalmente: ven las apariencias
externas, los accidentes; perciben el color del pan o del vino, el olor, la
forma, la cantidad, y no pueden concluir sobre la realidad allí presente porque
les falta el dato de la fe, que llega únicamente a través de las palabras con
las que nos ha sido transmitida la divina revelación: basta con el oído
para creer firmemente. Por eso, cuando contemplamos con los ojos del alma
este misterio inefable debemos hacerlo «con humilde reverencia, no siguiendo
razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la
Revelación divina»2,
que da a conocer esta verdadera y misteriosa realidad.
La
Iglesia nos enseña que Cristo se hace realmente presente en la Sagrada
Eucaristía «por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y la
conversión de toda la susbstancia del vino en su sangre, permaneciendo
solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con
nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa
Iglesia conveniente y propiamente transubstanciación»3.
Y la misma Iglesia nos advierte que cualquier explicación que se dé para una
mayor comprensión de este misterio inefable «debe poner a salvo que, en la
misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y
el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que el
adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente
presentes delante de nosotros, bajo las especies sacramentales de pan y de
vino»4.
«Por
la misma naturaleza de las cosas», «Independiente de mi espíritu»... Después de
la Consagración, en el Altar o en el Sagrario en el que se reservan las Formas
consagradas, Jesús está presente, aunque yo, por ceguera, no hiciera el menor
acto de fe y, por dureza de corazón, ninguna manifestación de amor. No es «mi
fervor» quien lo hace presente; Él está allí.
Cuando,
en el siglo iv, San Cirilo de Jerusalén desea explicar esta extraordinaria
verdad a los cristianos recién convertidos, se vale, a modo de ejemplo, del
milagro que llevó a cabo el Señor en las bodas de Caná de Galilea, donde
convirtió el agua en vino5.
Se pregunta San Cirilo: si hizo tal maravilla al convertir el agua en vino,
«¿vamos a pensar que es poco digno de creer el que convirtiese el vino en su
Sangre? Si en unas bodas hizo este estupendo milagro, ¿no hemos de pensar con
más razón que a los hijos del tálamo nupcial les dio su Cuerpo y Sangre para
alimentarlos? (...). Por lo cual, no mires al pan y al vino como simples
elementos comunes..., y, aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe
debe darte la certeza de lo que es en realidad»6;
esta realidad es Cristo mismo, que, inerme, se nos entrega. Los sentidos se
equivocan completamente, pero la fe nos da la mayor de las certidumbres.
II. En
el milagro de Caná, el color del agua fue alterado y tomó el del vino; el sabor
del agua cambió igualmente y se transformó en sabor de vino, de buen vino; las
propiedades naturales del agua cambiaron... Todo cambió en aquel agua que
llevaron los sirvientes a Jesús. No solo las apariencias, los accidentes, sino
el mismo ser del agua, su substancia: el agua fue convertida en vino por las
palabras del Señor. Todos gustaron aquel vino excelente que pocos momentos
antes era agua corriente.
En la
Sagrada Eucaristía, Jesús, a través de las palabras del sacerdote, no cambia,
como en Caná, los accidentes del pan y del vino (el color, el sabor, la forma,
la cantidad), sino solo la substancia, el ser mismo del pan y del vino, que
dejan de serlo para convertirse de modo admirable y sobrenatural en el Cuerpo y
en la Sangre de Cristo. Permanece la apariencia de pan, pero allí ya no hay
pan; se mantienen las apariencias del vino, pero allí no hay nada de vino. Ha
cambiado la substancia, lo que era antes en sí misma, aquello por lo que una
cosa es tal a los ojos del Creador. Dios, que puede crear y aniquilar, puede
también transformar una cosa en otra; en la Sagrada Eucaristía ha querido que
esta milagrosa transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de
Cristo pueda ser percibida solo por medio de la fe.
En el
milagro de la multiplicación de los panes y de los peces7,
la substancia y los accidentes no sufrieron alteración alguna: pan y peces
había al principio, y este mismo alimento fue el que comieron aquellos cinco
mil hombres, quedando saciados. En Caná, el Señor transformó sin multiplicarla
una cantidad de agua en otra igual de vino; en aquel lugar apartado donde le
habían seguido aquellas multitudes, Jesús aumentó la cantidad, sin
transformarla. En el Santísimo Sacramento, a través del sacerdote, Jesús
transforma la substancia misma, permaneciendo los accidentes, las apariencias.
Cristo no viene con un movimiento local, como cuando uno se traslada de un
lugar a otro, al Sacramento del Altar. Se hace presente mediante esa
admirable conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su
Sangre. Quod non capis, // quod non vides // animosa firmat fides... Lo
que no comprendes y no ves, una fe viva lo atestigua, fuera de todo el orden de
la naturaleza...8.
Cristo
está presente en la Sagrada Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad. Es el mismo Jesús que nació en Belén, que hubo de huir a Egipto en
brazos de José y de María, el que creció y trabajó duramente en Nazareth, el
que murió y resucitó al tercer día, el que ahora, glorioso, está a la derecha
de Dios Padre. ¡El mismo! Pero es lógico que no pueda estar del mismo modo,
aunque su presencia sea la misma. «En orden a Cristo –escribe Santo Tomás de
Aquino– no es lo mismo su ser natural que su ser sacramental»9.
Pero la realidad de su presencia no es menor en el Sagrario que en el Cielo:
«Cristo, todo entero, está presente en su realidad física, aun corporalmente,
aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar»10.
Poco más podemos decir de esta admirable presencia.
Cuando
vamos a verle, podemos decir, en el sentido estricto de las palabras: estoy
delante de Jesús, estoy delante de Dios. Como lo podían decir aquellas gentes
llenas de fe que se cruzaron con Él en los caminos de Palestina. Podemos decir:
«Señor, miro el Sagrario y falla la vista, el tacto, el gusto..., pero mi fe
penetra los velos que cubren ese pequeño Sagrario y te descubre ahí, realmente
presente, esperando un acto de fe, de amor, de agradecimiento..., como lo
esperabas de aquellos sobre los que derramabas tu poder y tu misericordia.
Señor, creo, espero, amo».
III. Al
juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto... En la
Sagrada Eucaristía, en verdad, los sentidos no perciben la presencia más real
que existe a nuestro alrededor. Y esto es así porque se trata de la presencia
de un Cuerpo glorificado y divino: es, por consiguiente, una presencia divina,
«un modo de existir divino», que difiere esencialmente de los modos de ser y de
estar de los cuerpos sometidos al espacio y al tiempo.
La
Eucaristía no agota los modos de presencia de Jesús entre nosotros. Él nos
anunció: Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los
tiempos11. Y lo está de muchas maneras. La Iglesia nos recuerda que
está presente en los más necesitados, de la familia y de los que no conocemos;
está presente cuando nos reunimos en su nombre12.
De una manera particular, está en la Palabra divina...13.
Todos estos modos de presencia son reales, pero en la Sagrada Eucaristía está
la presencia de Dios entre nosotros por excelencia, dado que en este sacramento
está Cristo en su propia Persona, de una manera verdadera, real y substancial.
Esta presencia –enseña Pablo VI– «se llama real no por exclusión, como si las
otras no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial, ya que por
ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y Hombre, entero o íntegro»14.
Pensemos
hoy cómo hemos de comportarnos en su presencia, con qué confianza y respeto.
Meditemos si nuestra fe se vuelve más penetrante al estar delante del Sagrario,
o si prevalece la oscuridad de los sentidos, que permanecen como ciegos en
presencia de esta realidad divina. ¡Cuántas veces le hemos dicho a Jesús: «Creo,
Señor, firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con
profunda reverencia...»!
Los
milagros de las bodas de Caná y de la multiplicación de los panes y de los
peces que antes hemos considerado, nos pueden ayudar también a sacar mayor provecho
para comprender mejor este prodigio del amor divino. En uno y otro milagro,
Jesús requiere la colaboración de otros. Los discípulos distribuirán el
alimento a la muchedumbre y quedarán todos satisfechos. En Caná, dirá a los
servidores: llenad las vasijas de agua; y ellos las
llenaron hasta arriba, hasta que ya no cabía más. Si hubieran
estado remisos y hubieran puesto menos agua, la cantidad de vino también habría
sido menor. Algo semejante ocurre en la Sagrada Comunión. Aunque la gracia
siempre es inmensa y el honor inmerecido, Jesús pide también nuestra
colaboración; nos invita a corresponder, con nuestra propia devoción, a la
gracia que recibimos, nos recompensa en la proporción en que encuentra en
nuestros corazones esa buena disposición que nos pide. El deseo cada vez mayor,
la limpieza de nuestro corazón, las comuniones espirituales, la presencia
eucarística a lo largo del día y de modo particular al pasar cerca de un
Sagrario..., nos capacitarán para llenarnos de más gracia, de más amor, cuando Jesús
venga a nuestro corazón.
1 Himno Adoro
te devote, 2. —
2 Pablo
VI, Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965. —
3 ídem, Credo
del Pueblo de Dios, 30-VI-1968, 25. —
4 Ibídem.
—
5 Cfr. San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógicas, 4ª, 2.
—
6 Ibídem,
4ª, 2 y 5. — 7 Cfr. Jn 6,
1 ss. —
8 Secuencia Lauda,
Sion, Salvatorem. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3. q. 76, a. 6. —
10 Pablo
VI, Enc. Mysterium
fidei, cit. —
11 Mt 28, 20. —
12 Cfr. Mt 18, 20. —
13 Cfr. Conc. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, 7.
—
14 Pablo
VI, Enc. Mysterium fidei, cit.
Tomado
de https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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