Paulina Gamus 02 de junio de 2021
¡Cómo
han cambiado los tiempos! Aún recuerdo que cuando pasaba un entierro los
hombres que usaban sombrero descubrían su cabeza; la gente en la calle
guardaba silencio en señal de respeto. No vamos a negar que los velorios en las
casas de familia, o en las funerarias, eran lugar propicio para chismes y hasta
chistes, pero siempre de manera silenciosa y para nada ofensiva al difunto (a)
o sus familiares.
La
muerte siempre tuvo un lugar principalísimo en la poesía desde la Edad Media
hasta entrado el ya materialista siglo XX. Por ejemplo, un anónimo del siglo
XIV: «O piensas, por ser mancebo valiente o niño de días, que alueñe estaré, e
fasta que llegues a viejo impotente la mi vanida me detardaré? Avíate
bien, que yo llegaré a ti a dessora, que non he cuidado que tú seas mancebo o
viejo cansado, que cual te fallare tal te llevaré».
De
Jorge Manrique, siglo XV : «Mundo es el camino para el
otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tin para andar esta
jornada sin errar. Partimos cuando nascemos, andamos mientras
vivimos, e llegamos al tiempo que feneçemos; assí que cuando morimos,
descansamos.
Anónimo
siglo XV: «Donde antes la soberbia, dando leyes, se prenden hoy los viles
animales. ¿Qué os arrogáis, ¡oh príncipes!, ¡oh reyes!;si en los ultrajes de la
muerte fría comunes sois con los demás mortales?»
Quizá
ningún poeta como Gustavo Adolfo Bécquer dedicó tanta pluma y
espíritu al tema de la muerte: «Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al
cielo? ¿Todo es sin espíritu podredumbre y cieno?: Al ver mis horas de
fiebre e insomnio lentas pasar, a la orilla de mi lecho, ¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano tienda, próximo a expirar, buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará? Cuando la muerte vidríe de mis ojos el cristal, mis
párpados aún abiertos, ¿quién los cerrará? Cuando la campana suene (si suena,
en mi funeral), una oración al oírla, ¿quién murmurará? Cuando mis pálidos
restos oprima la tierra ya, sobre la olvidada fosa, ¿quién vendrá a llorar?
¿Quién, en fin, al otro día, cuando el sol vuelva a brillar, de que pasé por el
mundo, ¿quién se acordará?».
Puede
ser —¿por qué dudarlo?— que hasta 1999, año de la invasión bárbara a este país
llamado Venezuela, la muerte de cualquier persona, incluso un adversario
político, obligara a ser respetuoso con esa circunstancia y con su
protagonista.
A los
entierros de personas que en vida no fueron nuestras amigas, acudíamos como un
acto de disculpa por las diferencias que mantuvimos.
*Lea también: Hannah Arendt y el totalitarismo, por Marta de la
Vega
Con la
invasión bárbara, la reencarnación de Atila en el cuerpo y mente de Hugo Chávez
se expresó así ante la desaparición física de distintos venezolanos. Tras la
muerte del cardenal Rosalio Castillo Lara: «Me alegra que haya muerto ese
demonio vestido de sotana, ojalá se esté pudriendo en el infierno como se
merece, sé que se retorcerá eternamente viendo avanzar la revolución…». Ante la
muerte del expresidente Carlos Andrés Pérez: «Yo no pateo perro muerto… No
habrá luto nacional porque hoy murió un corrupto, un dictador…». Otras
de las crueles palabras de Hugo Chávez fueron las dirigidas a la señora
Gladys Diab, madre de los asesinados hermanos Faddoul: «Deje la lloriqueadera y
deje que esos muchachos descansen en paz».
Viendo
estos ejemplos ofrecidos por quien debía dar ejemplos, ¿podría sorprendernos
la avalancha de odio racista que se produjo a raíz de la muerte de
Aristóbulo Istúriz? Que cada quien expresara su repudio a lo que fue Aristóbulo
en vida, a su papel vergonzoso como funcionario del régimen, especialmente con
su gremio —el de los educadores— sería comprensible. Pero que la mayoría
de los insultos se haya centrado en el color de su piel, en su condición de
afrodescendiente, como se le dice ahora hipócritamente a nuestros negros, me
pareció abominable.
Los
prejuicios raciales y religiosos son propios de gente mediocre y resentida y
fueron los que dieron lugar a capítulos horrendos en la historia como el
Holocausto nazi en contra de los judíos, las matanzas en la guerra de
Bosnia-Herzegovina entre cristianos y musulmanes y la masacre de los tutsis a
mano de los hutus en Ruanda, con la venganza posterior, igualmente
sangrienta, de la víctimas contra sus victimarios.
El
fallecimiento del general Jorge García Carneiro, casi eterno gobernador del
estado Vargas, ha originado otra clase de reacciones: el humor y la chispa
venezolanos han salido a relucir para relacionar esa muerte con la inocultable
afición del difunto a la bebida.
Debo
hacer una confesión o mea culpa: he tenido que reírme con muchos de
los memes, post y tuits que hacen alusión a las licorerías, destilerías de
whisky y otras empresas dedicadas al negocio del alcohol que hoy guardan duelo
o están en peligro de bancarrota por la desaparición física de uno de sus más
devotos clientes.
A eso
hemos llegado, dos países: uno que llora a sus muertos (los
que «vuelan alto») y otro que se burla y viceversa. Morir
en Venezuela ha perdido todo lo que puede tener de trascendente el hecho de
partir para siempre de este mundo. ¿Se podrá seguir usando la frase descanse en
paz?
Paulina
Gamus
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