Trino Márquez 03 de junio de 2021
@trinomarquezc
Nicolás
Maduro anunció con cierto júbilo que en el país se encuentra una delegación de
Noruega que vino a facilitar el diálogo entre la oposición y el gobierno. Al
declarar sobre el tema, insistió en las tres proposiciones que ha mencionado en
repetidas oportunidades: dialogará si los actores aceptan su legitimidad,
reconocen la Asamblea Nacional electa en diciembre pasado y le devuelven a la
nación, es decir a él, los activos del Banco Central y Pdvsa, congelados en el
exterior.
Ni
siquiera asomó estar dispuesto a debatir sobre asuntos que pongan en riesgo su
permanencia en Miraflores. El tema de las elecciones presidenciales
transparentes, supervisadas por la comunidad internacional, no aparece en el
horizonte. Su relación con el diálogo es ambivalente. Necesita mostrarse
flexible frente a Estados Unidos, la Unión Europea y naciones como Canadá, para
intentar que se desmonten aunque sea en parte las sanciones que pesan sobre el
gobierno, pero no está dispuesto a ceder ni un ápice de su poder. Desea que el
tiempo transcurra, llegar a 2024, terminar su mandato, reelegirse en unas
elecciones en las cuales no tenga ningún rival de peso, y continuar gobernando
hasta que el cuerpo aguante; o emerja dentro de su propio partido un
contrincante capaz de derrotarlo en una contienda interna. Esas son sus
aspiraciones. Nada diferentes a las de cualquier autócrata. Sus modelos son
Vladimir Putin, Alexander Lukashenko, Bashar al-Ásad y Daniel Ortega, quienes
cumplen con el ritual de convocar elecciones cuyos resultados se conocen de
antemano.
Este
panorama, pintado a trazos muy gruesos, nos lo describen y recuerdan a quienes
saludamos el acercamiento entre el gobierno y la oposición y la intervención de
Noruega, algunos analistas y políticos demócratas, que se consideran los únicos
que ven lo obvio: la compra de tiempo por parte de Maduro. Los partidarios del
diálogo quedamos como unos ilusos incapaces de ver la aviesa trampa que les
tiende Maduro a los ingenuos líderes opositores. Hablo de candidez, en el mejor
de los casos, pues para otros observadores y políticos se trata de
colaboracionistas o mercaderes cuyo único fin es ponerse en unos reales.
Estos
personajes no ofrecen ninguna alternativa viable. Si no es el diálogo, entonces
qué es. ¿La confrontación callejera con el régimen? ¿La lucha clandestina con
células como las que tenían los argelinos cuando la ocupación francesa, o los
adecos y comunistas en la dictadura de Pérez Jiménez? ¿Un nuevo paro petrolero?
¿Una huelga general indefinida? ¿Una invasión como la de Bahía de Cochinos o
formar una ‘contra’ como la que hubo en Nicaragua? ¿O sumergirse en los barrios
populares durante años, o décadas, para organizar al pueblo?
Frente
a estos aspectos concretos de la lucha política, las respuestas siempre son
como para escribirlas en mármol: ‘el único diálogo posible será cuando Maduro
salga del poder’; ‘el único acuerdo aceptable es que el usurpador abandone
Miraflores’. Frases inflamadas de un voluntarismo inútil, que no da ninguna
pista acerca de qué hacer en medio de la debilidad extrema en la cual se encuentra
la oposición: dividida, con algunos de sus principales líderes en el exterior,
con organizaciones inhabilitadas y sin una base social que le sierva de
argamasa para sostenerse.
En
medio de este cuadro tan desolador, conocido al dedillo por el gobierno y
aprovechado al máximo por Maduro, hay que preguntarse ¿qué puede hacer la
oposición para obtener el mayor beneficio en una coyuntura en la cual el
gobierno desea que se levanten aunque sea parcialmente las sanciones
internacionales? ¿En el actual estado de debilidad, qué es lo máximo que puede
obtenerse? A Maduro le interesa reunirse con la oposición porque piensa en cómo
montar una coartada que le sirva para aliviar el peso de las sanciones. A la
oposición le conviene sentarse con Maduro porque, a pesar de su estado
famélico, la comunidad internacional sigue reconociéndola como interlocutor
válido y alternativa de poder frente a la camarilla que hundió al país en la
miseria.
Se
trata de una boda convenida para resolver las debilidades de dos grupos que se
repelen mutuamente, pero que se necesitan. El oficiante, la comunidad
internacional, conoce la animadversión que siente el uno por el otro. Por ello,
tratará que el contrato surgido de esa unión sea algo muy parecido al pacto que
puedan firmar Hamás y los judíos. El primero incluyó en sus principios la
destrucción del Estado de Israel. El gobierno israelita, por su parte, es
condenado por la opinión pública mundial cada vez que uno de sus misiles cae
sobre la Franja de Gaza. La manifiesta superioridad de Israel no genera
admiración, sino rechazo. Los medios de comunicación internacionales simpatizan
son la causa palestina.
El
tema no pienso discutirlo aquí. Lo importante es que si palestinos y judíos son
capaces de sentarse a negociar, también la oposición venezolana debe ser capaz
de dialogar con el régimen para buscar alguna salida al drama nacional.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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