Por Jesús Piñero
Marino Alvarado abrió
la puerta de su casa y encendió la luz de la sala. Fue entonces cuando
descubrió los fusiles apuntándolo. Cinco funcionarios de la Dirección de
Inteligencia Militar (DIM) allanaban el lugar donde vivía alquilado. Sabía que
podía ocurrir en cualquier momento. El gobierno de Luis Herrera Campins
perseguía a los miembros del partido político Bandera Roja. Él era uno de
ellos.
Después de la masacre
de Cantaura, una operación militar contra la guerrilla ocurrida en el centro
del estado Anzoátegui el 4 de octubre de 1982, el ambiente se puso tenso para
los miembros de la organización. Si bien la lucha armada en el país había
terminado hacia finales de los años 60, aún quedaban movimientos subversivos,
los últimos vientos de la Guerra Fría.
Marino estaba con sus
hermanos y a ellos también se los llevaron presos. Los oficiales de la DIM los
ubicaron en vehículos diferentes. En el camino, ante un descuido de los
funcionarios, Marino botó por la ventana una libreta con números de teléfonos
anotados en claves e información sobre el partido. La guardaba en la cartera.
Uno de los militares se dio cuenta y le dio un golpe en las costillas con el
fusil que tenía. El dolor le duró un par de horas.
Él no era un
guerrillero realmente, pero tenía conocimiento de las actividades subversivas
contra la democracia y conocía bien los postulados de la lucha armada, porque
en su casa recibió formación de izquierda. Eso lo volvía un sospechoso para las
fuerzas de seguridad del Estado. Sus padres eran inmigrantes colombianos y él
había nacido en Palmira, una pequeña población cerca de Cali, en el
departamento del Valle del Cauca.
Llegó a Venezuela en
1967, con 9 años de edad. Entonces, vivía en San Bernardino y estudió hasta
tercer año de secundaria en el Liceo Rafael Urdaneta. Cuarto y quinto año de
bachillerato lo hizo en el Liceo Santos Michelena, también en el centro de la
capital venezolana.
A los 14 años, su padre
le regaló un libro que lo marcó: El proceso de Burgos, de Gisèle Halimi,
recuento de los juicios ejecutados por la dictadura de Francisco Franco en
contra de 16 miembros de la ETA, una organización socialista. A ese le siguieron
un cómic basado en El diario del Che en Bolivia y Las venas
abiertas de América Latina del uruguayo Eduardo Galeano. Con ellos, Marino
conoció las ideas de izquierda, de una sociedad justa e igualitaria.
Combinaba la lectura
con tres actividades deportivas. Practicaba futbolito, karate y atletismo
simultáneamente. Lo hacía en los campos de la Universidad Central de Venezuela
(UCV), que entonces era el nicho de las luchas sociales de la izquierda
venezolana.
Un día, al pasar por
las afueras del Aula Magna, Marino se encontró con una huelga de empleados
universitarios. Él, conmovido por las exigencias de los trabajadores y decidió
colaborar; los ayudó a pintar unas pancartas. Le gustó y por eso al día
siguiente volvió. Fue invitado a participar en una reunión de los Comités de
Luchas Populares (CLP), las fachadas legales de Bandera Roja. Desde ese
momento, ingresó a las filas de la tolda y se unió a la lucha
revolucionaria.
A comienzos de los años
80, Bandera Roja mantenía focos guerrilleros en toda Venezuela, por lo cual se
hizo necesario que algunos de sus dirigentes se trasladaran a varias ciudades
del interior. El movimiento político se estaba reorganizando.
A Marino le propusieron
Ciudad Bolívar, cosa que le pareció interesante. Sin embargo, las cosas
empezaron a salirle mal cuando, el 4 de octubre de 1982, en la población de
Cantaura, las fuerzas militares del Estado venezolano masacraron a los enemigos
de la democracia. El despliegue comenzó a un cuarto para las 6 de la mañana y
se prolongó por un par de días. El resultado: 23 muertos de los 41 guerrilleros
perseguidos.
Después del suceso, la
familia de Marino le pidió que regresara a Caracas, porque el ambiente no
auguraba buenos tiempos para Bandera Roja. Y aunque él les hizo caso y retornó
a la capital del país, una llamada vino a subvertir su calma. Era la dueña de
la casa donde vivía alquilado en Ciudad Bolívar. Lo llamaba para que fuera a
recoger sus cosas porque tenía que desocupar el lugar. Marino, quien acaba de
cumplir 25, salió para Bolívar la mañana del 27 de febrero de 1983. Lo
acompañaban sus hermanos, uno de 29 y otro de 18. Llegaron al anochecer, el
reloj de muñeca le marcaba las 6:30 pm.
Fue esa noche cuando
los detuvieron a los tres. Los trasladaron a un módulo policial de Ciudad Bolívar.
En la celda que les tocó había poco más de 70 personas. Todos eran presos
comunes. Aunque el oficial que les abrió la reja les dijo a los reos que los
tres eran violadores, Marino logró explicarles que él era un dirigente político
y que sus hermanos no tenían nada que ver con lo que sucedía.
Cuatro prisioneros que
estaban en otra celda –y que eran como los líderes del presidio– escucharon la
explicación. Al día siguiente, ordenaron que fueran trasladados a la suya. Al
principio les asustó, luego comprendieron que consiguieron protección.
Luego de la reclusión
vinieron los interrogatorios y las torturas. Una vez, en una habitación oscura,
unos oficiales lo mandaron a desvestirse. Él les hizo caso. Sentado en la
silla, esperando lo peor, preparado psicológicamente para el dolor, sólo
escuchó la voz del policía que lo llevó hasta ese cuarto: “Vístete de nuevo,
rápido”.
Marino notó cierto
nerviosismo entre los funcionarios. Horas después entendió lo que ocurrió; la
consulesa de Colombia fue a visitarlo a la cárcel, su madre la había llamado.
Marino era ciudadano colombiano y, por consiguiente, responsabilidad del
gobierno de ese país. Se escabulló de una posible tortura dolorosa. Salvado por
la campana como quien dice.
Los tres fueron
juzgados por tribunales militares. Sus hermanos fueron puestos en libertad
cinco meses más tarde. A Marino le tocó una condena más larga en la Cárcel de
La Pica, al oriente del estado Monagas. En ese tiempo leyó muchos libros sobre
historia de Venezuela. Le gustaba el Derecho, era algo que quería estudiar
antes de estar preso. Allí pensó que esa sería una de las cosas que haría al
obtener de nuevo la libertad.
Dos años y medio más
tarde, en 1985, salió de La Pica cuando el recién instalado gobierno de Jaime
Lusinchi dictó una serie de sobreseimientos a los presos políticos. Marino fue
parte del tercer lote que salió de la prisión.
La realidad económica
era distinta a la que imperó hasta 1983. Las consecuencias del Viernes Negro,
ocurrido dos semanas antes de su arresto, habían impactado severamente en la
economía venezolana. Atrás quedaron los años 70, la época de opulencia
económica.
Marino quería
estabilidad y se propuso lograr lo que soñaba tanto detrás de las rejas: quería
estudiar. Presentó la prueba en la Universidad Central de Venezuela e ingresó a
la Escuela de Trabajo Social, sin embargo, después pudo encaminarse hacia la
Escuela de Derecho, donde no estuvo al margen del acontecer político.
A pesar de la
experiencia en la cárcel por su vinculación a Bandera Roja, como estudiante
ucevista participó en la formación, junto a otros compañeros, de un grupo
estudiantil llamado “Derecho para todos”, con el que invitaban a expertos y
brindaban asesoría jurídica gratuita a las personas de bajos recursos.
Estando en esa
organización conoció a la gente del Programa Venezolano de Educación-Acción en
Derechos Humanos (Provea), que dictó un taller sobre la formación en Derechos
Humanos. Fue allí cuando una compañera le comentó que en esa organización
habían abierto un concurso para juristas.
A Marino le faltaban
pocos meses para recibir su título de abogado, sin embargo, decidió postularse.
Una entrevista fue suficiente para que las autoridades de Provea se dieran
cuenta del potencial que tenía Marino, no sólo como activista social, sino
también como orador.
Ingresar a la organización
significó para él una ampliación dentro de su campo profesional; aparte de
dedicarse a los litigios nacionales e internacionales, igualmente adquirió
experiencia como investigador en el área de Derechos Humanos. Paralelamente,
ejercía como abogado privado para una oficina.
Corrían los años
finales de la década de los 90 y un malestar político recorría cada rincón de
Venezuela. Las expectativas crecían alrededor del militar Hugo Chávez, un outsider que
había salido de la cárcel y era candidato a las elecciones presidenciales de
diciembre 1998.
Para muchos, Chávez
representó una esperanza para el nuevo período presidencial que se avecinaba.
Su proyecto prometía una transformación. Detrás de él se encontraban los
dirigentes de la mayoría de las tendencias políticas de izquierda que hasta el
momento habían estado fuera del poder. Marino y su familia no dudaron en
respaldar al candidato. Él los llenó de esperanza.
Tras la victoria
presidencial de Chávez, el 6 de diciembre de 1998, el equipo de Provea solicitó
una reunión con el nuevo presidente, la cual no fue difícil de conseguir. La
organización venía de trabajar con Rafael Caldera y con los entonces activistas
sociales Julio Borges y Leopoldo López. En la reunión con Chávez, Marino y sus
compañeros le expresaron una preocupación: temían que siendo militar, también
se militarizara la gestión pública.
Ese día, a comienzos de
1999, Marino le obsequió a Chávez un libro con un discurso de Jorge Eliécer
Gaitán, el líder colombiano asesinado en 1948. Su madre lo tenía guardado y se
lo había mandado a Chávez como obsequio.
Sin embargo, el primer
choque ocurrió un año después, la publicación de un informe sobre la violación
de los Derechos Humanos por parte de los militares en el contexto del deslave
de Vargas desató la ira del nuevo mandatario.
En su programa
dominical Aló Presidente, Chávez atacó a los activistas de Provea acusándolos
de pretender manchar la imagen de las Fuerzas Armadas mientras sus integrantes
sacrificaban la vida por el país. Años más tarde, frente a las evidencias, el
mandatario reconocería su error, pero las relaciones ya se encontraban
deterioradas. Hugo Chávez los engañó.
Los vínculos con el
poder siempre se mantuvieron y eso es algo que considera fundamental cuando se
trata de defender los Derechos Humanos. A pesar de que el gobierno de Nicolás
Maduro ha sido represivo, no ha dejado de mantener contacto con su
administración. Eso le ha sido beneficioso en varias oportunidades, incluso
cuando él mismo ha sido el afectado.
El 1 de octubre de
2015, a las 5:30 de la tarde, unos delincuentes entraron a su apartamento
ubicado en el sector Bellas Artes de la capital venezolana, donde Marino se
encontraba con su hijo de 8 años. El hecho ocurrió después de que Diosdado
Cabello hiciera unas declaraciones en su contra. Sin embargo, carece de pruebas
que lo inculpen.
Esa noche, el
Ministerio Público se comunicó con él e inmediatamente se encargaron del caso.
No hubiera sido así si no lo conocieran. Él admite que la comunicación es
importante: “Lo reivindico porque más allá de la confrontación hay que mantener
el diálogo con gente que piensa distinto”.
***
Este texto se produjo bajo
la dirección y coordinación de la asociación civil Medianálisis (medianalisis.org) como
parte de un proyecto para reseñar y destacar el trabajo de la sociedad civil en
Venezuela.
09-06-21
https://prodavinci.com/marino-alvarado-mas-alla-de-la-confrontacion-hay-que-mantener-el-dialogo1/
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