Humberto García Larralde 26 de octubre de 2021
Al leer la novela del reconocido escritor nicaragüense, Sergio Ramírez, Tongolele no sabía bailar, resalta la similitud entre lo ocurrido recientemente en el país centroamericano y la descomposición política y moral vivida en Venezuela bajo Maduro. Se refiere a los trágicos acontecimientos de 2018, cuando fue reprimida la masiva protesta contra las reformas al sistema de seguridad social, con turbas de malandros y esbirros “revolucionarios” armadas por los cuerpos de seguridad. Parece una hoja tomada de la experiencia venezolana. Terminó ese año con la muerte de más de 300 nicaragüenses por fuerzas represivas al servicio de Daniel Ortega y su esposa-vicepresidente, Rosario Murillo. En su mayoría fueron jóvenes, muchos de ellos estudiantes universitarios y de secundaria.
Ramírez
ha aclarado en entrevistas posteriores que lo que escribió fue una novela y que
no pretendió hacer un reportaje riguroso de estos hechos como documento
histórico. No obstante, ello en absoluto le resta autenticidad a su obra. Quien
sepa algo de la historia reciente de Nicaragua, conoce que Sergio Ramírez,
además de laureado escritor premiado internacionalmente por sus novelas, fue
militante activo del Frente Sandino de Liberación que derrocó la dictadura de
Anastasio Somoza en Nicaragua. Integró la Junta
de Gobierno de Reconstrucción Nacional creada tras el triunfo de
la Revolución
Sandinista y luego fue vicepresidente del gobierno de Daniel Ortega
(1985-90). A pesar de romper en 1990 con sus antiguos compañeros de lucha,
siguió viviendo, hasta hace poco, en su país. Esta novela no deja dudas de que
su autor está muy familiarizado con las idiosincrasias y vicisitudes de sus
compatriotas, como con la naturaleza dictatorial del régimen. Tan bien refleja
lo padecido en la sangrienta represión de 2018, que fue prohibida su
circulación en Nicaragua y Ramírez obligado, en julio de este año, a exiliarse.
La
similitud entre Venezuela y Nicaragua no es una mera casualidad. Ambos
regímenes son expresión de autocracias sumamente crueles que, con tal de
mantenerse en el poder, no han vacilado en desatar la guerra contra su propia
población, apoyándose en instrumentos propios del terrorismo de Estado. El
ductor de tan nefasto comportamiento ha sido, en ambos casos, la dictadura
cubana, que ha acumulado una vasta experiencia reprimiendo, de raíz, cualquier
protesta. “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución, nada”,
gustaba decir Fidel, parodiando a Mussolini[1]. En este sentido, los tres países
conforman una especie de modelo, cada uno con sus particularidades, que
ilustran las perversidades de aquellos dispuestos a desmantelar el Estado de
Derecho liberal en nombre de una “revolución”.
En
Nicaragua y Venezuela la corrupción tuvo un papel central en la destrucción de
la institucionalidad democrática, disfrazada, en ambos casos, con una retórica
revolucionaria, más genuina –al menos al principio– en el país centroamericano.
Fueron conformándose autocracias altamente centralizadas, sin autonomía ni
equilibrio de poderes, transparencia ni rendición de cuentas, que forjaron
complicidades que sirvieron para amalgamar los intereses de quienes ejercen el
control del Estado. En Venezuela, la corrupción fue conscientemente dirigida
por Chávez hacia los componentes más indignos de la Fuerza Armada. Logró, así,
que traicionaran sus lealtades para con la patria en pro de las oportunidades
de lucro que les ofrecía, dependientes, claro está, a que aquellas fuesen
transferidas hacia él mismo.
En
Nicaragua se hizo evidente que el poder corrompe, Lord Acton dixit.
La primera etapa del gobierno sandinista terminó con la tristemente célebre
“piñata”, en la que casas y otros bienes de la oligarquía desplazada pasaron a
manos de muchos “comandantes”. Sin embargo, fue cuando el pacto de Ortega con
el expresidente Alemán, prometiendo absolverlo –estaba preso por corrupto– a
cambio de que los partidarios de éste en la Asamblea Nacional apoyasen la
rebaja del porcentaje de votos requeridos para evitar una segunda vuelta
electoral, que la corrupción terminó entronizándose como política. Así regresó
Ortega al poder, después de 16 años, con apenas 38% de los votos. Siguiendo el
ejemplo de Maduro, fue adulterando comicios subsiguientes para garantizar su
permanencia en el poder, llegando a hacer elegir a su esposa, Rosario Murillo,
su vicepresidente. Para las elecciones presidenciales del próximo noviembre, ha
fabricado infundios con los cuales meter presos o ahuyentar del país a sus
rivales democráticos, asegurando su probable victoria, no obstante la fuerte
caída en su popularidad.
Como
en nuestro país, lo anterior se posibilitó conculcando la independencia del
poder judicial y relajando otros resguardos institucionales, para poder forjar
las complicidades requeridas para afianzar su poder. Al igual que en Venezuela,
se fue conformando un Estado patrimonial, en el que muchos meten la mano,
siempre y cuando –fiel a la prédica de Fidel—se mantuvieran “dentro de la
revolución”. El botín a repartir provino en buena parte de la ayuda de Chávez a
Nicaragua: petróleo a descuento, financiamientos generosos, preferencias
comerciales, programas sociales, viviendas y otras inversiones. Destaca el caso
de Albanisa, empresa mixta entre Pdvsa y Petronic (Nicaragua), denunciada como
fondo de recursos para usufructo discrecional del dúo Ortega-Murillo.
En
resumen, el “modelo” reseñado se basa en regímenes de expoliación, con fuerte
protagonismo de una casta militar corrupta, que se ampara en discursos
revolucionarios construidos con base en simbolismos y mitos épicos de la
izquierda comunista. Con la destrucción del Estado de Derecho se ha instalado
una situación de anomia, propia de Estados fallidos, en el que una oligarquía
militar – civil hace y deshace, con auxilio de medios violentos, en su
prosecución del lucro. Para ello polariza al país entre los suyos –patriotas,
los buenos– y quienes tilda como enemigos, Se comporta como ejército de
ocupación, violando consuetudinariamente los derechos de estos últimos.
En
fin, son regímenes gangsteriles, que se cobijan en una burbuja ideológica
izquierdosa que les provee de una falsa realidad, ante la cual están eximidos
de tener que justificar sus atropellos. El régimen cubano, celosa y férreamente
controlado en el pasado por un exaltado comandante que no aceptaba límites a
sus delirios, financiado generosamente por la extinta URSS y luego, Chávez,
comparte este estado de descomposición, sobre todo, en lo que respecta al papel
hegemónico, discrecional, de su Fuerza Armada y aparatos de seguridad. Las
críticas que hacen terceros se descalifican por provenir de enemigos de la
“revolución”, de la derecha, agentes del imperio. Izando la bandera
anti-EE.UU., han concitado importantes apoyos externos, muchos de regímenes
similares a los suyos –Rusia, Bielorrusia, Turquía—pero también de la teocracia
iraní y de China. Asimismo, cuentan entre sus aliados a organizaciones
criminales, tanto de la región (FARC disidente, ELN) como del cercano oriente
(Hezbolá). Y –no podía faltar– tienen la absolución de políticos e
intelectuales de una izquierda en Europa y EE.UU. que, por sus posturas
intolerantes y primitivas, son indistinguibles de la derecha retrógrada.
Eventos
recientes en América Latina parecen amenazar a la institucionalidad democrática
en la región. Las señaladas vinculaciones con la extrema izquierda del
recientemente electo presidente del Perú; los devaneos populistas de Nayib
Bukele en El Salvador; las posturas primitivas del chauvinismo de AMLO, en
México; temores de una orientación antiliberal de la nueva constitución a
redactarse en Chile; las insinuaciones de Bolsonaro de perpetuarse en el poder;
y la inestabilidad preelectoral en Colombia, son indicios preocupantes. El
peligro que plantean estos procesos es que, de continuar sin atenuantes,
terminen degradados en regímenes dictatoriales de nuevo tipo, similares a los
de Venezuela y Nicaragua. Los ingredientes populistas, tan enraizados en la
historia regional, el interés de redes criminales internacionales y el
sempiterno empeño desestabilizador de Cuba, están ahí.
Humberto
García Larralde
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