José Luis Farías 24 de octubre de 2021
@fariasjoseluis
La
otra cara:
El
pesimismo merodea en cuanto ambiente encuentra, se escurre sin permiso en todas
las salas, anda convertido en el signo más constante del estado de ánimo del
venezolano.
No hay conversación, sea cual sea el tipo de encuentro en el que se produzca, que no esté presidida por la desesperanza y el desaliento, dominada por las desgracias propias y ajenas.
No se
puede asegurar que el pesimismo es la causa de la crisis que sufrimos, pero sin
duda es una importante razón que la alimenta y nos impide dejarla atrás.
Nos ha
hecho su prisionero y hasta cierto gozo, suerte de “Síndrome de Estocolmo”,
pareciera que encontramos en esa trampa del sentimiento de fatalidad que nos
acogota cada vez que los riegos se profundizan.
El
afán pesimista en el intelectual
Aunque
suene contradictorio, si en algún nicho la desesperanza se anida, en ocasiones
con exagerado morbo, es en muchas mentes lúcidas. Con demasiada frecuencia
revienta en las plumas más inteligentes, incluso en las que hagan esfuerzos
sinceros por sembrar optimismo.
Es un
afán del que casi ningún intelectual ni opinador político se libra y del que
muchos deliberadamente no prescinden, el fatalismo le sirve de inspiración para
barrer cualquier idea considerada inútil por contraria, mientras drena
frustraciones particulares.
Se puede
decir que el pesimismo es una carta de presentación empleada por no pocos
opinadores, políticos o intelectuales, para ser reconocidos y
aplaudidos, mientras van destruyendo cualquier iniciativa a punta de sorna,
vehemencia, ejemplos y argumentos inteligentes y audaces, para satisfacer egos
personales irradiando desdeño en la conciencia colectiva.
Abundan
los ejemplos de fatalismo en cualquier país. No es para nada exclusivo de los
venezolanos.
Además
del discurso político donde se reproduce arteramente, la cultura en general
también está impregnada de mucha fatalidad, por supuesto, sin que ello
desmerezca la calidad de las obras creadas.
La
literatura está repleta de ficciones basadas en el aciago destino que destroza
existencias. La Biblia está cundida de lamentaciones del corte “mi alma ha
sido privada de la paz, he olvidado la felicidad”.
En la
tragedia griega se advierte claramente en el designio del Oráculo de
Delfos sobre Edipo para que mate a su padre y case con su propia madre,
como en tantas otras tragedias.
La
literatura clásica ni hablar, baste recordar en Shakespeare el destino de Romeo
y Julieta o la tragedia de Macbeth.
O
citar al Quijote:
“-¡Santo
Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? —dijo don Quijote—. Mira no me
engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.”
Muchas
de las mejores obras del Booom latinoamericano inundan sus páginas con
el “complejo de inferioridad” y la “vergüenza de
origen” que pulula en nuestros países abonando la fatalidad; en tanto
algunas, como “Crónica de una muerte anunciada” o “El coronel no
tiene quien le escriba” anuncian desde el título la fatalidad en la que
fundan su ficción.
Contra
el fatum
Los
intersticios de la sociedad venezolana están llenos de frustración como signo
de la identidad nacional. El complejo de ser un pueblo con destino incierto ha
sido alimentado por novedosas tesis del fracaso que han hincado sus colmillos
en el espíritu nacional, no sin recibir respuestas.
La
presión de las fauces del fatalismo, sustentada en la tesis del “gendarme
necesario” que condenaba a los venezolanos a vivir bajo la tutela del
gomecismo, sostenida brillantemente por Laureano Vallenilla Lanz en
su “Cesarismo Democrático”, recibió respuesta pionera de Augusto Mijares
en su obra “La interpretación pesimista de la sociología
hispanoamericana”, publicada por vez primera en 1938.
El
poeta Luis Beltrán Guerrero dio cuenta en su célebre “Máximas Pesimistas”,
escrito en 1959 y publicado en 1962, de las más conocidas frases de políticos e
intelectuales venezolanos que son muestra elocuente de de
las “radiografías oscurecidas de nuestra psicología individual y social”.
En
honor a la verdad, debemos admitir que nuestra intelectualidad no se ha quedado
en secundar o en profundizar el fatum de las lamentaciones. Mijares y
Guerrero han tenido continuadores en Maritza
Montero: “Ideología, alienación e identidad nacional” (1991), Thamara
Hannot: “La mirada inconforme. Una exploración crítica de la literatura de
pensamiento en Venezuela” (1996), y Aníbal Romero: “Visiones del fracaso:
intelectuales y desilusión en la Venezuela moderna” (2002).
Valga
mencionar también el breve pero intenso ensayo de Tomás Straka sobre “La
trampa del pesimismo” interrogándose con dolor “¿Por qué siempre
mirar lo peor?” Y respondiendo: “Tal vez por la facilidad del pe
simismo, que a la postre no obliga a levantar la cerviz (no hay que buscar
epígonos distintos a los de la Eman cipación, ergo, no estamos obligados a ser
mejores si no se nos pone en el trance de ganar otro Ayacucho), o por la
costumbre, que tanto conviene a los regímenes de turno, de declarar que todo lo
inmediatamente anterior fue peor y que éste, ahora sí, retoma rá la senda del
Libertador”.
Y por
qué no mencionar el tenaz artículo “Parches del pesimismo” de Mibelis
Acevedo advirtiendo que “el pesimismo asumido no como acto de lucidez, no
como ejercicio de sano escepticismo, prudencia frente a la estrechez o
aceptación del principio de realidad, sino como arma para demonizar el
aprovechamiento de la ventana de incertidumbre, sólo contribuiría a esa
despolitización”.
Entre
la Libertad y el Pesimismo
El
pensamiento político que ha acentuado en el ADN del venezolano esa vocación
autoflagelante que alienta el “capitis deminutio” de la población,
condenándola a vivir en una permanente situación angustiosa que desgana el
deseo de luchar por el cambio, tiene sus inicios desde los prolegómenos de la
república.
No
pocos de los textos emblemáticos del pesimismo nacional encuentran su origen
ligados a circunstancias particulares vividas por personajes históricos que
dejaron caer alguna frase convertida con el tiempo en verdad absoluta que
oprime la conciencia del venezolano.
“Bochinche,
bochinche; esta gente no sabe hacer sino bochinche”, fueron las palabras de
Francisco de Miranda a su edecán Carlos Soublette, la madrugada del 31 de julio
de 1812, alumbrando a las caras de Simón Bolívar, Tomás Montilla y Rafael
Chatillon quienes habían entrado a su habitación en la vivienda del traidor
Manuel María de las Casas, en La Guaira, para apresarlo y entregarlo al
realista Domingo Monteverde.
Una
frase de “desilusión total” y “desdeñosa amargura” en un
momento de supremo desengaño, anotaría en su biografía sobre Miranda el inmenso
Mariano Picón Salas.
Años
más tarde, el 17 de diciembre de 1830, en la hacienda San Pedro Alejandrino,
Colombia, un Simón Bolívar moribundo pronunciaría su última frase que
arrastraría ese mismo sentimiento de frustración.
Según
se cuenta, Bolívar con débil voz dijo a su médico:
-¿Sabe
usted, doctor, lo que me atormenta al sentirme ya próximo a la tumba?
?No,
mi general.
?La
idea de que tal vez haya edificado sobre arena movediza y arado en el mar.
Otra
frase difundida hasta la saciedad por los venezolanos en algún momento de
desengaño de su vida en forma resumida: “he arado en el mar”. Expresión
que le da un tono trágico y sensiblero al desasosiego experimentado por Bolívar
con la derrota política que habría sufrido su proyecto de la Gran Colombia.
Derrota que la historiografía de entonces convirtió en “traición”, versión
aupada por el régimen que hoy desgobierno al país, tal cual lo denunciara Elena
Plaza en su discurso de incorporación a la Academia Nacional de la Historia.
Vaya
paradoja, nuestro pesimismo hunde sus orígenes en los días que
apenas dábamos nuestros primeros pasos libertarios y los conflictos internos
nos consumían.
Es
entre todos
No es
tarea fácil desalojar el pesimismo del alma nacional, son interminables y
tramposos los vericuetos de ese laberinto que a cada vuelta nos regresan al
mismo lugar.
La
salida de la pastosa ruina en la cual estamos hundidos, que nos impone la
parálisis y decreta de antemano la imposibilidad de avanzar, debe comenzar con
un cambio de actitud, que descubra y enfrente la trampa del derrotismo con un
optimismo razonable, paciente, que construya soluciones y alternativas.
La
clave es andar sin fantasías que con harta frecuencia nos devuelven a la
frustración, fijar un cable a tierra de lo que es realmente posible alcanzar,
emprender con tenacidad la lucha por restablecer el control de nuestro destino
para zafarnos de la tutela autoritaria fundada en la fuerza represiva sobre
nuestra desazón.
La
búsqueda en el pasado debe ser para encontrar aprendizajes en la tradición de
valores como el trabajo y la honradez que permitieron edificar la república hoy
destruida por la barbarie. Formular balances que precisen errores, no para
acentuar el lamento sino para evitar repetirlos, que descubran aciertos que nos
guíen como referentes útiles. Valorar las contribuciones individuales y
colectivas del esfuerzo ciudadano en construir la democracia.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico