Américo Martín 19 de diciembre de 2021
Fue en
esa época, para bien y para mal, cuando ser o dárselas de popular se convirtió
en arma para zaherir a los rivales, un hábito del cual no nos hemos librado, y
probablemente nunca lo haremos.
Los
políticos y sus imitadores se vestirán en momentos propicios «como el pueblo» o
como imaginaban que era el pueblo. Se arrancarán la corbata, incorporarán giros
populares y hasta esquineros, con el fin de demostrar su simpatía por los
excluidos y, de paso, conseguir votos.
El odio izquierdoso contra las humildes corbatas arranca, creo, de aquellas inclinaciones. La fobia se ha incrementado con el tiempo a medida que movimientos autoidentificados con la causa del pueblo alcanzan posiciones de poder.
No fui
nunca, ni lo soy ahora, un devoto de ese artículo de vestir, pero no por
razones «ideológicas». Restringía su uso a situaciones convencionales: fiestas
formales, velorios, matrimonios. Pero la pandemia contra la inocente corbata ha
seguido invadiendo el territorio. Parece que no ponérsela en el parlamento
sería algo así como una prenda de firmeza revolucionaria. Cuando, siendo
diputado, no se me daba llevarla, juro que lo hacía por pura comodidad sin
creerme una suerte de conjurado en plan de romper soterrados privilegios
burocráticos. Digamos, algo parecido a un fuerte acto de liberación en lucha
abierta contra el formalismo encorbatado.
La
vindicación popular se extenderá al pelo largo, por influencia del
extraordinario movimiento hippie de EE. UU., Inglaterra y progresivamente el
mundo, incluyendo países del área socialista. Se dejaban largas cabelleras y
agresivas barbas para deslindarse del estilo lampiño de los profesionales
triunfadores y los hijos de los ricos, aunque muchos de ellos lo fueran. El
punto era cuestionar sin mayor riesgo. La protesta consistía en «no colaborar».
Entre las cosas más revolucionarias: pisar la hierba donde un cartelito lo
prohibía. Las muchachas mostrarían sus senos, se popularizaría la transgresión
de las drogas. Algo pueril, sin duda, en el fondo contra ellos mismos, pero de
atractivos perfiles sicodélicos y culturalmente liberador, lo reconozco.
Sin
embargo la moda fue permeando hacia los jóvenes profesionalmente exitosos.
Comenzaron a aparecer los yuppies, empresarios informales, emprendedores de
cabello largo y barbas retadoras. Si inicialmente todo tenía un contenido de
inofensiva protesta, la asimilación de la moda por las «clases protestadas» la
hizo más indiscernible.
¿El
movimiento fue entonces inútil? No, para nada: de alguna manera había
triunfado. El mundo siguió adelante. Probablemente sin percatarse mucho llevaba
su marca.
Me
parece que en esto de las corbatas se urde secretamente otra vuelta de la
manivela. Dada la victoria definitiva de los enemigos de ese símbolo prendario,
podría preverse un vuelco inesperado.
Usar
retadoramente la corbata pasaría a ser la nueva manera de protestar.
¿Cómo
valorar esos cambios? ¿Son malos o buenos?
Simplemente
son cambios en la forma de vestir, pasos adicionales desde los ceñidos corsés a
los pantalones femeninos y del peinado engominado al revuelto y libre. Y en ese
sentido proporcionan una prueba viviente de que la moda y la cultura están en
permanente cambio, en constante transformación. Envolver tales cambios en la
dialéctica de la revolución y contrarrevolución ha sido una de las más suaves e
inútiles tonterías. Pero en los años 40 y aún 50 todavía estábamos lejos de la
erupción del fenómeno, cuya plena expresión se manifestará durante las dos
décadas siguientes.
Yves
Saint Laurent
Cuando
en 1969 salí en libertad, hasta ahora por última vez, mis pasos me llevaron
hacia mi antigua querencia universitaria. Al llegar se me encima un muchacho
peludo y barbado.
—¿Y
por qué siendo tan revolucionario no te dejas crecer la barba?
Era un
joven agradable y de aspecto sincero.
—¿Y
para qué? —le respondo.
—Para
protestar.
No
estaba bien que me burlara un poco y no lo hice en respeto a su rebeldía e
inconformidad. Pero le dije:
—¿Protestar
contra los barberos? ¿Ha hecho algo el gremio que yo ignore?
Pero
en verdad, ¿para qué diablos —por ejemplo— puede servir ese pedazo de trapo
amarrado y colgando del cuello?
Bueno,
será para lo mismo que les sirve el lápiz labial a las mujeres o los bigotes a
los hombres. Los motivos no son pragmáticos o éticos sino estéticos y la gente
es tan libre de dejarse crecer la barba como de recortársela, de pintarse los
labios como de no hacerlo, de encorbatarse o no. Nadie debe ser colgado o
colgada de una cuerda por escoger una o la otra opción.
Curiosamente
opinó sobre este asunto Yves Saint Laurent, un artista de la alta costura, un
visionario de la estética.
—¿Para
qué puede servir la corbata?
—La
corbata debe ser un alarido sobre la camisa, exclamó.
Soy
obtuso en estos delicados matices, por eso no cometería el exceso de decir que
lo sigo, pero sin duda lo comprendo. Entreveo un fondo de razón en sus
palabras. Para un esteta como él, si vas a habituarte a esa prenda debe ser
para disparar una centella de colorido múltiple desde tu blanca camisa. Saint
Laurent debió ser un surrealista, un sicodélico de la moda. Sin embargo,
afortunadamente tampoco aquí hay verdades únicas. También en este dominio reina
el pluralismo. Otros creadores de su gremio pensarán distinto y de allí el
juego cambiante de la moda y la proliferación de los artistas de la alta
costura.
Américo
Martín
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