Francisco Fernández-Carvajal 29 de diciembre de 2021
@hablarcondios
—
Jesucristo es siempre nuestra seguridad en medio de las dificultades y
tentaciones que podamos padecer. Con Él se ganan todas las batallas.
—
Sentido de nuestra filiación divina. Confianza en Dios. Él nunca llega tarde
para socorrernos.
—
Providencia. Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios.
I. La
historia de la Encarnación se abre con estas palabras: No temas, María1.
Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David,
no temas2. A los pastores les repetirá de nuevo el Ángel: No
tengáis miedo3.
Este comienzo de la entrada de Dios en el mundo marca un estilo propio de la
presencia de Jesús entre los hombres.
Más tarde, acompañado ya de sus discípulos, atravesaba Jesús un día el pequeño mar de Galilea. Y se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las olas cubrían la barca4. San Marcos precisa el momento histórico del suceso: fue por la tarde del día en el que Jesús habló de las parábolas sobre el reino de los cielos5. Después de esta larga predicación, se explica que el Señor, cansado, se durmiese mientras navegaban.
La
tormenta debió de ser imponente. Aquellas gentes, aunque estaban acostumbradas
al mar, se vieron, sin embargo, en peligro. Y recurrieron angustiadas a
Jesús: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Los
Apóstoles respetarían al principio el sueño del Maestro (¡muy cansado tenía que
estar para no despertarse!), y ponen los medios a su alcance para hacer frente
al peligro: arriaron las velas, tomaron los remos con fuerza, achicaron el agua
que comenzaba a entrar en la barca... Pero el mar se embravecía más y más, y el
peligro de naufragio era inminente. Entonces, inquietos, con miedo, acuden al
Señor como único y definitivo recurso. Le despertaron diciendo:
¡Maestro, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca
fe?6.
¡Qué
poca fe también la nuestra cuando dudamos porque arrecia la tempestad! Nos
dejamos impresionar demasiado por las circunstancias que nos rodean:
enfermedad, trabajo, reveses de fortuna, contradicciones del ambiente. El temor
es un fenómeno cada vez más extendido. Se tiene miedo de casi todo. Muchas
veces es el resultado de la ignorancia, del egoísmo (la excesiva preocupación
por uno mismo, la ansiedad por males que tal vez nunca llegarán, etc.) pero,
sobre todo, es consecuencia de que en ocasiones apoyamos la seguridad de
nuestra vida en fundamentos muy frágiles. Nos podríamos olvidar de una verdad
esencial: Jesucristo es, siempre, nuestra seguridad. No se trata de ser
insensibles ante los acontecimientos, sino de aumentar nuestra confianza y de
poner, en cada caso, los medios humanos a nuestro alcance. No debemos olvidar
jamás que estar cerca de Jesús, aunque parezca que duerme, es estar seguros. En
momentos de turbación, de prueba, Jesús no se olvida de nosotros: «nunca falló
a sus amigos»7, nunca.
II. Dios
nunca llega tarde para socorrer a sus hijos. Aun en los casos que parezcan más
extremos, Dios llega siempre, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el
momento oportuno. La plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea
necesario poner, dan al cristiano una singular fortaleza y una especial
serenidad ante los acontecimientos y circunstancias adversas.
«Si no
le dejas, Él no te dejará»8.
Y nosotros –se lo decimos en nuestra oración personal– no queremos dejarle.
Junto a Él se ganan todas las batallas, aunque, con mirada corta, parezca que
se pierden. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se
hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42,
2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca,
es accidental, transitorio; en cambio nosotros, en Dios, somos lo permanente»9.
Esta es la medicina para barrer, de nuestras vidas, miedos, tensiones y
ansiedades. San Pablo alentaba a los primeros cristianos de Roma, ante un
panorama humanamente difícil, con estas palabras: Si Dios está con
nosotros, ¿quién estará en contra.?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el
peligro, la espada?... Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó.
Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni
la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios10.
El cristiano es, por vocación, un hombre entregado a Dios, y a Él ha entregado
también todo cuanto pueda acontecerle.
Otra
vez instruía el Señor a las gentes acerca del amor y cuidado que Dios tiene por
cada criatura. Quienes le escuchan son personas sencillas y honradas que alaban
la majestad de Dios, pero a las que les falta esa peculiar confianza de hijos
en su Padre Dios.
Es
probable que en el preciso momento en que se dirigía a su auditorio, pasara
cerca una bandada de pájaros buscando cobijo en un lugar cercano. ¿Quién se
preocupa de ellos? ¿Acaso las amas de casa no solían comprarlos por unos pocos
céntimos para mejorar sus comidas ordinarias? Estaban al alcance del más
modesto bolsillo. Tenían poco valor.
El
Señor los señalaría con un ademán, a la vez que decía a su auditorio: «Ni uno
solo de estos gorriones está olvidado por Dios». Dios los conoce a todos. Ninguno
de ellos cae al suelo sin el consentimiento de vuestro Padre. Y el Señor
vuelve a darnos confianza: No temáis, vosotros valéis más que muchos
pájaros11. Nosotros no somos criaturas de un día, sino sus hijos para
siempre. ¿Cómo no se va a cuidar de nuestras cosas? No temáis.
Nuestro Dios nos ha dado la vida y nos la ha dado para siempre. Y el Señor nos
dice: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis12.
«Todo hombre, con tal que sea amigo de Dios –son palabras de Santo Tomás–, debe
tener confianza en ser librado por Él de cualquier angustia... Y como Dios
ayuda de modo especial a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a
Dios»13. La única condición: ser amigos de Dios, vivir como hijos
suyos.
III.
«Descansad en la filiación divina. Dios es un Padre lleno de ternura, de
infinito amor»14.
En toda nuestra vida, en lo humano y en lo sobrenatural, nuestro «descanso»,
nuestra seguridad, no tiene otro fundamento firme que nuestra filiación
divina. Echad sobre Él vuestras preocupaciones –decía San
Pedro a los primeros cristianos–, pues Él tiene cuidado de vosotros15.
La
filiación divina no puede considerarse como algo metafórico: no es simplemente
que Dios nos trate como un padre y quiera que le tratemos como hijos; el
cristiano es, por la fuerza santificadora del mismo Dios presente en su ser,
hijo de Dios. Esta realidad es tan profunda que afecta al mismo ser del hombre,
hasta el punto de que Santo Tomás afirma que por ella el hombre es constituido
en un nuevo ser16.
La
filiación divina es el fundamento de la libertad, seguridad y alegría de los
hijos de Dios, y en donde el hombre encuentra la protección que necesita, el
calor paternal y la seguridad del futuro, que le permite un sencillo abandono
ante las incógnitas del mañana y le confiere el convencimiento de que detrás de
todos los azares de la vida hay siempre una última razón de bien: Todas
las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios17.
Los mismos errores y desviaciones del camino acaban siendo para bien, porque
«Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho...»18.
El
saberse hijo de Dios hace adquirir al cristiano, en todas las circunstancias de
su vida, un modo de ser en el mundo esencialmente amoroso, que es una de las
manifestaciones principales de la virtud de la fe; el hombre que se sabe hijo
de Dios no pierde la alegría, como no pierde la serenidad. La conciencia de la
filiación divina libera al hombre de tensiones inútiles y, cuando por su
debilidad se descamina, si verdaderamente se siente hijo de Dios, es capaz de
volver a Él, seguro de ser bien recibido.
La
consideración de la Providencia nos ayudará a dirigirnos a Dios, no como a un
Ser lejano, indiferente y frío, sino como a un Padre que está pendiente de cada
uno de nosotros y que ha puesto un Ángel –como esos Ángeles que anunciaron a
los pastores el Nacimiento del Señor– para que nos guarde en todos nuestros
caminos.
La
serenidad que esta verdad comunica a nuestro modo de ser y de vivir no procede
de permanecer de espaldas a la realidad, sino de verla con optimismo, porque
confiamos siempre en la ayuda del Señor. «Esta es la diferencia entre nosotros
y los que no conocen a Dios: estos, en la adversidad, se quejan y murmuran; a
nosotros las cosas adversas no nos apartan de la virtud, sino que nos afianzan
en ella»19, porque sabemos que hasta los cabellos de nuestra cabeza
están contados.
Estemos
siempre con paz. Si de verdad buscamos a Dios, todo será ocasión para mejorar.
Al
terminar nuestra oración hagamos el propósito de acudir a Jesús, presente en el
Sagrario, siempre que las contradicciones, las dificultades o la tribulación
nos pongan en situación de perder la alegría y la serenidad. Acudamos a María,
a la que contemplamos en el belén tan cercana a su Hijo. Ella
nos enseñará en estos días llenos de paz de la Navidad, y siempre, a
comportarnos como hijos de Dios; también en las circunstancias más adversas.
1 Lc 1,
30. —
2 Mt 1,
20. —
3 Lc 2,
10. —
4 Mt 8,
24. —
5 Mc 4,
35. —
6 Mt 8,
25-26. —
7 Santa
Teresa, Vida, 11, 4. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 730. —
9 ídem, Amigos
de Dios, 92. —
10 Rom 3,
31 ss. —
11 Cfr. Mt 8,
26-27. —
12 Lc 8,
50. —
13 Santo
Tomás, Exp. Simb. Apost., 5. —
14 San
Josemaría Escrivá, o. c., 150. —
15 1
Pedr 5, 7. —
16 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 110, a. 2 ad 3. —
17 Rom 8,
28. —
18 San
Agustín, De corresp. et gracia, 30, 35. —
19 San
Cipriano, De moralitate, 13.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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