Francisco Fernández-Carvajal 18 de diciembre de 2021
@hablarcondios
—
Santa María, Maestra de esperanza. Origen del desánimo y del desaliento.
Jesucristo, el bien supremo.
— El
objeto de nuestra esperanza.
—
Confianza en el Señor. Nunca llega tarde para darnos la gracia y las ayudas
necesarias.
I. El
espíritu del Adviento consiste en buena parte en vivir cerca de la Virgen en
este tiempo en el que Ella lleva en su seno a Jesús. La vida nuestra es también
un adviento un poco más largo, una espera de ese momento
definitivo en el que nos encontraremos por fin con el Señor para siempre. El
cristiano sabe que este adviento ha de vivirlo junto a la
Virgen todos los días de su vida si quiere acertar con seguridad en lo único
verdaderamente importante de su existencia: encontrar a Cristo en esta vida, y
después en la eternidad.
Y para preparar la Navidad, ya tan cercana, nada mejor que acompañar en estos días a Santa María, tratándola con más amor y más confianza.
Nuestra
Señora fomenta en el alma la alegría, porque con su trato nos lleva a Cristo.
Ella es «Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán
bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48).
Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era
Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo
Testamento –Judit, Ester, Débora– consiguieron ya en la tierra una gloria
humana (...). ¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra
impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco
bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos.
Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la
esperanza»1.
No cae
en desaliento quien padece dificultades y dolor, sino el que no aspira a la
santidad y a la vida eterna, y el que desespera de alcanzarlas. La primera
postura viene determinada por la incredulidad, por el aburguesamiento, la
tibieza y el excesivo apegamiento a los bienes de la tierra, a los que
considera como los únicos verdaderos. El desaliento, si no se le pone remedio,
paraliza los esfuerzos para hacer el bien y superar las dificultades. En
ocasiones, el desánimo en la propia santidad está determinado por la debilidad
del querer, por miedo al esfuerzo que comporta la lucha ascética y tener que
renunciar a apegamientos y desórdenes de los sentidos. Tampoco los aparentes fracasos
de nuestra lucha interior o de nuestro afán apostólico pueden desalentarnos:
quien hace las cosas por amor a Dios y para su Gloria no fracasa nunca:
«Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo –ahora y en esto– era fracasar. –Da
gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!»2.
«No has fracasado: has adquirido experiencia–. ¡Adelante!»3.
Dentro
de pocos días veremos en el belén a Jesús en el pesebre, lo que es una prueba
de la misericordia y del amor de Dios. Podremos decir: «En esta Nochebuena todo
se para en mí. Estoy frente a Él: no hay nada más que Él, en la inmensidad
blanca. No dice nada, pero está ahí... Él es Dios amándome»4.
Y si Dios se hace hombre y me ama, ¿cómo no buscarle? ¿Cómo perder la esperanza
de encontrarle si Él me busca a mí? Alejemos todo posible desaliento; ni las
dificultades exteriores ni nuestra miseria personal pueden nada ante la alegría
de la Navidad que ya se acerca.
II. La
esperanza se manifiesta a lo largo del Antiguo Testamento como una de las
características más esenciales del verdadero pueblo de Dios. Todos los ojos
están puestos en la lejanía de los tiempos, por donde un día llegaría el
Mesías: «los libros del Antiguo Testamento narran la historia de la Salvación,
en la que, paso a paso, se prepara la venida de Cristo al mundo»5.
En
el Génesis se habla ya de la victoria de la Mujer sobre
los poderes del mal, de un mundo nuevo6.
El
profeta Oseas anuncia que Israel se convertirá y florecerá en el amor antiguo7.
Isaías, en medio de las decepciones del reinado de Ezequiel, anuncia la venida
del Mesías8, Miqueas señalará a Belén de Judá como el lugar de su
nacimiento9.
Faltan
pocos días para que veamos en el belén a Nuestro Señor, a
quien todos los profetas anunciaron, la Virgen cuidó con inefable amor de
Madre, Juan lo proclamó ya próximo y lo señaló después entre los hombres. El
mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su
Nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando
su alabanza10.
Jesucristo
proclama, desde el pesebre de Belén hasta el momento de su Ascensión a los
cielos, un mensaje de esperanza. Jesús mismo es nuestra única esperanza11.
Él es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos. Miramos hacia la
gruta de Belén, «en vigilante espera», y comprendemos que solo con Él nos
podemos acercar confiadamente a Dios Padre12.
El
Señor mismo nos señala que el objeto principal de la esperanza cristiana no son
los bienes de esta vida, que la herrumbre y la polilla corroen y los
ladrones desentierran y roban13,
sino los tesoros de la herencia incorruptible, y en primer lugar la
felicidad suprema de la posesión eterna de Dios.
Esperamos
confiadamente que un día nos conceda la eterna bienaventuranza y, ya ahora, el
perdón de los pecados y su gracia. Como una consecuencia, la esperanza se
extiende a todos los medios necesarios para alcanzar ese fin. Desde este
aspecto particular, también los bienes terrenales pueden caer en el ámbito de
la esperanza, pero solo en la medida y en la manera con que Dios los ordena a
nuestra salvación.
Vamos
a luchar, estos días y siempre, con todas nuestras fuerzas contra esas formas
menores de desesperación que son el desánimo, el desaliento y el estar
preocupados casi exclusivamente por los bienes materiales.
La
esperanza lleva al abandono en Dios y a poner todos los medios a nuestro
alcance, para una lucha ascética que nos impulsará a recomenzar muchas veces, a
ser constantes en el apostolado y pacientes en la adversidad, a tener una
visión más sobrenatural de la vida y de sus acontecimientos. «En la medida en
que el mundo se canse de su esperanza cristiana, la alternativa que le queda es
el materialismo, del tipo que ya conocemos; esto y nada más. Su experiencia del
cristianismo ha sido como la experiencia de un gran amor, el amor de toda una
vida... Ninguna voz nueva (...) tendrá ningún atractivo para nosotros si no nos
devuelve a la gruta de Belén, para que allí podamos humillar nuestro orgullo,
ensanchar nuestra caridad y aumentar nuestro sentimiento de reverencia con la
visión de una pureza deslumbradora»14.
III. Escuchadme,
los desanimados, que os creéis lejos de la victoria. Yo acerco mi victoria; no
está lejos, mi salvación no tardará15.
Nuestra
esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores sean los medios de
que se dispone o mayores sean las dificultades. En cierta ocasión en que Jesús
vuelve a Cafarnaúm, nos dice San Lucas16 que
todos estaban esperándole. En medio de aquella multitud sobresale un
personaje que el Evangelista destaca diciendo que era un jefe de
sinagoga y pide a Jesús la curación de su hija: se postró a
sus pies; no tiene reparo alguno en dar esta muestra pública de
humildad y de fe en Él.
Inmediatamente,
a una indicación del Señor, todos se ponen en movimiento en dirección a la casa
de Jairo. La niña, de doce años, hija única, se estaba muriendo. Debe de estar
ya agonizando. Precisamente entonces, cuando han recorrido una parte del
camino, y al amparo de la multitud, una mujer que padece una enfermedad que la
hace impura según la ley se acerca por detrás y toca el extremo del manto del
Señor. Es también una mujer llena de una profunda humildad.
Jairo
había mostrado su esperanza y su humildad postrándose delante de todos ante
Jesús. Esta mujer pretende pasar inadvertida, no quería entretener al Maestro;
pensaba que era demasiado poca cosa para que el Señor se fijara en ella. Le
basta tocar su manto.
Ambos
milagros se realizarán acabadamente. La mujer, en la que había fracasado la
ciencia de tantos médicos, será curada para siempre, y la hija de Jairo vivirá
plena de salud a pesar de que cuando llega la comitiva después del retraso
sufrido en el trayecto, haya muerto.
Durante
el suceso con la hemorroísa, ¿qué ocurre con Jairo? Parece que ha pasado a
segundo plano, y no es difícil imaginarlo un tanto impaciente, pues su hija se
le moría cuando la dejó para buscar al Maestro. Cristo, por el contrario, no
aparenta tener prisa. Incluso parece no dar importancia a lo que ocurre en casa
de Jairo.
Cuando
Jesús llega, la niña ya había muerto. Ya no hay posibilidad de salvarla; parece
que Jesús ha acudido tarde. Y precisamente ahora, cuando humanamente no queda
nada por hacer, cuando todo invita al desaliento, ha llegado la hora de la
esperanza sobrenatural.
Jesús
no llega nunca tarde. Solo se precisa una fe mayor. Jesús ha esperado a que se
hiciese «demasiado tarde», para enseñarnos que la esperanza sobrenatural
también se apoya, como cimiento, en las ruinas del esperar humano y que solo es
necesario una confianza sin límites en Él, que todo lo puede en todo momento.
Nos
recuerda este pasaje nuestra propia vida, cuando parece que Jesús no viene al
encuentro de nuestra necesidad, y luego nos concede una gracia mucho mayor. Nos
recuerda tantos momentos junto al Sagrario en que nos ha parecido oír palabras
muy semejantes a estas: No temas, ten solo fe. Esperar en Jesús es
confiar en Él, dejarle hacer. Más confianza, cuanto menores sean los elementos
en que humanamente nos podamos apoyar.
La
devoción a la Virgen es la mayor garantía para alcanzar los medios necesarios y
la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. María es verdaderamente
«puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos,
alegría de los enfermos»17.
Pidámosle que sepamos esperar, en estos días que preceden a la Navidad y siempre,
llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas. «Ella
precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza
cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor (Cfr. 2 Pdr 3,
10)»18.
1 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 286. —
2 ídem, Camino,
n. 404. —
3 Ibídem,
n. 405. —
4 J.
Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 78.
—
5 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 55. —
6 Cfr. Gen 8,
15. —
7 Os 2,
16-25. —
8 Is 7,
9-14. —
9 Cfr. Miq 5,
2-5. —
10 Prefacio
II de Adviento. —
11 Cfr. 1
Tim 1, 1. —
12 1
Tim 3, 12. —
13 Mt 6,
19. —
14 R.
A. Knox, Sermón sobre la Navidad, 29-XII-1953. —
15 Cfr. Is 46,
12-13. —
16 Lc 8,
40-56. —
17 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visita al Stmo.
Sacramento, 2. —
18 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 68.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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