Francisco Fernández-Carvajal 22 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— La
Navidad nos llama a vivir la pobreza predicada y vivida por el Señor. El
ejemplo de Jesús.
— En
qué consiste la pobreza evangélica.
—
Detalles de pobreza y modos de vivirla.
I. El
desprendimiento efectivo de lo que somos y poseemos es necesario para seguir a
Jesús, para abrir nuestra alma al Señor, que pasa y llama. Por el contrario, el
apegamiento a los bienes de la tierra cierra las puertas a Cristo, y nos cierra
las puertas al amor y al entendimiento de lo más esencial en nuestra
vida: si alguno no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi
discípulo1.
El nacimiento de Jesús, y toda su vida, es una invitación para que nosotros examinemos en estos días la actitud de nuestro corazón hacia los bienes de la tierra. El Señor, Unigénito del Padre, Redentor del mundo, no nace en un palacio, sino en una cueva; no en una gran ciudad, sino en una aldea perdida, en Belén. Ni siquiera tuvo una cuna, sino un pesebre. La precipitada huida a Egipto fue para la Sagrada Familia la experiencia del exilio en tierra extraña, con pocos más medios de subsistencia que los brazos de José acostumbrados al trabajo. Durante su vida pública Jesús pasará hambre2, no dispondrá de dos pequeñas monedas de escaso valor para pagar el tributo del templo3. Él mismo dirá que el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza4. La muerte en la Cruz es la muestra del supremo desprendimiento.
El
Señor quiso conocer el rigor de la pobreza extrema –falta de lo necesario–
especialmente en las horas más señaladas de su vida.
La
pobreza que ha de vivir el cristiano ha de ser una pobreza real, ligada al
trabajo, a la limpieza, al cuidado de la casa, de los instrumentos de trabajo,
a la ayuda a los demás, a la sobriedad de vida. Por eso se ha dicho que «el
mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia
numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su
constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades–
sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a
amar, a servir, a trabajar»5.
Si
llegan los bienes, siempre será posible vivir como «esos padres y esas madres
de familia numerosa y pobre» y hacer con ellos el bien, porque «la pobreza que
Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de
confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros»6.
La
pobreza que nos pide a todos el Señor no es suciedad, ni miseria, ni dejadez,
ni pereza. Estas cosas no son virtud. Para aprender a vivir el desprendimiento
de los bienes, en medio de esta ola de materialismo que parece envolver a la
humanidad, hemos de mirar a nuestro Modelo, Jesucristo, que se hizo
pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza7.
II. Los
pobres a quienes el Señor promete el reino de los Cielos8 no
son cualquier persona que padece necesidad, sino aquellos que, teniendo bienes
materiales o no, están desprendidos y no se encuentran aprisionados por ellos.
Pobreza de espíritu que ha de vivirse en cualquier circunstancia de la
vida. Yo sé vivir –decía San Pablo– en la abundancia,
pero sé también sufrir hambre y escasez9.
El
hombre puede orientar su vida a Dios, a quien se alcanza usando todas las cosas
materiales como medios, o bien puede tener como fin el dinero y la riqueza en
sus muchas manifestaciones: deseo de lujo, de comodidad desmedida, ambición,
codicia... Estos dos fines son irreconciliables: no se puede servir a
dos señores10.
El amor a la riqueza desaloja, con firmeza, el amor al Señor: no es posible que
Dios pueda habitar en un corazón que ya está lleno de otro amor. La palabra de
Dios queda ahogada en el corazón del rico, como la simiente que cae
entre cardos11.
Por eso no nos sorprende oír al Señor enseñar que es más fácil que un
camello entre por el ojo de una aguja que el que entre un rico en el reino de
los cielos12.
¡Y qué fácil es, si no se está vigilante, que se meta en el corazón el espíritu
de riqueza!
La
Iglesia nos recuerda, desde sus comienzos hasta nuestros días, que el cristiano
ha de vigilar el modo como utiliza los bienes materiales, y amonesta a sus
hijos a que estén «atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso
de las cosas del mundo y un apego a las riquezas, contrario al espíritu de
pobreza evangélica, les impida alcanzar la caridad perfecta. Acordándose de la
advertencia del Apóstol: los que usan de este mundo no se detengan en
eso, porque los atractivos de este mundo pasan (Cfr. 1 Cor 7,
31)»13. El que se apegue a las cosas de la tierra no solo pervierte
su recto uso y destruye el orden dispuesto por Dios, sino que su alma queda
insatisfecha, prisionera de esos bienes materiales que la incapacitan para amar
de verdad a Dios.
El
estilo de vida cristiano supone un cambio radical de actitud ante los bienes
terrenos: se procuran y se usan, no como si fueran un fin, sino como medio para
servir a Dios. Al ser medios, no merecen que pongamos en ellos el corazón: son
otros los bienes auténticos.
Hemos
de recordar en nuestra oración que el desprendimiento efectivo de las cosas
supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta no se vive. Y se
manifestará frecuentemente en la generosidad en la limosna, en saber prescindir
de lo superfluo, en la lucha contra la tendencia desordenada al bienestar y a
la comodidad, en evitar caprichos innecesarios, en renunciar al lujo, a los
gastos por vanidad, etcétera.
Es tan
importante esta virtud de la pobreza para un cristiano que bien se puede decir
que «quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de
Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al
desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad
humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos...»14.
III. El
corazón humano tiende a buscar desmedidamente los bienes de la tierra: si no
hay lucha positiva por andar desprendido de las cosas, se puede afirmar que el
hombre, más o menos conscientemente, ha puesto su fin aquí abajo. Y el
cristiano no debe olvidar nunca que camina hacia Dios.
Por
eso ha de examinarse con frecuencia, preguntándose si ama la virtud de la
pobreza y si la vive; si se mantiene atento para no caer en la comodidad o en
un aburguesamiento que es incompatible con ser discípulo de Cristo; si está
desprendido de las cosas de la tierra; si las tiene, en fin, como medios para
hacer el bien y vivir cada vez más cerca de Dios. Porque «en el decurso de la
historia, el uso de los bienes temporales ha sido desfigurado con graves
defectos... Incluso en nuestros días, no pocos... caen como en una idolatría de
los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos»15.
Siempre
podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos
superfluos, no cediendo a los caprichos, vigilando la tendencia a crearse
falsas necesidades, siendo generosos en la limosna, o en la ayuda a
las obras buenas. Por el mismo motivo, debemos cuidar con esmero las cosas de
nuestro hogar, así como toda clase de bienes que, en realidad, tenemos solo
como en depósito para administrarlos bien. «La pobreza está en encontrarse
verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las
incomodidades, si las hay, o la falta de medios (...). Vivir pensando en los
demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros:
todo eso son dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo»16.
De
esta y de otras formas diferentes se manifestará nuestro deseo de no tener el
corazón puesto en las riquezas; también cuando, por razones de profesión u oficio,
dispongamos para nuestro uso personal de otros bienes. La sobriedad de que
entonces demos prueba será el buen aroma de Cristo, que siempre
tiene que acompañar la vida de un cristiano.
Dirigiéndose
a hombres y mujeres que se esfuerzan por alcanzar la santidad en medio del
mundo –comerciantes, catedráticos, campesinos, oficinistas, padres y madres de
familia– decía San Josemaría Escrivá: «Todo cristiano corriente tiene que hacer
compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza
real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una
profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface
con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor
de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser
uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes
se alegra, con los que colabora, amando al mundo, utilizando todas las cosas
creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el
ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de
las comunidades.
»Lograr
la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal,
cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada
caso lo que Dios no pide»17.
Si
luchamos eficazmente por vivir desprendidos de lo que tenemos y usamos, el
Señor encontrará nuestro corazón limpio y abierto de par en par cuando venga de
nuevo a nosotros en la Nochebuena. No ocurrirá con nuestra alma, lo que sucedió
con aquella posada: estaba llena y no tenían sitio para el Señor.
1 Lc 14,
33. —
2 Cfr. Mt 4,
2. —
3 Cfr. Mt 17,
23-26. —
4 Mt 8,
20. —
5 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 111. —
6 S.
C. para la Doctrina de la fe, Instr. Sobre la libertad
cristiana y la liberación, 22-III-1986, 66. —
7 2
Cor 8, 9. —
8 Mt 5,
3. —
9 Flp 4,
12. —
10 Mt 6,
24. —
11 Mt 13,
7. —
12 Mt 19,
24. —
13 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 42. —
14 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 110. —
15 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 7. —
16 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 111. —
17 Ibídem,
110.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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