Francisco Fernández-Carvajal 17 de diciembre de 2021
@hablarcondios
—
Virginidad, celibato apostólico y matrimonio.
— La
santa pureza en el matrimonio y fuera de él. Los frutos de esta virtud. La
pureza, necesaria para amar.
— Medios
para vivir esta virtud.
I. La
Virginidad de María es un privilegio íntimamente unido al de la Maternidad
divina, y armoniosamente relacionado con la Inmaculada Concepción y la Asunción
gloriosa. María es la Reina de las vírgenes: «la dignidad virginal comenzó con
la Madre de Dios»1.
La
Virgen es el ejemplo acabado de toda vida dedicada por completo a Dios.
La renuncia al amor humano por Dios es una gracia divina que impulsa y anima a entregar el cuerpo y el alma al Señor con todas las posibilidades que el corazón posee. Dios es entonces el único destinatario de este amor que no se comparte. Es en Él donde el corazón encuentra su plenitud y su perfección, sin que exista la mediación de un amor terreno. Entonces el Señor concede un corazón más grande para querer en Él a todas las criaturas.
La
vocación a un celibato apostólico –por amor del Reino de los Cielos2–
es una gracia especialísima de Dios y uno de los dones más grandes a su
Iglesia. «La virginidad –dice Juan Pablo II– mantiene viva en la Iglesia la
conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre (Cfr. 1 Cor 7,
32) (...), la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la
perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande;
es más, hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por eso, la Iglesia,
durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma
frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino
de Dios.
»Aun
habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace
espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización
de la familia según el designio de Dios»3.
A los
llamados, por una específica vocación divina, a la renuncia del amor humano, el
Señor les pide todo el afecto de su corazón, y encuentran en Él la plenitud del
amor y de la vida afectiva. Vivir la virginidad o el celibato apostólico
significa vivir la perfección del amor, y «dan al alma, al corazón y a la vida
externa de quien los profesa, aquella libertad de la que tanta necesidad tiene
el apóstol para poderse prodigar en el bien de las otras almas. Esta virtud,
que hace a los hombres espirituales y fuertes, libres y ágiles, los habitúa al
mismo tiempo a ver a su alrededor almas y no cuerpos, almas que esperan luz de
su palabra y de su oración, y caridad de su tiempo y de su afecto.
»Debemos
amar mucho el celibato y la castidad perfecta, porque son pruebas concretas y
tangibles de nuestro amor de Dios y son, al mismo tiempo, fuentes que nos hacen
crecer continuamente en este mismo amor»4.
«La
virginidad y el celibato apostólico no solo no contradicen la dignidad del
matrimonio, sino que la presuponen y la confirman»5.
La
Iglesia necesita siempre de gentes que entreguen su corazón indiviso al Señor
como hostia viva, santa, agradable a Dios6.
La Iglesia necesita también familias santas, hogares cristianos, que sean verdadera
levadura de Cristo y den al Señor muchas vocaciones de entrega plena a Dios.
II. Para
solteros y casados, la Virginidad de María es también una llamada a vivir con
finura la santa pureza, indispensable para contemplar a Dios y para servir a
nuestros hermanos los hombres. Esta virtud quizá chocará frontalmente con el
ambiente y no será entendida por muchas personas cegadas por el materialismo;
incluso será combatida con celo. Sin embargo, nos es absolutamente necesaria
incluso para ser un poco más humanos y poder mirar a Dios. Esta virtud es
imprescindible para ser contemplativos.
El Espíritu
Santo ejerce una acción especial en el alma que vive con delicadeza la
castidad. La santa pureza produce en el alma muchos frutos: agranda el corazón
y facilita un desarrollo normal de la afectividad; da una alegría íntima y
profunda aun en medio de contrariedades; posibilita el apostolado; fortalece el
carácter ante las dificultades; nos hace más humanos, con más capacidad de
entender y de compadecernos de los problemas de los demás.
La
impureza provoca insensibilidad en el corazón, aburguesamiento y egoísmo. La
lujuria incapacita para amar y crea en el hombre el clima propicio para que se
den en el alma, como hierbas malas, todos los vicios y deslealtades. «Mirad que
el que está podrido por la concupiscencia de la carne, espiritualmente no logra
andar, es incapaz de una obra buena, es un lisiado que permanece tirado como un
trapo. ¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no
consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza.
Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado
cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están
paralíticos y como locos. Cada uno de nosotros debe invocar al Señor, a la
Madre de Dios, y rogar que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar
con piedad el divino remedio de la confesión»7.
Le
pedimos al Señor en nuestra oración de hoy que tenga misericordia de nosotros y
que nos ayude a tener una mayor finura con Él: «¡Jesús, guarda nuestro
corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante
de caridad para Ti, para servir a todas las almas»8.
III. En
este día podemos ofrecerle a la Virgen la entrega de nuestro corazón y una
lucha más delicada en esta virtud de la santa pureza, que le es tan
especialmente grata y que tantos frutos tiene en nuestra vida interior y en el
apostolado.
Siempre
ha enseñado la Iglesia que, con la ayuda de la gracia, y en este caso
especialmente con la ayuda de los sacramentos de la Eucaristía y de la
Penitencia, se puede vivir esta virtud en todos los momentos y circunstancias
de la vida, si se ponen los medios oportunos. «¿Qué quieres que hagamos?
¿Subirnos al monte y hacernos monjes? –le preguntaban a San Juan Crisóstomo–, y
él responde: eso que decís es lo que me hace llorar: que penséis que la
modestia y la castidad son propias solo de los monjes. No. Cristo puso leyes
comunes para todos. Y así, cuando dijo el que mira a una mujer para
desearla (Mt 5, 28), no hablaba con el monje, sino con el
hombre de la calle...»9.
La
santa pureza exige una conquista diaria, porque no se adquiere de una vez para
siempre. Y puede haber épocas en que la lucha sea más intensa y haya que
recurrir con más frecuencia a la Santísima Virgen y poner, quizá, algún medio
extraordinario.
Para alcanzar
esta virtud lo primero que necesitamos es humildad, que tiene una manifestación
clara e inmediata en la sinceridad en la dirección espiritual. La misma
sinceridad conduce a la humildad. «Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no
consiguieron liberar los discípulos; solo el Señor obtuvo su libertad, con
oración y ayuno. En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero,
que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el
segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo»10.
Otros
medios para cuidar esta virtud serán las mortificaciones pequeñas habituales,
que facilitan el tener sujeto al cuerpo en sus justos límites. «Si queremos
guardar la más bella de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber
que ella es una rosa que solamente florece entre espinas y, por consiguiente,
solo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada»11.
«Cuidad
esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su
cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda. No paséis
con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse
dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón;
la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las
ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión
sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor,
la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una
tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de
una vida santa y limpia»12.
Llevamos
este gran tesoro de la pureza en vasos de barro, inseguros y
quebradizos; pero tenemos todas las armas para vencer y para que, con el
tiempo, esta virtud vaya ganando en finura, es decir, en una mayor ternura con
el Señor. «Terminamos este rato de conversación en la que tú y yo hemos hecho
nuestra oración a Nuestro Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir
esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad.
»Se lo
pedimos por intercesión de Santa María, que es la pureza inmaculada. Acudimos a
Ella –tota pulchra!–, con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a
los que se sentían intranquilos en su lucha diaria para ser humildes, limpios,
sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados de tu vida parece como
si se pusieran de pie. No desconfíes. Por el contrario, llama a tu Madre Santa
María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma»13.
1 San
Agustín, Sermón 51. —
2 Mt 19,
12. —
3 Juan
Pablo II, Exhortac. apost. Familiaris consortio,
22-XII-1981, 16. —
4 S.
Canals, Ascética meditada, p. 93. —
5 Cfr. Juan
Pablo II, Ibídem. —
6 Rom 12,
2. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 181. —
8 Ibídem,
177. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo,
7, 7. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., 188. —
11 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la penitencia. —
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., 185. —
13 Ibídem,
189.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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