Francisco Fernández-Carvaja 28 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— A
los cristianos nos toca crear un orden más justo, más humano.
—
Algunas consecuencias del compromiso personal de los cristianos.
— Con
la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres. Justicia y
misericordia.
I. De
tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito, para que todo
el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna, nos dice San Juan
en el comienzo de la Misa de hoy1.
El
Niño que contemplamos estos días en el belén es el Redentor
del mundo y de cada hombre. Viene en primer lugar para darnos la vida eterna,
como anticipo en nuestra existencia terrena y como posesión plena después de la
muerte. Se hace hombre para llamar a los pecadores2,
para salvar lo que estaba perdido3,
para comunicarles a todos la vida divina4.
Durante sus años de vida pública, poco dice el Señor de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que este sufre por parte de los romanos. Manifiesta en diversas ocasiones que no quiere ser un Mesías político o un libertador del yugo romano. Viene a darnos la libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, en el que caímos y fuimos reducidos a la condición de esclavos; libertad de la muerte eterna, consecuencia también del pecado; libertad del dominio del demonio, pues el hombre puede vencer ya al pecado con el auxilio de la gracia; libertad de la vida según la carne, que se opone a la vida sobrenatural: «La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo nos ha restituido la capacidad –de la que nos había privado el pecado– de amar a Dios por encima de todo y permanecer en comunión con Él»5.
El
Señor, con su actitud, señaló también el camino a su Iglesia, continuadora de
su obra aquí en la tierra hasta el fin de los tiempos.
A los
cristianos nos toca –dentro de las muchas posibilidades de actuación–
contribuir a crear un orden más justo, más humano, más cristiano, sin
comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal6.
La solicitud de la Iglesia por los problemas sociales deriva de su misión
espiritual y se mantiene en los límites de esa misión. Ella, en cuanto tal, no
tiene como misión los asuntos temporales7.
Sigue así a Cristo que afirmó que su reino no es de este mundo8,
se negó expresamente a ser constituido juez o promotor de la justicia humana9.
Sin
embargo, ningún cristiano debe renunciar a poner todo lo que esté de su parte
para resolver los grandes problemas sociales que afectan hoy a la humanidad.
«Que cada uno se examine –pedía Pablo VI– para ver lo que ha hecho hasta aquí y
lo que debe hacer todavía. No basta recordar principios generales, manifestar
propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta
audacia profética; todo esto no tendrá peso real si no va acompañado en cada
hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de
una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la
responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos
cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión
personal es la primera exigencia»10.
Podemos
preguntarnos en nuestra oración si ponemos los medios y el interés necesario
para conocer bien las enseñanzas sociales de la Iglesia, si las llevamos a la
práctica personalmente, si procuramos –en la medida en que esté de nuestra
parte– que las leyes y costumbres reflejen esas enseñanzas en lo que se refiere
a las leyes sobre la familia, educación, salarios, derecho al trabajo, etc. El
Señor, que nos contempla desde la gruta de Belén, estará contento con nosotros
si realmente estamos empeñados en hacer un mundo más justo en la gran ciudad o
en el pueblo donde vivimos, en el barrio, en la empresa donde trabajamos, en la
familia donde se desarrolla nuestra vida.
II. La
solución última para instaurar la justicia y la paz en el mundo reside en el
corazón humano, pues cuando este se aleja de Dios se constituye en la fuente de
la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus
semejantes11. Por eso no podemos olvidar en ningún momento que cuando
–mediante el apostolado personal– tratamos de hacer el mundo que nos rodea más
cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo
tiempo, cuando procuramos que el ambiente –social, familiar, laboral– en el que
vivimos sea más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que
Cristo sea más fácilmente conocido y amado.
La
decisión de vivir la virtud de la justicia, sin recortes, nos llevará a pedir
cada día por los responsables del bien común –gobernantes, empresarios,
dirigentes sindicales, etc.–, pues de ellos depende en buena medida la solución
de los grandes problemas sociales y humanos. A la vez, hemos de vivir, hasta
sus últimas consecuencias, el compromiso personal sin inhibiciones y sin
delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la justicia, al que nos
urge la Iglesia: pagando lo que es debido a las personas que nos prestan un
servicio; haciendo lo posible para mejorar las condiciones de vida de los más
necesitados; comportándonos ejemplarmente, con competencia y dedicación
profesional, en nuestro trabajo; ejercitando con responsabilidad e iniciativa
nuestros derechos y deberes ciudadanos; participando en las diversas
asociaciones a las que podamos llevar, junto con otras personas de buena
voluntad, un sentido más humano y más cristiano. Y esto, aunque nos cueste un
tiempo del que normalmente no disponemos; si nos esforzamos, el Señor alargará
nues-tro día.
El
programa de vida que nos ha dejado el Señor lleva consigo el mayor cambio que
puede darse en la humanidad. Nos dice que todos somos hijos de Dios y, por
tanto, hermanos: esto incide de modo profundo en las relaciones entre los
hombres; a todos nos ha dado el Señor los bienes de la tierra para ser buenos
administradores; a todos nos ha prometido la vida eterna. Los logros que a lo
largo de los siglos ha conseguido la doctrina de Cristo –la abolición de la
esclavitud, el reconocimiento de la dignidad de la mujer, la protección de
huérfanos y viudas, la atención a enfermos y marginados...– son consecuencia
del sentido de fraternidad que lleva consigo la fe cristiana. En nuestro
ambiente profesional y social, ¿se puede decir de nosotros que estamos
verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos, haciendo un mundo más
justo, más humano?
Con
palabras de San Josemaría Escrivá recordamos: «Quizá penséis en tantas
injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en
situaciones de discriminación que se transmiten de una generación a otra, sin
que se ponga en camino una solución desde la raíz.
»(...)
Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las
injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una
sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos
–conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a
la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–,
han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su
cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño
de cara a Dios y de cara a los hombres»12. De
tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito...
III. Con
la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres: «aunque
consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa
organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de
la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que
amamos, el de la experiencia de la propia limitación»13.
La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. Es más, la
estricta justicia «puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma
si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida
humana»14, y puede terminar «en un sistema de opresión de los más
débiles por los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos
contra los otros»15.
La
justicia y la misericordia se sostienen y se fortalecen mutuamente. «Únicamente
con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad.
Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida:
pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios»16.
Y la
caridad sin justicia no sería verdadera caridad, sino un simple intento de
tranquilizar la conciencia. Sin embargo, nos encontramos con personas que se
llaman a sí mismas «cristianas» pero «prescinden de la justicia, y se limitan a
un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que
aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer.
»La
caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el
cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más
equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho
respeto, mucha afabilidad»17.
La
mejor manera de promover la justicia y la paz en el mundo es el empeño por
vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos nos decidimos a llevar
las exigencias del Evangelio a la propia vida personal, a la familia, al
trabajo, al mundo en que diariamente nos movemos y del que participamos
cambiaríamos la sociedad haciéndola más justa y más humana. El Señor, desde la
gruta de Belén, nos alienta a hacerlo. No nos desanime el que nos parezca que
aquello que está a nuestro alcance es, quizá, poca cosa. Así transformaron el
mundo los primeros cristianos: con una labor diaria, concreta y, en muchos
casos, pequeña a primera vista.
1 Antífona
de entrada. Jn 3, 16. —
2 Lc 5,
32. —
3 Lc 19,
10. —
4 Mc 10,
45. —
5 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre la libertad
cristiana y liberación, 22-III-1986, 53. —
6 Cfr. Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 8. —
7 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Ibídem, 80. —
8 Jn 19,
36. —
9 Cfr. Lc 12,
13, 55. —
10 Pablo VI,
Carta Octogésima adveniens, 14-V-1971, 48. —
11 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, o. c., 39. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 167. —
13 Ibídem,
168. —
14 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 12. —
15 Ibídem,
14. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 172. —
17 Ibídem,
172-173.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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