Francisco Fernández-Carvajal 27 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— El
dolor, una realidad de nuestra vida. Santificación del dolor.
— La
cruz de cada día.
— Los
que sufren con sentido de corredención serán consolados por Nuestro Señor.
Nosotros debemos compadecernos y ayudar a sobrellevar las dificultades y
dolores de nuestros hermanos.
I. Herodes,
al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y mandó matar a
todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo,
con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos1.
No hay
explicación fácil para el sufrimiento, y mucho menos para el de los inocentes.
El relato de San Mateo que leemos en la Misa de hoy, nos muestra el
sufrimiento, a primera vista inútil e injusto, de unos niños que dan sus vidas
por una Persona y por una Verdad que aún no conocen.
El sufrimiento escandaliza con frecuencia y se levanta ante muchos como un inmenso muro que les impide ver a Dios y su amor infinito por los hombres. ¿Por qué no evita Dios todopoderoso tanto dolor aparentemente inútil?
El
dolor es un misterio y, sin embargo, el cristiano con fe sabe descubrir en la
oscuridad del sufrimiento, propio o ajeno, la mano amorosa y providente de su
Padre Dios que sabe más y ve más lejos, y entiende de alguna manera las
palabras de San Pablo a los primeros cristianos de Roma: para los que
aman a Dios, todas las cosas son para bien2,
también aquellas que nos resultan dolorosamente inexplicables o
incomprensibles.
Tampoco
podemos olvidar que la felicidad mejor y nuestro bien más auténtico no son
siempre los que soñamos y deseamos. Nos es difícil contemplar los
acontecimientos en su auténtica perspectiva: siempre observamos una parte muy
pequeña de la verdadera realidad; solo vemos la realidad de aquí abajo, la
inmediata. Tendemos a mirar la existencia terrena como la definitiva, y no con
poca frecuencia consideramos el tiempo aquí en la tierra como el momento en que
debieran realizarse y ser saciadas las ansias de perfecta felicidad que nuestro
corazón encierra. «Hoy, veinte siglos más tarde, seguimos conmoviéndonos al
pensar en los niños degollados y en sus padres. Para los niños, el tránsito fue
rápido; en el otro mundo conocerían enseguida por quién habían muerto, cómo le
habían salvado, y la gloria que les esperaba. Para los padres, el dolor sería
más largo, pero cuando murieran, comprenderían también cómo Dios, que estaba en
deuda con ellos, paga las deudas con creces. Unos y otros sufrieron para salvar
a Dios de la muerte...»3.
El
dolor se presenta de muchas formas, y en ninguna de ellas es espontáneamente
querida por nadie. Sin embargo, Jesús proclama bienaventurados4 (dichosos,
felices, afortunados) a los que lloran, es decir, a quienes en esta vida llevan
algo más de cruz: enfermedad, incapacidad, dolor físico, pobreza, difamación,
injusticia... Porque la fe cambia de signo al dolor, que, junto a Cristo, se
convierte en una «caricia de Dios», en algo de gran valor y fecundidad.
Estos
fueron rescatados de entre los hombres como primicias ofrecidas a Dios y al
Cordero. Estos acompañan al Cordero dondequiera que va5.
II. La
Cruz, el dolor y el sufrimiento, fue el medio que utilizó el Señor para
redimirnos. Pudo servirse de otros medios, pero quiso redimirnos precisamente
por la Cruz. Desde entonces el dolor tiene un nuevo sentido, solo comprensible
junto a Él.
El
Señor no modificó las leyes de la creación: quiso ser un hombre como nosotros.
Pudiendo suprimir el sufrimiento, no se lo evitó a sí mismo. Aunque alimentó
milagrosamente a muchedumbres enteras, Él quiso pasar hambre. Compartió
nuestras fatigas y nuestras penas. El alma de Jesús experimentó todas las
amarguras: la indiferencia, la ingratitud, la traición, la calumnia, el dolor
moral en grado sumo al cargar con los pecados de la humanidad, la infamante
muerte de cruz. Sus adversarios estaban admirados por lo incomprensible de su
conducta: Salvó a otros –decían en tono de burla– y a
sí mismo no puede salvarse6.
Después
de la Resurrección, los Apóstoles serían enviados al mundo entero para dar a
conocer los beneficios de la Cruz. Era preciso que el Mesías padeciera
esto7, explicará el mismo Señor a los discípulos de Emaús.
El
Señor quiere que evitemos el dolor y que luchemos contra la enfermedad con
todos los medios a nuestro alcance; pero quiere, a la vez, que demos un sentido
redentor y de purificación personal a nuestros sufrimientos y dolores; también
a los que nos parecen injustos o desproporcionados. Esta doctrina llenaba de
alegría a San Pablo en su prisión, y así se lo manifestaba a los primeros
cristianos de Asia Menor: Ahora me alegro de mis padecimientos por
vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su
cuerpo, que es la Iglesia8.
No les
santifica el dolor a aquellos que sufren en esta vida a causa de su orgullo
herido, de la envidia, de los celos, etc. ¡Cuánto sufrimiento fabricado por
nosotros mismos! Esa cruz no es la de Jesús, sino que surge precisamente por
estar lejos de Él. Esa cruz es nuestra, y es pesada y estéril. Examinemos hoy
en nuestra oración si llevamos con garbo la Cruz del Señor.
Frecuentemente
esa Cruz consistirá en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo,
en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el
carácter de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que
debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando
más nos eran necesarios, dificultades producidas por el frío o el calor,
incomprensiones, una pequeña enfermedad que nos hace estar con menos capacidad
de trabajo ese día...
El
dolor –pequeño o grande–, aceptado y ofrecido al Señor, produce paz y
serenidad; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y con una íntima
rebeldía que se manifiesta enseguida al exterior en forma de tristeza o de mal
humor. Ante la Cruz pequeña de cada día hemos de tomar una actitud decidida y
cargar con ella. El dolor puede ser un medio que Dios nos envía para purificar
tantas cosas de nuestra vida pasada, o para ejercitar las virtudes y para
unirnos a los padecimientos de Cristo Redentor, que, siendo inocente, sufrió el
castigo que merecían nuestros pecados.
Los
mártires inocentes proclaman tu gloria en este día, Señor, pero no de palabra,
sino con su muerte; concédenos por su intercesión testimoniar con nuestra vida
la fe que profesamos de palabra9.
III. Los
niños inocentes murieron por Cristo, siguiendo así al Cordero sin mancha, a
quien alaban diciendo: «Gloria a Ti, Señor»10.
Los
que padecen con Cristo tendrán como premio el consuelo de Dios en esta vida y,
después, el gran gozo de la vida eterna. Muy bien, siervo bueno y
fiel..., ven a participar de la alegría de tu Señor11 nos
dirá Jesús al final de nuestra vida, si hemos sabido vivir las alegrías y las
penas junto a Él.
A los
bienaventurados, Dios enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no
existirá más, ni habrá duelo, ni llantos, ni fatigas, porque todo habrá pasado
ya12. La esperanza del Cielo es una fuente inagotable de paciencia
y de energía para el momento del sufrimiento fuerte. De igual modo el saber por
la fe que nuestros dolores y penas son de enorme utilidad a otros hermanos
nuestros, nos ayudará a sobrellevar con garbo esos sufrimientos y fatigas.
En
relación a lo que Dios nos tiene preparado, nos debe parecer ligero el peso de
nuestras aflicciones13.
Además, quienes ofrecen su dolor son corredentores con Cristo, y Dios Padre
derrama siempre sobre ellos un gran consuelo, que les llena de paz en medio de
sus sufrimientos. Porque, así como abundan en nosotros los
padecimientos de Cristo, así abunda también nuestra consolación por medio de
Cristo14. San Pablo se siente consolado por la misericordia divina, y
esto le permite consolar y sostener a los demás. Nuestro Padre Dios está
siempre muy cerca de sus hijos, los hombres, pero especialmente cuando sufren.
La
fraternidad entre los hombres nos mueve a ejercer unos con otros este
ministerio de consolación y ayuda: Consolaos mutuamente15,
pedía San Pablo. Porque hay mil cosas que tienden a separarnos, pero el dolor
une.
Pero
nos sucede en ocasiones que ante una situación dolorosa no sabemos cómo
acertar. Quizá si nos recogemos un instante en oración y nos preguntamos qué
haría el Señor en esas mismas circunstancias tengamos abundante luz. A veces
bastará hacer un rato de compañía a esa persona que sufre, conversar con ella en
tono positivo, animarla a que ofrezca su dolor por intenciones concretas,
ayudarle a rezar alguna oración, escucharla, etcétera.
Cuando
en estos días tantas personas se olvidan del sentido cristiano de estas
fiestas, nosotros pondremos la luz y la sal de las pequeñas mortificaciones,
bien seguros de que así damos una alegría al Señor y contribuimos a acercar a
Belén a otras almas.
La
contemplación frecuente de María junto a la Cruz de su Hijo nos enseñará a
ofrecer nuestros dolores y sufrimientos, y a tener una gran compasión de los
que sufren. Pidamos hoy que nos enseñe a santificar el dolor, uniéndolo al de
su Hijo Jesús. Pidamos a estos Santos Inocentes que nos ayuden a amar la
mortificación y el sacrificio voluntario, a ofrecer el dolor y a compadecernos
de quienes sufren.
1 Mt 2,
16. —
2 Rom 8,
28. —
3 F.
J. Sheed, Conocer a Jesucristo, Epalsa, Madrid 1981, 3ª
ed., p. 73. —
4 Mt 5,
5. —
5 Antífona
de la comunión. Apoc. 14, 4. —
6 Mt 27,
42. —
7 Cfr. Lc 24,
26. —
8 Col 1,
24. —
9 Oración
colecta de la Misa. —
10 Antífona
de entrada. —
11 Cfr. Mt 25,
3. —
12 Apoc 21,
3-4. —
13 Cfr. 2
Cor 4, 17. —
14 2
Cor 1, 5. —
15 Cfr. 1
Tes 4, 8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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