Opus Dei 25 de diciembre de 2021
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Comentario
de la Solemnidad de la Natividad del Señor.
Evangelio
(Lc 2,1-14)
En
aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase
todo el mundo. Este primer empadronamiento se hizo cuando Quirino era
gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como
era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la
ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su
esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la
hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo
recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento.
Había
unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno
su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y
la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel
les dijo:
— No
temáis. Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo,
el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en
pañales y reclinado en un pesebre.
De
pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que
alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los
hombres en los que Él se complace».
Comentario
El
feliz anuncio a los pastores sigue resonando en nuestros oídos, año tras año,
sin que lleguemos a acostumbrarnos. Nuestro corazón se llena de nuevo de
alegría al escuchar el relato del nacimiento del Hijo de Dios, como si fuera la
primera vez. El viaje de Nazaret a Belén, María a punto de dar a luz, José en
busca de un lugar para el parto, el Niño que nace, los pañales y el pesebre, el
anuncio a los pastores, y su apresurada visita. Todo parece nuevo en esta nueva
Navidad.
San
Lucas encuadra el nacimiento de Jesús dentro de la historia del mundo. El
emperador Augusto había logrado instaurar en sus enormes dominios un largo periodo
de paz, conocida como la Pax Augusta, pero fue después de muchas
guerras, de muchos sometimientos, de mucha esclavitud. Por eso, aquel “primer
empadronamiento” podía parecer un gesto de orgullo por parte de la autoridad,
pero de ello se sirvió Dios para que se cumplieran las Escrituras, pues estaba
escrito por medio del Profeta que en Belén de Judá había de nacer el Mesías
(cf. Mt 2,5). El viaje de José con su esposa encinta, no exento de riesgos, era
un acto de obediencia humana, pero sirvió de cauce para que María y José
obedecieran a Dios, plenamente confiados en que todo saldría bien.
Probablemente, José pasó por el agobio ante la dificultad para encontrar el
lugar más apropiado para aquel virginal alumbramiento. Pero su fortaleza,
serenidad y confianza en Dios se impusieron para que María pudiese dar a luz “a
su hijo primogénito”, “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8,29), en
un lugar aparentemente poco apropiado para Dios, un pesebre, un rincón
desconocido de una de las provincias de ese gran imperio. Pero la diligencia de
José y la presencia de María convirtieron aquel pobre lugar en el más digno no
solo de aquel imperio sino de toda la tierra. Hasta los animales de aquel
establo participaban de aquel prodigio: “Conoce el buey a su amo, y el asno, el
pesebre de su dueño”, dice el profeta Isaías.
Pero
de pronto, el cielo se abre, la gloria de Dios es incontenible, y se manifiesta
no a los grandes de la tierra sino a unos pastores. Eran hombres quizá rudos,
poco valorados en aquella sociedad, pero fueron los elegidos por Dios para ser
testigos directos del gran acontecimiento. Quedaron deslumbrados y atemorizados
por el anuncio que venía del ángel, y por la muchedumbre de la corte celestial
que alababa a Dios. Conocerían quizá las profecías que hablaban del Mesías que
había de nacer en la ciudad de David: “Pero tú, Belén Efrata, aunque tan
pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en
Israel” (Miqueas 5,2). Sin embargo, no podían imaginar que aquella noche, en
aquellos contornos que ellos tan bien conocían por su trabajo, iba a cumplirse
aquella divina promesa. Dios los miró con complacencia por su buena voluntad,
por su condición humilde. Superado el temor inicial ante tan inesperada visita,
se llenaron de una alegría y paz que jamás habían experimentado. Se cumplieron
en ellos las palabras del profeta que escuchamos en la primera lectura de la
misa de esta noche: “Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría” (Isaías
9,2).
Para
poder participar del gozo del nacimiento del Salvador, necesitamos mirar a
María y a José, a los pastores, y admirarnos como lo haría un niño, lleno de
asombro. Iremos también nosotros a adorar al Niño y aprenderemos las lecciones
de la “cátedra de Belén”, como le gustaba a San Josemaría referirse a este
misterio. Quizá la lección que más hay que aprender hoy es la humildad, la de
saberse pequeños delante de Dios, y así se cumplirán en nosotros las palabras
de Jesús dirigidas a sus discípulos: “El que reciba en mi nombre a uno de estos
niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha
enviado” (Mc 9,37). Hoy el niño es Jesús, el enviado del Padre. Acojámosle.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2021-12-25/
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