Francisco Fernández-Carvajal 26 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— La
vocación del Apóstol. Su fidelidad. Nuestra propia vocación.
—
Detalles particulares de predilección por parte del Señor. El encargo de cuidar
de Santa María. Nuestra devoción a la Virgen.
— La
pesca en el lago después de la Resurrección. La fe y el amor le hacen
distinguir a Cristo en la lejanía; nosotros debemos aprender a verle en nuestra
vida ordinaria. Peticiones a San Juan.
I. El
Apóstol San Juan era natural de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera norte
del mar de Tiberíades. Sus padres eran Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago
el Mayor. Formaban una familia acomodada de pescadores que, al conocer al
Señor, no dudan en ponerse a su total disposición. Juan y Santiago, en
respuesta a la llamada de Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca
con los jornaleros, le siguieron1.
Salomé, la madre, siguió también a Jesús, sirviéndole con sus bienes en Galilea
y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario2.
Juan había sido discípulo del Bautista cuando este estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le señaló: He ahí el Cordero de Dios. Al oír esto fueron tras el Señor y pasaron con Él aquel día3. Nunca olvidó San Juan este encuentro. No quiso decirnos nada de lo que aquel día habló con el Maestro. Solo sabemos que desde entonces no le abandonó jamás; cuando ya anciano escribe su Evangelio, no deja de anotar la hora en la que se produjo el encuentro con Jesús: Era alrededor de la hora décima4, las cuatro de la tarde.
Volvió
a su casa en Betsaida, al trabajo de la pesca. Poco después, el Señor, tras
haberle preparado desde aquel primer encuentro, le llama definitivamente a
formar parte del grupo de los Doce. San Juan era, con mucho, el más joven de
los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del
Señor5, y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso,
exclusivo.
En San
Juan, y en todos, la vocación da sentido aun a lo más pequeño. La vida entera
se ve afectada por los planes del Señor sobre cada uno de nosotros. «El
descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda
existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a como un
paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando
lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo
descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz
provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas,
de más belleza»6.
Toda
la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús
encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo
estar en el Calvario cuando todos los demás habían desaparecido. Así ha de ser
nuestra vida, pues, aunque el Señor hace llamamientos especiales, toda su predicación
tiene algo que comporta una vocación, una invitación a seguirle en una vida
nueva, cuyo secreto Él posee: si alguno quiere venir en pos de Mí...7.
A
todos nos ha elegido el Señor8 –a
algunos con una vocación específica– para seguirle, imitarle y proseguir en el
mundo la obra de su Redención. Y de todos espera una fidelidad alegre y firme,
como fue la del Apóstol Juan. También en los momentos difíciles.
II. Este
es el apóstol Juan, que durante la cena reclinó su cabeza en el pecho del
Señor. Este es el apóstol que conoció los secretos divinos y difundió la
palabra de vida por toda la tierra9.
Junto
con Pedro, San Juan recibió del Señor particulares muestras de amistad y de
confianza. El Evangelista se cita discretamente a sí mismo como el discípulo
a quien Jesús amaba10.
Ello nos indica que Jesús le tuvo un especial afecto. Así, ha dejado constancia
de que, en el momento solemne de la Última Cena, cuando Jesús les anuncia la
traición de uno de ellos, no duda en preguntar al Señor, apoyando la cabeza
sobre su pecho, quién iba a ser el traidor11.
La suprema expresión de confianza en el discípulo amado tiene
lugar cuando, desde la Cruz, el Señor le hace entrega del amor más grande que
tuvo en la tierra: su santísima Madre. Si fue trascendental en la vida de Juan
el momento en que Jesús le llamó para que le siguiera, dejando todas las cosas,
ahora, en el Calvario, tiene el encargo más delicado y entrañable: cuidar de la
Madre de Dios.
Jesús,
viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su
madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice el discípulo: He ahí a tu madre. Y
desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa12.
A Juan, como a ningún otro, pudo hablar la Virgen de todo aquello que guardaba
en su corazón13.
Hoy,
en su festividad, miramos al discípulo a quien Jesús amaba con una santa
envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, y a la vez hemos de
agradecer los cuidados que con Ella tuvo hasta el final de sus días aquí en la
tierra.
Todos
los cristianos, representados en Juan, somos hijos de María. Hemos de aprender
de San Juan a tratarla con confianza. Él, «el discípulo amado de Jesús, recibe
a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores principales han visto
en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a
todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En
cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente
que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su
maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre»14.
Podemos
también imaginar la enorme influencia que la Virgen ejerció en el alma del
joven Apóstol. Nos podemos hacer una idea más acabada al recordar esas épocas
de nuestra vida –quizá ahora– en que nosotros mismos hemos acudido y hemos
tratado de modo especial a la Madre de Dios.
III.
Pocos días después de la Resurrección del Señor se encuentran algunos de sus
discípulos junto al mar de Tiberíades, en Galilea, cumpliendo lo que les ha
dicho Jesús resucitado15.
Están dedicados de nuevo a su oficio de pescadores. Entre ellos se encuentran
Juan y Pedro.
El
Señor va a buscar a los suyos. El relato nos muestra una escena entrañable de
Jesús con los que, a pesar de todo, han permanecido fieles. «Pasa al lado de
sus Apóstoles, junto a esas almas que se han entregado a Él; y ellos no se dan
cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo, no cerca de nosotros, sino en nosotros; y
vivimos una vida tan humana! (...). Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos
lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro:
pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él
es quien dirige la pesca.
»Entonces,
el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor. El amor,
el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel
Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería
a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado
corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!
»Simón
Pedro apenas oyó es el Señor, vistiose la túnica y se echó al mar. Pedro es
la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de
Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?»16.
¡Es el
Señor! Ese grito ha de salir también de nuestros corazones
en medio del trabajo, cuando llega la enfermedad, en el trato con aquellos que
conviven con nosotros. Hemos de pedirle a San Juan que nos enseñe a distinguir
el rostro de Jesús en medio de esas realidades en las que nos movemos, porque
Él está muy cerca de nosotros y es el único que puede darle sentido a lo que
hacemos.
Además
de sus escritos inspirados por Dios, conocemos por la tradición detalles que
confirman el desvelo de San Juan para que se mantuviera la pureza de la fe y la
fidelidad al mandamiento del amor fraterno17.
San Jerónimo cuenta que a los discípulos que le llevaban a las reuniones,
cuando ya era muy anciano, les repetía continuamente: «Hijitos, amaos los unos
a los otros». Le preguntaron por su insistencia en repetir siempre lo mismo.
San Juan respondió: «Este es el mandamiento del Señor y, si se cumple, él solo
basta»18.
A San
Juan podemos pedirle hoy muchas cosas: de modo especial que los jóvenes busquen
a Cristo, lo encuentren y tengan la generosidad de seguir su llamada; también
podemos acudir a su intercesión para nosotros ser fieles al Señor como él lo
fue; que sepamos tener al sucesor de Pedro el amor y el respeto que él
manifestó al primer Vicario de Cristo en la tierra; que nos enseñe a tratar a
María, Madre de Dios y Madre nuestra, con más cariño y más confianza; le
pedimos que quienes están a nuestro alrededor puedan saber que somos discípulos
de Jesús por el modo en que los tratamos.
Dios y
Señor nuestro, que nos has revelado por medio del apóstol San Juan el misterio
de tu Palabra hecha carne; concédenos, te rogamos, llegar a comprender y a amar
de corazón lo que tu apóstol nos dio a conocer19.
1 Mc 1,
20. —
2 Mc 15,
40-41. —
3 Jn 1,
35-39. —
4 Jn 1,
39. —
5 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, p. 1.094. —
6 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, p. 80. —
7 Mt 16,
24. —
8 Cfr. Rom 1,
7; 2 Cor 1, 1. —
9 Antífona
de entrada de la Misa. —
10 Cfr. Jn 13,
23; 19, 26; etc. —
11 Jn 13,
23. —
12 Jn 19,
26-27. —
13 Cfr. Lc 2,
51. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 140. —
15 Cfr. Mt 28,
7. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 265-266. —
17 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona, 1983, p. 1.101. —
18 San
Jerónimo, Comentario a Gálatas, 3, 6. —
19 Oración
colecta de la Misa.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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