Francisco Fernández-Carvajal 16 de diciembre de 2021
@hablarcondios
— La
misión de José.
— El
trato de José con Jesús.
—
Acudir a José para que nos enseñe a vivir junto a María y a Jesús.
I. Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo1.
Hoy
nos presenta el Evangelio de la Misa la genealogía de Jesús por parte de José.
Entre los judíos, como entre los demás pueblos de origen nómada, el árbol
genealógico tenía una importancia capital. La persona estaba ligada y era
conocida fundamentalmente por el clan o la tribu a la que pertenecía más que
por el lugar donde habitaba2.
En el
pueblo hebreo se añadía la circunstancia de pertenecer al pueblo elegido por el
vínculo de la sangre.
Entre los hebreos, las genealogías se hacían por vía masculina. José, al ser esposo de María, era el padre legal de Jesús y llevaba consigo las obligaciones de un verdadero padre.
Era
José, como María, de la casa y familia de David3,
de donde nacería el Mesías, según había sido prometido por Dios: suscitaré
de tu linaje después de ti, al que saldrá de tus entrañas y afirmaré su reino.
Él edificará casa a mi nombre, y yo restableceré su trono para siempre4.
Así, Jesús, que era descendiente de David a través de María, fue empadronado en
la casa real por medio de José, pues, «el que vino al mundo debió ser
empadronado según el uso del mundo»5.
José
será también el encargado de imponer el nombre al Verbo encarnado, según el
mandato recibido de Dios: tú le pondrás por nombre Jesús6.
Dios
había previsto que su Hijo naciera de la Virgen, en una familia como tantas
otras, y que en ella se desarrollara humanamente. La vida de Jesús había de ser
igual a la de los demás hombres: debía nacer indefenso, necesitado de un padre
que le protegiera y le enseñara lo que todos los padres enseñan a sus hijos.
En el
cumplimiento de su misión de custodio de María y de padre de Jesús habría de
estar toda la esencia de la vida de José y su último sentido. Vino al mundo
para hacer de padre de Jesús y de esposo castísimo de María, de la misma manera
que cada hombre viene al mundo con un peculiar encargo de Dios, en el cual
radica todo el sentido de su vida.
Cuando
el Ángel le reveló el misterio de la concepción virginal de Jesús, aceptó
plenamente su misión, a la que permanecería fiel hasta su muerte. Su misión en
la vida consistiría en ser cabeza de la Sagrada Familia.
Toda
la gloria y la felicidad de San José consistió en haber sabido entender lo que
Dios quería de él y en haberlo llevado a cabo fielmente hasta el final.
Hoy,
en nuestra oración, le contemplamos junto a la Virgen, que está encinta,
próxima ya a dar a luz a su Hijo Unigénito. Y hacemos el propósito de vivir la
Navidad cerca de José: un lugar tan discreto y privilegiado a un mismo tiempo:
«¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si
cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y
encendidas!...»7.
II. «A
San José –leemos en un sermón de San Agustín– no solo se le debe el nombre de
padre, sino que se le debe más que a otro alguno»8.
Y luego añade el santo doctor: «¿Cómo era padre? Tanto más profundamente cuanto
más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor
Jesucristo, de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la
carne... Por eso dice San Lucas: se pensaba que era padre de Jesús.
¿Por qué solo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren
a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de
José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José le nació un hijo de la
Virgen María, que era Hijo de Dios»9.
El
amor de San José a la Virgen fue muy grande. «Debió quererla mucho y con gran
generosidad cuando, sabiendo su deseo de mantener la consagración que había
hecho a Dios, accedió a desposarse, prefiriendo renunciar a tener sucesión
antes que vivir separado de aquella a la que tanto amaba»10.
Fue el suyo un amor limpio, delicado, profundo, sin mezcla de egoísmo,
respetuoso. Dios mismo había sellado su unión de modo definitivo (ya estaban
unidos por los esponsales y por eso el ángel dijo: no temas recibir a
María, tu esposa) con un nuevo vínculo todavía más fuerte, que era
el común destino en la tierra para cuidar del Mesías.
¿Cómo
sería el trato de José con Jesús? «José amó a Jesús como un padre ama a su
hijo, le trató dándole lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como
le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por
eso los vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri
filius (Mc 6, 3; Mt 13, 55): artesano e
hijo del artesano. Jesús trabajó en el taller de José y junto a José. ¿Cómo
sería José, cómo habría obrado en él la gracia, para ser capaz de llevar a cabo
la tarea de sacar adelante en lo humano al Hijo de Dios?
»Porque
Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter,
en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación,
en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la
doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida
ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por
tanto, su trato con José»11.
De la
mano de José podemos entrar en la ya cercana Navidad. Él solo nos pide
sencillez y humildad para contemplar a María y a su Hijo. Los soberbios no
tienen entrada en aquella pequeña gruta de Belén.
III. «El
cansancio –decía Juan Pablo II en la Misa de Nochebuena– llena los corazones de
los hombres, que se han adormecido, lo mismo que se habían adormecido no lejos
los pastores, en los valles de Belén. Lo que ocurre en el establo, en la gruta
de la roca tiene una dimensión de profunda intimidad: es algo que ocurre entre
la Madre y el Niño que va a nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José,
el carpintero de Nazaret, permanece como un testigo silencioso. Ella sola es
plenamente consciente de su maternidad. Y solo Ella capta la expresión propia
del vagido del Niño. El nacimiento de Cristo es ante todo su misterio, su gran
día. Es la fiesta de la Madre»12.
Y solo
Ella ha penetrado realmente en el misterio de la Navidad, de la Redención.
Entre
María y Jesús existe una relación absolutamente única y particular de la que
nadie ha participado, ni el mismo José, que es solo «un testigo silencioso», en
palabras del Papa. José contempla admirado, callado y respetuoso al Niño y a la
Madre. Fue el primero, después de María, en contemplar al Hijo de Dios hecho
hombre. Nadie ha experimentado jamás la felicidad de tener en sus brazos al
Mesías, que en nada se distingue de cualquier otro niño.
Con
todo, el misterio que contempla José también le impone unos límites, que él no
rebasó en ningún momento; con María es distinto, porque «el misterio concernía,
sobre todo, a la Madre y al Hijo; José participó de él después, cuando ya
existía la profunda y misteriosa relación entre Jesús y la Virgen. José
participó del misterio por el conocimiento que le fue dado mediante la
revelación del ángel en orden a la misión que debía cumplir cerca de aquellos
dos seres excepcionales»13.
San
José presenció luego la llegada de los pastores, quizá les invitó a que
entraran sin timideces y a que besaran al Niño. «Les vio asomarse a la gruta
entre tímidos y curiosos, contemplar al Niño envuelto en pañales y recostado en
un pesebre (Lc 2,12); les oyó explicar a la Virgen la aparición del
ángel, que les comunicó el nacimiento del Salvador en Belén y la señal por la
que le conocerían, y cómo una multitud de ángeles se habían reunido con el
primero y habían glorificado a Dios y prometido en la tierra paz a los hombres
de buena voluntad (...). Él también contempló la felicidad de Aquella que era
su esposa, de la maravillosa mujer que le había sido confiada. Él vio y se gozó
de ello, cómo Ella contempla a su Hijo; vio su dicha, su amor desbordante, cada
uno de sus gestos, tan llenos de delicadeza y significación»14.
Si
tratamos a José en estos pocos días que faltan para la Navidad, él nos ayudará
a contemplar ese misterio inefable del que fue testigo silencioso: a María, que
tiene en sus brazos al Hijo de Dios hecho hombre.
San
José comprendió muy pronto que toda la razón de ser de su vida era aquel Niño,
precisamente en cuanto niño, en cuanto era un ser necesitado de ayuda y de
protección, y también María, de la que el mismo Dios le había encargado que la
recibiera en su casa y le diera protección. ¡Cómo agradecería Jesús todos los
desvelos y atenciones que José tuvo con María! Se entiende bien que, después de
la Virgen Santísima, sea la criatura más llena de gracia. Por eso, la Iglesia
le ha tributado siempre grandes alabanzas, y ha recurrido a él en las
circunstancias más difíciles. Sancte Ioseph, ora pro eis, ora pro me!,
San José ruega por ellos (por esas personas que más queremos), ruega
por mí (porque también yo necesito tu ayuda). En cualquier necesidad,
el Santo Patriarca, junto con la Santísima Virgen, atenderá nuestras súplicas.
Hoy le pedimos que nos haga sencillos de corazón para saber tratar a Jesús
Niño.
1 Mt 1,
16. —
2 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, notas a Mt 1, 1 y Mt 1,
6. —
3 Lc 2,
4. —
4 2
Sam 7, 12-13. —
5 San
Ambrosio, Coment. al Evangelio de San Lucas, 1, 3. —
6 Mt 1,
21. —
7 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Tercer misterio de gozo.
—
8 San
Agustín, Sermón 51, 26. —
9 Ibídem,
27-30. —
10 F.
Suárez, José, esposo de María, Madrid 1982, p. 89. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 55. —
12 Juan
Pablo II, Homilía durante la Misa de Nochebuena de 1978.
—
13 F.
Suárez, o. c., p. 106. —
14 Ibídem,
pp. 108-109.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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