Por Marta de La Vega
En los tiempos de
celebración navideña, más allá de la deliciosa gastronomía que la identifica
con sus especialidades más apetecidas y del encuentro familiar tan deseado y
feliz, incluso a distancia o virtual, la esperanza se convierte en un
sentimiento que vislumbra para el futuro, a corto y mediano plazo, un horizonte
positivo y bueno.
La esperanza es una
invitación a la acción e impulsa a los seres humanos a resistir las adversidades,
a no perder la fe en un cambio posible; a buscar un desenlace que transforme
una realidad envilecida, repleta de necesidades, oscura por las carencias,
desalentadora y agobiante por el fardo que significa enfrentar cada dificultad
de una vida cotidiana acosada por la escasez y las frustraciones acumuladas, en
una promesa de vida, de afirmación, de alegría convertida en realizaciones y
plenitud.
La esperanza es
igualmente una emoción que no es pasiva sino proactiva; es constructora, no
reactiva; irradia un poder que brota de la fuerza de creer en un mundo mejor
posible y del empuje de una voluntad nutrida de las convicciones prosociales y
de una ética de la responsabilidad. Esta última no es una ética de fines ni de
intenciones, ni tiene carácter utilitario.
El utilitarismo, que
marcó desde la modernidad la consolidación de la sociedad de mercado y la
irrupción y desarrollo de los capitalismos, ha desembocado en nuestros días en
la anomia moral y el narcisismo. La globalización implica hoy una conciencia
cosmopolita y la urgencia de asumir que estamos embarcados como seres humanos,
mujeres y hombres a la par, en una riesgosa aventura común y que depende de
cada uno de nosotros el destino de todos como humanidad, presente y futura.
De allí deriva un nuevo
paradigma cultural y social, que emerge con mentalidad altruista, desde una
ética basada en el cuidado del otro, en su inclusión como mi prójimo, como mi
semejante. Porque todos somos vulnerables, se sustenta en la compasión y la
solidaridad. En el respeto y la mirada al otro como mi igual. Todos somos una
única humanidad.
Su principal alimento
es el amor y la seguridad de que se cumplirá el proyecto vislumbrado a fines de
siglo XVIII, al romper con el absolutismo y el antiguo régimen, promesa aún
deseada e incumplida de alcanzar para todos igualdad, libertad y fraternidad.
Así como a la nocturnidad siempre va a seguir un amanecer que se abre en
mañanas luminosas, a la resignación le sigue la esperanza.
La metáfora más
poderosa de esta epifanía, que es un mostrarse por encima de la realidad y
superarla, es el misterio del nacimiento del Niño Jesús, Dios con nosotros, en
el plano terrenal, cuya concreción celebramos como luz y esperanza todos los
años en esta época, veintiún siglos después.
De modo análogo, la democracia no es un hallazgo ni un regalo. Es más que un sistema político. Es un modo ético de coexistencia pacífica. Es el resultado de un proceso complejo de maduración de varios siglos desde su aparición en la Grecia antigua; una construcción laboriosa de instituciones públicas que la configuran, corregida y consolidada desde la modernidad, cuyos artífices han sido muchas generaciones.
En el presente se
encuentra amenazada o rota, tergiversada o pervertida. Sus valores
fundamentales, como destaca Anne Appelbaum en El ocaso de las
democracias (2020) son todo lo que ha sido propio de las democracias
representativas y liberales: estado de derecho, división de poderes, sociedad
abierta, reconocimiento de la competencia y de las competencias de quienes
aspiran a acceder al poder, búsqueda de equidad y de inclusión e igualdad de
oportunidades.
El denominador común de
los regímenes de gobierno que contradicen la democracia, que Appelbaum llama
“Estado unipartidista anti-liberal”, además de que no son una filosofía
política como lo fue el marxismo, es el autoritarismo. Es un mecanismo para
mantener el poder que funciona en compañía de múltiples ideologías.
Appelbaum toma la
definición de «autoritarismo» de Karen Stenner, quien destaca que no es de
naturaleza política, y no es lo mismo que el «conservadurismo». El
autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la
complejidad: no hay nada intrínseco «de izquierdas» o «de derechas» en ese
instinto.
Se trata de una
concepción del poder meramente antipluralista; recela de las personas con ideas
distintas, y es alérgico a debates públicos.
Ella considera
irrelevante que quienes lo tienen deriven en última instancia su postura
política del marxismo o del nacionalismo. Es una actitud mental, no un conjunto
de ideas. Existen numerosas versiones distintas del Estado unipartidista
antiliberal, desde la Rusia de Putin hasta las Filipinas de Duterte. Todos
estos regímenes pretenden redefinir sus naciones, reescribir los contratos
sociales y a veces alterar las reglas de la democracia para no perder nunca el
poder
Appelbaum teme que haya
una ola de autoritarismos que destruya la democracia y nos introduzca en una
era de oscuridad frente a la irradiación característica de sentimientos
libertarios, de emociones políticas constructivas para la convivencia: respeto
a las diferencias, a los derechos humanos; tolerancia a la diversidad,
pluralismo, debate público de ideas, representatividad de los liderazgos y
búsqueda del bien común, más allá de intereses personalistas. ¿Podrán los
líderes estar a la altura de su responsabilidad histórica para contrarrestar
esta tendencia?
Marta De La Vega es
Investigadora en las áreas de filosofía política, estética, historia. Profesora
en UCAB y USB.
21-12-21
https://talcualdigital.com/en-el-ocaso-de-la-esperanza-por-marta-de-la-vega/
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