Por Hugo Prieto
Detrás de esta
distancia insalvable del abismo que separa a la gente de a pie de la élite
política —aclaro, en su totalidad—, hay antecedentes que podríamos
encontrar en distintas disciplinas de las Humanidades. El balance, visto como
el saldo de estos 20 años, no es otro que el fracaso. La factura, sin embargo,
no llega a quienes toman decisiones y hacen sus apuestas, sus jugadas, en el
tablero del poder. Quien termina pagando la cuenta es el venezolano que come
una vez al día, que no tiene para pagar un antibiótico o que muere de mengua en
los hospitales. Es tan extendido y tan profundo que inunda a más de 90 países
que acogen a la diáspora venezolana.
No sé si el balance que
hace Magdalena López* es suficiente. Creo que eso es irrelevante. Lo importante
es que pone algunas cosas en su lugar, cosas que encajan como si un terapeuta,
con su empatía y conocimientos, nos ayudara a comprender por qué seguimos con
la misma bitácora a pesar de los repetidos naufragios.
En el campo simbólico,
el chavismo ha hecho un trabajo desde el primer momento, no solo con la
modificación que introdujo en los símbolos patrios, sino con la propia figura
de Bolívar que mutó de blanco criollo a entre zambo y pardo. Lo simbólico fue
usado como explosivo de demolición.
Los universos
simbólicos están ligados, inevitablemente, a lo que son las esferas culturales
en el país. Mi impresión es que hasta hace pocos años el campo cultural iba
detrás de lo político y de lo social. Lo cultural tenía que seguir a los cantos
de sirena que cantaba el mundo político o el escenario social. Creo que eso
aplica para lo que fueron en el siglo XX los campos más visibles, tanto para el
chavismo, no solo con la instrumentalización de los símbolos patrióticos y de
un discurso (y una ideología), que le sirviera a los fines de legitimar su
relato en la esfera nacional e internacional. Mientras que la oposición (en sus
comienzos) acudió a la figura del intelectual, del artista, de una
individualidad, como un ser dotado, autorizado, para dar cuenta de lo que
estaba sucediendo. Este artista, este poeta, en singular, que se rasgaba las
vestiduras, se expresaba en los mismos términos heroicos que el chavismo. Creo
que todo eso tiene que ver con que había una especularidad en nuestro campo
cultural que estaba repicando lo que sucedía en la esfera política.
En las dictaduras
comunistas —la extinta URSS, sus satélites y la sobreviviente Cuba— uno
observa que, frente a la cooptación de todas las instituciones, las
universidades y centros de pensamiento, la reacción viene, justamente, de los
narradores, de los poetas, de las individualidades. Ciertamente, los
intelectuales venezolanos, los artistas, han dejado un copioso registro de este
fracaso en todas las manifestaciones del arte. Sin embargo —y esa es mi
impresión—, eso ha tenido un radio de acción limitado, doméstico, académico. ¿A
qué atribuye ese hecho, si tal cosa es cierta?
A esa impresión, yo la
matizaría. Yo creo que estamos asistiendo a cambios. Lo acabas de decir, son 22
años. Y veníamos de una cultura que se estaba mirando todo el tiempo el
ombligo. Veníamos de un Estado mágico, como diría Coronill, ¿verdad?, que no
hacía necesario mirar ni buscar lectores afuera. El Estado mágico hacía,
inclusive, que los escritores no se garantizasen lectores. Ese Estado mágico
ponía los recursos para ello. Y algo similar se podría decir de otras áreas, de
otras disciplinas, de la música, de las artes plásticas. Mi impresión, como
decía, es que en los primeros años ese mirarse el ombligo seguía allí. Pero el
fracaso de esa oposición inmediatista, cortoplacista, y el mismo fracaso
chavista están produciendo una apertura que, si bien no es planificada, por la
misma necesidad de sobrevivencia, se está dando. Yo siento que, culturalmente,
se están empezando a escuchar voces afuera. Se están empezando a leer a autores
venezolanos. Se están empezando a reconocer a los músicos, a los artistas. Y
eso es algo que antes no sucedía.
¿El hecho de que las
manifestaciones culturales ocurran en medio de la pobreza y la crisis
inagotable no es una paradoja? ¿A qué atribuye ese fenómeno?
Creo que eso ha sido
posible gracias a la cancelación de esa fantasía mesiánica, no solo del
político redentor, sino del artista o del autor o del intelectual que nos iba a
clarificar todo nuestro sentido de pertenencia. Entonces, yo sí creo que el
campo cultural se está abriendo. Pero esos procesos necesitan tiempo. No
responden al cortoplacismo ni a esa idea fantasiosa de que el país se iba a
transformar de un día para otro, idea que estaban en los dos bandos, tanto en
el chavismo como en la oposición. Ese voluntarismo mágico con el que íbamos a
cambiar todo. Lo cierto es que se están produciendo esos cambios, la cantidad
de editoriales independientes, los talleres creativos, las plataformas
digitales, las nuevas tecnologías, los grupos de estudios, los grupos de
trabajo, el periodismo independiente, todo eso que antes estaba monopolizado,
centralizado en el Estado, empieza a salir, a emerger, más allá de los límites
nacionales.
Ahora estamos
descubriendo, como sociedad, como individuos, que los procesos políticos
también necesitan tiempo. ¿Qué tanto contribuyó al fracaso que estamos viviendo
esa visión cortoplacista?
Uff… ¡Muchísimo! Yo creo que la venezolana es una cultura muy ansiosa, y volvemos a Cabrujas… “el conejo sale de un segundo a otro del sombrero, pero nadie se pone a criar conejos”. Eso ha hecho mucho daño, porque se ha entroncado con esa idea mesiánica de la política. Yo siento que en la cultura venezolana hay una tradición romántica que todavía sigue siendo muy fuerte. Vuelvo a la idea del individualismo. A una tradición romántica de héroes, de épicas. Siempre volvemos a esta compulsión de los orígenes y a los mitos fundacionales. Lo que no se produce en un segundo, entonces, hay que buscarlo otra vez en el origen mítico.
¿Cuál sería el reflejo
de esa visión mesiánica en la forma en que nosotros entendemos la política?
Quienes se compadecen
de la situación de Venezuela, tarde o temprano, me terminan diciendo: “Es que
la oposición venezolana es un desastre”. Y yo les digo: “Es que no hay una sola
oposición; hay, sí, una oposición que se arroga el monopolio de la representación,
de lo que es la disidencia, la resistencia, pero hay miles, hay
cientos”. El problema está cuando uno de estos fragmentos de este país
roto se arroga una intención hegemónica. Yo creo que eso sigue siendo muy
fuerte en nuestra política y en nuestro campo cultural. La idea de que hay
alguien, un sector privilegiado, que es capaz de unificar y representar todas
las diversidades simplificando la política. Eso, desde luego, está en la esfera
cultural. Yo creo que esa idea del sujeto universalista que pretende
representar a todos y siempre representa a uno solo, en realidad, es el sujeto
universalista del hombre nuevo, de esa fantasía utópica. O del sujeto
privilegiado, ese artista, ese intelectual que representa al país y le va a
hablar al resto de la humanidad. Pero estamos en medio de una pluridiversidad.
En esa imagen poética del jarrón roto de (Derek) Walcott y cada fragmento tiene
su tiempo, es cambiante, ¿verdad? Yo pondría el foco en lo que hace menos
ruido, porque lo que hace más ruido es la misma imagen que refleja el
chavismo.
¿A qué atribuye esa
persistente intención del Estado de copar la cultura? Siempre dispuesto a
comprar intelectuales, a comprar conciencias. También allí tenemos una
tradición de larga data y no sabría decir si es propia de América Latina.
En Venezuela, el que
captura el Estado captura todo. El Estado es poder ¿no? Eso, por un lado, es
típico de las sociedades petroleras y, por el otro, es parte del legado que
tenemos en toda América Latina de lo que fue el Estado español y el centralismo.
Eso ocurre en distintos grados en la región, pero donde hay petróleo no
necesitas crear otros campos. Ni siquiera necesitas crear otros mercados
alternativos. Pero eso también lo encuentras en todos los países donde se
instauró el socialismo real. Eso es muy fuerte en Cuba, por ejemplo. El poder
de la memoria. ¿Quién impone la memoria? Esa memoria, generalmente, está
asociada a los orígenes. Es una idea muy fuerte, incluso en psicoanálisis, para
reafirmar la identidad. No puedes reafirmar la identidad si no haces un relato
de tus orígenes. Esos relatos en Venezuela siempre están pensados en términos
de guerra.
¿Qué impacto ha tenido
esa necesidad de crear identidad en Venezuela? ¿Cuál sería su utilidad
política?
En los campos
culturales, hay mucha diversidad, pero hay dos campos claramente definidos. Una
memoria muy nostálgica que siempre está mirando hacia atrás de lo que se
desearía reconstruir, recuperar o restaurar. Y después hay un campo que está
mirando al pasado, para cuestionarlo, para interrogarlo, no en función de
reminiscencias que se anhela, sino de un presente muy problemático. Identidad
siempre va a significar la exclusión del otro y una necesidad de recurrir a una
mismidad. Identidad es yo mismo. Ese narcisismo de darse la vuelta como el
perro que se muerde la cola. Sin esa identidad es imposible crear ese
antagonismo que es tan funcional a la idea del populismo que esgrimió (Ernesto)
Laclau, ¿no? Sin el otro al que tú puedas excluir mediante un sentido de
filiación y de origen, tú no puedes detentar tu propio poder.
En términos que
pretendieron ser forenses, el señor Hugo Chávez despotricó de la democracia
representativa. Un sistema de dominación clasista, excluyente y de cogollos.
Pero ¿qué tenemos hoy? Un Estado tribal, dominado por una casta, que ha creado
mecanismos de exclusión y coerción para criminalizar a quienes piensan
diferente. No hay espacio, resquicio, institucional que no dependa del poder
para la formulación de proyectos, su financiación y ejecución. ¿No es un contrasentido?
¿La voltereta de lo excluyente?
Yo diría que eso tiene
que ver con la especularidad de la memoria. De eso se habla mucho en
psicoanálisis. Finalmente, el que tú satanizas o apartas eres tú mismo. La gran
paradoja es lo que estás diciendo. Cómo para excluir al otro —al que no te
interesa que juegue en tu mismo campo político—, tú necesitas convertirlo en tu
propia imagen. Freud hablaba del luto y la melancolía frente a la pérdida. Él
decía: en el luto, el sujeto que sufre la pérdida desplaza el objeto perdido
hacia otra cosa. Hacia un afuera, hacia el otro, hacia un diferente. De alguna
manera completa el proceso de la pérdida. Pero el melancólico no. Decía Freud:
el melancólico es aquel que no consigue desplazar la pérdida, determina
retrotrayendo hacia el propio ego. Es un gesto narcisista para aquel que no
puede mirarse más allá de su propia nariz. La pérdida recae en el propio sujeto
y esta es la gran paradoja de la política venezolana. Todo aquello que la
revolución bolivariana prometió no ser, no solo lo replicó, sino que lo
agudizó. Y la pregunta que me hago es ¿la revolución bolivariana es la
continuidad de un proceso que comenzó mucho antes? ¿El chavismo es una ruptura
con lo anterior o una continuidad?
Ya que se hizo la
pregunta, ¿podría responderla?
Yo creo que es una
ruptura en términos de un discurso superficial simbólico. Pero, sin duda, es
una continuidad agudizada, mucho peor, de lo que habíamos visto antes. Para mí,
ese es el problema con la nostalgia y con la melancolía. Estar extrañando un
siglo XX que ya tenía las pistas de lo que nos está ocurriendo actualmente y
eso puede ser algo muy peligroso. En el campo cultural venezolano hay una
vertiente muy conservadora y eso puede tener que ver con un marcador
generacional. También tendríamos que pensar en las memorias de las dos
generaciones que ha habido en los últimos 20 años. Esa pulsión por volver al
pasado está en nuestra psiquis. Era la más visible hasta hace poco, entre otras
cosas, porque tenía más recursos, más institucionalidad. Pero, así mismo, hay,
al lado de eso, varias vertientes que —si bien están mirando el
pasado— son para interrogarlo, para cuestionarlo, para que les diga que
tiene que ver con el presente. Por una cuestión etaria, creo que la generación
más reciente se va a imponer sobre la anterior. No podemos recordarlo todo,
sino no podríamos vivir, diría Borges. Hace falta también el olvido. En todas
las sociedades que han pasado por situaciones traumáticas, hace falta el
olvido. De lo contrario, seríamos Funes, el memorioso.
Uno advierte que hay un
cambio incipiente en lo cultural. Pero ¿qué ocurre con la cultura política?
Seguimos con unos partidos con estructuras verticalistas, obedientes al
centralismo democrático. No hay ningún cambio. Algo de eso vimos en las pasadas
elecciones de gobernadores y alcaldes. ¿Qué hacemos con el secretario general?
¿Qué hacemos con el tipo que controla el aparato? ¿En qué puesto de la lista lo
metemos? No hay ninguna conexión con la realidad que vive la gente.
Me estoy alejando de
mis intereses académicos, de lo que han sido mis líneas de investigación. Pero
yo siento que hay una suerte de impermeabilidad a la experiencia del fracaso.
Es decir, el fracaso, que lo mismo puede ser una experiencia aniquiladora como
puede ser empoderadora, en la que hay un aprendizaje, aquí no lo vemos. Y la
pregunta que yo me hago es ¿qué tanto de fracaso ha habido para esta élite
política de la oposición? El fracaso es para la gente de a pie, para la gente
que solo puede comer una vez al día, para el que no tiene antibióticos. El
verticalismo del que hablas ¿no está creando una distancia insalvable, en la
que, básicamente, la experiencia del fracaso no la está asumiendo la élite
política, sino la gente de a pie? En la medida en que no hay un impacto de la experiencia
del fracaso en esa élite política, no hay ningún aprendizaje. No cambia el
rumbo una vez que naufraga. Entonces, te mantienes con tu bitácora. Los que
están pagando los costos son otros. Recordemos el caso cubano, una generación
tras otra de opositores en el exilio que no consiguieron el cambio político.
Solo después de 60 años, una oposición interna, más pobre, más modesta, más
negra también, es la que empieza a tener un discurso más democrático.
Ya que estamos hablando
de la memoria, habría que tener muy presente lo que hizo Betancourt en el
exilio. En los documentos que escribió encontramos su visión del país. El sueño
que tenía diáspora política, que sobrevivía en pensiones muy modestas, era el
de regresar a Venezuela en cuanto fuera posible.
Volvemos a la
especularidad. Estamos hablando de una oposición que, gracias al apoyo
internacional, vive bien y goza de cierto estatus. Son unas condiciones que no
son muy diferentes a las de la élite chavista. Insisto, es la idea del espejo:
aquello que tú dices repudiar es precisamente en lo que te terminas
convirtiendo. La figura del doble en la literatura. De la oposición que estamos
hablando, la que grita más alto, la que tiene más presencia internacional, es
muy parecida al chavismo, en su pensamiento, en su forma de vida. Incluso, en
sus veleidades militaristas, si piensas en Leopoldo López apoyando al candidato
chileno (José Antonio Kast) que añora mucho de lo que fue el pinochetismo.
Estamos hablando de campos muy parecidos, aunque el discurso ideológico parezca
distinto. Creo que el cambio político debería venir desde abajo, de gente que
está acusando el recibo de esta experiencia del fracaso. Hacia arriba, coincido
contigo, tampoco veo nada.
***
*PhD por la Universidad de
Pittsburgh. Investigadora del Instituto Kellogg para la Democracia, de la
Universidad de Notre Dame y del Centro de Estudios Internacionales del
Instituto Universitario de Lisboa. Autora y coordinadora de varios libros y
publicaciones.
19-12-21
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