José Luis Farías 02 de febrero de 2022
@fariasjoseluis
El
golpe de Estado del 4 de Febrero de 1992 torció el rumbo de la historia
contemporánea de Venezuela. Esta es una idea compartida por investigadores,
opinadores y políticos.
Pero
la opinión se torna más consensual cuando se juzgan los determinantes 72
segundos que duró el mensaje de Hugo Chávez, sembrando una esperanza trocada en
falacia con el tiempo.
Tanto es así que abundan quienes sostienen -aventurando una afirmación contrafactual- que de no haberse producido ese sorprendente instante, hoy sería otra la historia.
La
coincidencia general se rompe, radicalmente, a la hora de explicar la dirección
del cambio producido. En ese momento entran en juego la polarización (sobre
todo después del 11 de Abril de 2002) y el «compromiso» de cada quien para
hacer el balance de los treinta años siguientes.
Saltan
de un lado quienes aceptan lo sucedido para justificar el «proceso
revolucionario» desatado paulatinamente hasta que los golpistas llegan al poder
seis años más tarde.
Del
otro lado emergen sus adversarios, en una variedad que cuestiona tanto la
ruptura del curso democrático como de la modernización de la nación en la que
todos «éramos felices y no lo sabíamos», según reza la ironía popular.
La
contemporaneidad del suceso y sus consecuencias son un escollo difícil, casi
imposible, de superar para que los intérpretes puedan alcanzar un grado
aceptable de acuerdo en torno a lo sucedido y que suele ser evocado desde la
posición del testigo, en primera persona.
Tiempo
implacable, realidad inocultable
Si
evaluamos el hecho por sus consecuencias, el transcurrir inexorable del tiempo
ha ido mostrando unos resultados del cambio que dificultan la defensa de lo
ocurrido y favorecen la interpretación de condena y repudio.
Conforme
han avanzado los años, la opinión crítica del «proceso» apunta a consolidarse.
La
llamada «revolución», primero «bolivariana», luego «bolivariana y socialista»
y, más tarde, «socialismo del siglo XXI», ya no se sabe exactamente en qué
consiste ni qué queda de ella.
El
fracaso del socialismo del siglo XXI -mueca del «socialismo real», muerto en
1989 tras la caída del Muro de Berlín- es inocultable y su daño es cuantioso:
Barrió
el sistema político democrático liberal
Acabó
las instituciones republicanas
Destruyó
el aparato productivo nacional
Diezmó
las condiciones de vida de la población…
…
sumiéndola en un insólito estado de miseria.
Paradójicamente,
en los últimos tres años, la misma institucionalidad «bolivariana» ha ido
acabando cualquier vestigio del sistema económico socialista, impuesto a troche
y moche.
Esta
«corrección» se ha logrado con un monstruoso ajuste macroeconómico que, en el
lenguaje al uso, califica como «neoliberal salvaje».
Así,
el socialismo del siglo XXI ha desaparecido frente al avance de una
dolarización de facto que ha cobrado cuerpo hasta dominar los ruinas de la
economía, con una liberación de precios que derivó en la hiperinflación más
alta en la historia del continente, la segunda más larga luego de la
nicaragüense, siempre entre las más elevadas en los anales del mundo.
La
vuelta en U
Parte
también del ajuste es lo que luce como un acelerado saqueo del aparato
productivo estatal, incluido casi todo lo expropiado: un remedo de
privatización, sin claro objetivo distinto al del enriquecimiento de una élite
civil y militar entronizada en la apropiación del Estado.
Sin
embargo, no es ocioso advertir -así suene desagradable- que, sobre el proceso
abierto por el zarpazo golpista, al no haber culminado y no presentar signos
claros de que acabará pronto, cualquier juicio actual de la opinión pública
pudiera cambiar en el futuro.
En
torno a la interpretación que asume el día del alzamiento militar de Hugo
Chávez y los suyos como el nacimiento de un nuevo país de «justicia y de
derecho», es aplastante el peso de las evidencias en contra.
El
golpe de Estado del 4 de Febrero, si a las pruebas vamos, es más bien un punto
de inicio de un largo, lento y tenaz proceso de destrucción que ha dejado la
nación en escombros.
No
significa esto que el alzamiento militar haya sido el factor determinante de la
tragedia en la que se ha caído desde entonces: la nación venía en barrena desde
casi tres lustros atrás, pero no hay duda del peso de este evento como el
principal acontecimiento que aceleró la desestabilización de la democracia y el
acabose de la economía.
El
propósito de estas notas es más modesto que entrarle al estudio de ese complejo
proceso que aterrizó en la felonía militarista.
Apenas
pretende dar cuenta -nada exhaustiva- del instante crucial en que el golpe de
Estado pasó de una derrota militar a un triunfo político de los alzados, en
especial del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías.
También
esperamos avanzar una explicación de lo acontecido a partir del absurdo pulso
entre el presidente Carlos Andrés Pérez y su ministro de la Defensa, general Fernando
Ochoa Antich, durante las dramáticas doce horas que llevó el enfrentamiento
contra el grupo golpista.
Para
ser exactos, son estas líneas una suerte de crónica del cómo y algo de ensayo
del por qué ocurrió el «Por ahora» de Hugo Chávez a las 11:55 de la mañana de
ese aciago día, que le abrió cauce a la deriva autoritaria instaurada
actualmente en el país.
Para
ello debemos mirar a través del examen de la actuación de sus tres principales
protagonistas.
La
tarea no es sencilla si se huye del planfleto y se intenta el rigor.
Aún
persisten los puntos oscuros sobre las decisiones trascendentales que
permitieron la transmisión de ese mensaje y quizás nunca se aclaren.
Aquí
va mi grano de arena…
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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