CORINA YORIS – VILLASANA 03 de julio de 2024
@yorisvillasana
«Cuando
el principio del Estado desaparece, el marco institucional de éste se vuelve
contra sus ciudadanos, ya que la autoridad estatal se separa de la racionalidad
política que la sustenta»
Se habla permanentemente de la violencia legítima de un Estado. Pero ¿qué significa el «monopolio de la violencia»? Este concepto se refiere a la autoridad exclusiva del Estado para ejercer la coerción legítima y regular el uso de la fuerza. En otras palabras, el Estado tiene el poder propio de emplear la violencia; por lo tanto, cuando hablamos de violencia estatal nos referimos a la violencia inherente a cualquier Estado en términos políticos. La forma más evidente de esta violencia estatal es su capacidad represiva, que la ejerce mediante la intervención física a través de sus instituciones de control: prisiones, policía, ejército, sistema judicial, entre otros. De allí que es necesario distinguir cuándo los entes estatales actúan de forma legítima y cuándo abusan de sus poderes.
Cuando
surge esa imposibilidad de deslinde entre el uso legítimo de la violencia
estatal y el abuso de tal prerrogativa, el ciudadano ve aumentar su inseguridad
y muchas veces aprovecha todas las oportunidades que tiene a su disposición
para hacer frente a esta anfibología y a su propia debilidad.
Ahora
bien, la prerrogativa del uso de la fuerza no conforma en totalidad la
definición de Estado; recordando a Weber y su sutileza para deslindar
características del Estado, así como a algunos connotados analistas políticos,
podemos decir que existe una dualidad en su significado: por una parte, es una
asociación, una relación comunitaria, y esta asociación engloba a todos los
pobladores que están bajo el dominio de ese Estado. Pero hay otra parte, que le
garantiza a esta autoridad del Estado el monopolio, no solamente de la
violencia física, sino el monopolio del gobierno; la creación de la legislación;
la aplicación de éstas y la justicia, así como la propia administración de la
“cosa pública”.
Estas
dos notas definitorias de Estado tienen aparejada la estabilidad y la capacidad
corporativa de los países para satisfacer las demandas de inclusión de todas
las personas que residen en sus territorios. Por ello, es importante cuestionar
el concepto común y generalizado de Estado que lo vincula al gobierno o lo
limita a las actividades de autoridades. Si se pierde el principio del Estado,
puede haber un liderazgo central coercitivo, pero no gobernará, sino que
impondrá autocráticamente la voluntad de un pequeño grupo de personas
privilegiadas a través de la voluntad política.
Esta
coerción estaría respaldada por el deber de obedecer las instituciones estatales.
El compromiso es esencialmente represivo. Cuando el principio del Estado
desaparece, el marco institucional de éste se vuelve contra sus ciudadanos, ya
que la autoridad estatal se separa de la racionalidad política que la sustenta.
Esto sucede cuando no se resuelven las contradicciones que lo constituyen como
organización política moderna de grupos humanos. En tales casos, el Estado no
se pronuncia sobre las relaciones sociales y se convierte en una simple
institución de poder en manos de intereses personales.
Y es
precisamente en esos momentos en los cuales aparecen ciertas deformaciones del
discurso, léase, el manejo del lenguaje cargado de epítetos y amenazas que ha
sido llamado «lenguaje del odio» destinado a aniquilar al rechazado,
al enemigo. Ese lenguaje al ser usado desde instancias gubernamentales rebasa
completamente los límites de la tolerancia, que es el núcleo de un Estado de
Derecho.
El
concepto de «lenguaje de odio» posee límites muy difusos y suele
confundirse con «delitos de odio». Las Naciones Unidas ha definido este
discurso como «cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, —o también
comportamiento-, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio
en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, en otras
palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color,
ascendencia, género u otras formas de identidad». Y, generalmente, sin mayores
precisiones, suele llamarse «delitos de odio» o «crímenes de odio» -aunque haya
diferencias- a los delitos de lesa humanidad, o los delitos de genocidio.
De tal
manera que se hace indispensable distinguir entre unos y otros porque, al
emplearse desde las esferas oficiales para descalificar la disidencia, puede
propiciar acciones que bien podrían calificarse de delictivas.
No
existen, por otra parte, «delitos de opinión». ¿Se puede criminalizar la
opinión en un ámbito donde se preconiza la libertad de expresión?
Los
pensamientos u opiniones por sí solos no pueden ser castigados por la ley. El
pensamiento detrás de la comisión de un crimen puede verse como un motivo
subyacente y especialmente el odio que conduce a la injusticia del
crimen.
El
aumento de la gravedad no determina la naturaleza del delito, aun cuando pueda
tenerse en cuenta en el castigo. No es definitorio del delito.
Es un
tema que amerita un amplio y responsable debate, sobre todo cuando vemos
permanentemente acusaciones que involucran estos conceptos y vemos a legua cómo
se solapan las notas definitorias de cada uno.
CORINA
YORIS – VILLASANA
@yorisvillasana
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