Rafael Rojas 10 JUN 2012
El éxito de su historia contrasta con
la poca elegancia de sus discursos de legitimación
Llegaron al poder
gracias a la democracia pero siguen imaginándose como una fuerza
“revolucionaria"
La izquierda latinoamericana
ha vivido en los últimos años una historia de éxito. Gana elecciones y
reelecciones en la mayor parte de la región y en los pocos países donde no
gobierna, como México, Colombia o Chile, constituye una fuerza opositora de
peso. En la última década, la mayoría de las izquierdas latinoamericanas ha
gobernado bien: ha reducido la pobreza, aumentado el gasto público en educación
y salud, pero no ha trastocado el desequilibrio macroeconómico de sus países y
ha contenido la inflación. Los actuales presidentes de la izquierda son
sumamente populares y los que han dejado el poder en los últimos años, como
Lula da Silva, Tabaré Vázquez o Michelle Bachelet, siguen poseyendo un enorme
capital político.
La exitosa historia de la
izquierda latinoamericana contrasta, sin embargo, con la poca elegancia de sus
discursos de legitimación. A la hora de contar la historia de su auge, la
izquierda apela al relato de la decadencia. Una y otra vez alude a los
monstruos del “neoliberalismo”, descontinuado hace una década, o del
“imperialismo yanqui”, cada vez con menor capacidad de presión diplomática y
financiera —por no hablar de la inexistente amenaza militar— sobre los
gobiernos latinoamericanos, como pudo verse en la pasada Cumbre de las Américas
de Cartagena. O rinde culto a la Revolución Cubana, al Che Guevara y a las
guerrillas latinoamericanas, todos, referentes de una izquierda marxista y
violenta que, en sus medios y sus fines, ha sido abandonada, incluso, por Hugo
Chávez en Venezuela o Raúl Castro en Cuba.
Cuando no recurren al
archivo de los años guerrilleros, los gobiernos de la izquierda latinoamericana
van más lejos: a los libertadores de América. De aquellos próceres,
republicanos neoclásicos en su mayoría, extraen una simbología descolonizadora
anacrónica, que estaría más cerca de los populismos y nacionalismos de mediados
del siglo XX que de los experimentos constitucionales del siglo XIX, donde el
paradigma liberal regía con pocas impugnaciones. Nada más contradictorio, sobre
todo en el mundo andino o el mesoamericano, que juntar en un mismo panteón
heroico a próceres republicanos y liberales del siglo XIX con líderes y
movimientos indígenas del siglo XX, que se rebelaron contra las políticas
anticomunitarias impulsadas por los primeros durante décadas.
La
nueva izquierda latinoamericana y la teoría neomarxista (Badiou, Rancière,
Zizek, Hardt, Negri, Butler…) se leen con mutua desconfianza. Ernesto Laclau ha
logrado incorporar algunas nociones al discurso kirchnerista, pero las mismas
no son centrales en este último y su caso es excepcional. Más cerca de la
renovación conceptual de la izquierda latinoamericana está el vicepresidente
boliviano Álvaro García Linera, cuya articulación de katarismo y marxismo
apunta a una potenciación del perfil comunitario, indigenista y plurinacional
del “socialismo del siglo XXI”. Pero fuera de esta corriente, bastante
circunscrita al mundo andino o específicamente boliviano, los contenidos
ideológicos de dicho socialismo no van más allá del nuevo populismo de Chávez o
del viejo comunismo de Fidel y Raúl Castro.
La izquierda latinoamericana
no sólo no asimila el neomarxismo sino que tampoco se abre plenamente al
multiculturalismo. Políticas emblemáticas de este último como las relacionadas
con las cuestiones de género y las sexualidades no logran consolidarse en los
gobiernos de la región. El matrimonio gay ha sido legalizado en la ciudad de
México y en Argentina, pero no en Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, países
del ALBA que comúnmente se asocian con las izquierdas más radicales. El derecho
al aborto no es reconocido por los gobiernos de Dilma Rousseff en Brasil y
Cristina Fernández de Kirchner en Argentina y la prevención y la penalización
de discursos y prácticas machistas, homofóbicas y racistas son sumamente
precarias en toda América Latina.
La torpeza con que la
izquierda narra su ascenso al poder le impide capitalizar uno de los elementos
que la distinguen del viejo comunismo: su mayor comprensión de los fenómenos de
la cultura popular. A diferencia del marxismo-leninismo de corte soviético y
cubano, que aspiraba a una regeneración cultural de la ciudadanía, basada en el
ateísmo y la ciencia, las nuevas izquierdas usan un lenguaje menos doctrinario
y más permeable a los mitos rurales y urbanos. La demagogia y el populismo que
signan las políticas culturales de la izquierda conspiran contra la voluntad de
producir ideologías menos circunscritas a las estrechas agendas de las minorías
letradas.
La mayor limitación del
relato de la izquierda tiene que ver con su idea de la democracia. En la última
década la izquierda latinoamericana llegó al poder, gracias a la democracia, no
a la revolución, pero sigue imaginándose como una fuerza “revolucionaria”,
antes que como un conjunto de gobiernos democráticos. A diferencia de algunos
sectores de la izquierda brasileña, uruguaya y chilena, sobre todo, los
gobiernos bolivarianos siguen proyectando una imagen negativa de la democracia,
heredada del comunismo y el populismo. La democracia es para ellos un medio
para llegar al poder y preservarlo, no la finalidad de la vida pública.
Rafael
Rojas es historiador.
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