Fernando Mires 5 de Junio 2012
Cuando el
asesino de Siria, Bashar Al Assad, se compara con un cirujano que opera a su
nación, y aparecen esas fotografías de los cadáveres de niños de Hula, es
imposible contener una maldición. Hay que ser malvado o ideológicamente
desquiciado o lacayo de autocracia, para no sentir indignación moral frente a la
horrenda masacre. Más horrenda todavía cuando uno sabe que esos crímenes son
cometidos bajo la impunidad que otorgan otras dictaduras, e incluso democracias
mal constituidas; y de esas no hay pocas en América Latina.
¿Cómo no
maldecir a los gobiernos de China y Rusia cuando impiden actuar a la ONU en
defensa de la población civil siria? Así, al fin, uno tiene que rendirse a la
evidencia: Este mundo no es democrático.
No podemos
exigir a un perro que cuide las salchichas. Tampoco podemos exigir a las
dictaduras que condenen a gobiernos cuando patean derechos humanos. Tanto el
perro como las dictaduras actúan de acuerdo a su naturaleza. Pero sí podemos,
más aún, debemos, exigir a naciones democráticas y a las que crean serlo, una
postura más firme frente a atrocidades cometidas en países como Siria. Que no
sea así, indica que muchos gobiernos no han captado que una de las principales
contradicciones que cruza al planeta es la de democracia contra dictadura. O
mejor dicho: casi todas las naciones democráticas viven esa contradicción de un
modo interno, pero pocas la asumen de un modo externo. Y eso es grave. La paz
mundial sólo puede estar asegurada por democracias; jamás por dictaduras. El
hecho de que hasta ahora nunca ha habido una guerra entre naciones democráticas
dista de ser casualidad.
La
revolución democrática iniciada en los Estados Unidos y Francia en el siglo
XVlll ha logrado avances, no hay dudas. La derrota de la Alemania nazi, el
declive de las dictaduras latinoamericanas, las revoluciones anti-totalitarias
de Europa del Este, y las antidictatoriales que hoy están teniendo lugar en el
mundo árabe, así lo demuestran.
Desde un
punto de vista cualitativo, la declaración universal de los Derechos Humanos ha
impuesto su hegemonía mundial. Sin embargo, desde uno cuantitativo, las
democracias no han logrado –todavía estamos lejos– la victoria final. Más del
sesenta por ciento de las naciones que constituyen las Naciones Unidas no son
democráticas. De ahí que no podemos extrañarnos si personajes como Al Assad gozan
de protección internacional.
China y
Rusia –digámoslo de una vez- se han constituido en protectores de tiranos
asesinos. Sin embargo, China y Rusia son diferentes.
China, cuya
potencialidad económica cautiva el corazón de tantos tecnócratas occidentales,
ha demostrado, en contra de la tesis liberal y marxista, que la evolución
política no está determinada por el desarrollo económico. Eso significa que una
economía capitalista puede funcionar perfectamente bajo un estado socialista,
nazi, fascista, autocrático, democrático, e incluso –es la innovación china–
neoconfuciano.
Sin embargo,
China no viola los derechos humanos en su país pues esos derechos nunca los ha
conocido. Distinto es el caso de Rusia.
La Rusia de
Putin no es, por cierto, el mejor ejemplo de una nación democrática. La
represión a todo lo que sea oposición es en Rusia tan brutal como en China.
Pero -y ahí reside la diferencia- la república rusa de Putin surgió de
una revolución democrática: de una tan profunda como fue la francesa anti-absolutista
del siglo XVlll
La
comparación entre la Francia de 1789 y la Rusia de 1989 no es del todo errada.
Quizás bajo Putin la revolución democrática rusa está viviendo su “momento
napoleónico”, es decir, así como Napoleón, en nombre de la revolución restauró
el poder absoluto, pero sobre la base de un Código Civil, Putin, en nombre de
la democracia está restaurando la estructura del poder soviético, pero sobre la
base de una constitución liberal. Sin embargo, cuidado con las analogías: las
diferencias también son notables.
Mientras la
Francia revolucionaria nació cercada por estados absolutistas, la Rusia
post-comunista emergió en un espacio democrático. Eso significa que una Rusia
democrática nunca ha estado ni estará aislada como ocurrió con la Francia
revolucionaria. Todo lo contrario: los principios que dieron origen a la
revolución anti-totalitaria rusa fueron esencialmente europeos. En cierto modo
la iniciada por Gorbachov fue la continuación de la revolución francesa de
1789, pero en 1989.
Sin la
visión de una Rusia europea, republicana y democrática a la vez, Gorbachov no
habría dado ese paso que desde la Perestroika llevó a la liberación de Europa
del Este. De ahí que la responsabilidad de los gobernantes europeos sea hoy más
grande que nunca. Son ellos y no el gobierno norteamericano los llamados a
ejercer presión para que Putin no abandone del todo esos principios que heredó
de Gorbachov y del primer Jelzin. Son esos gobiernos los que deben convencer a
Rusia de que su grandeza nunca será obtenida apoyando a sangrientas dictaduras,
como la de Siria. Pero eso lo pueden lograr no con concesiones, sino asumiendo
el legado de la revolución democrática de la cual proviene la Europa de hoy. O
dicho así: liberar a Rusia de sus relaciones con Al Assad, pasa por la caída
del tirano. Hay gobiernos europeos que, pese a la gran depresión económica en
que están sumidos, así lo están entendiendo.
Este mundo
no es democrático pero la democracia sigue avanzando. Ello no ocurre de acuerdo
a una progresión lineal, sino -para decirlo con los términos de Leo Trotsky
cuando imaginó el curso de la revolución socialista mundial– de un modo
“desigual y combinado”. Una vez surge allí; otra vez allá, mezclándose con
movimientos populistas, restos monárquicos, confesiones religiosas, siempre
impura, nunca perfecta. Pero sigue avanzando. Y hasta ahora nada ni nadie la ha
podido parar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico