“El Evangelio tiene luces que de golpe
se encienden en la oscuridad…”
Luces que iluminan con elocuente claridad las situaciones de nuestras vidas, sin que la distancia de los siglos disminuya su sabiduría. Venezuela las necesita con urgencia.
“Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres”. Así empieza la parábola o cuento que inventa Jesús para enseñarnos el valor de la insistencia en la oración (Lucas 18,2). Aquí tenemos no sólo un juez, sino todo un ejército servil dedicado a someter la justicia y la verdad a los intereses del poder. Desde el Gobierno acusan al coronel-juez Aponte Aponte de delincuente y traidor a la patria.
Por supuesto, él confiesa prácticas suyas y del poder a lo largo de una década que son delitos y traición a la nación, “sin temor a Dios ni a los hombres”. No tenemos razones para pensar que estas confesiones sean falsas, sino todo lo contrario, ni para creer que vayan a corregirlas quienes, acusados por él, siguen en el disfrute del poder ilimitado.
Jesús nos presenta también otra parábola de un hombre rico y poderoso que con sus graneros reventados de cosecha se siente dueño ilimitado de la vida y de los bienes. No importa la procedencia lícita o no de la cosecha, se siente poderoso y se pregunta qué voy a hacer para disfrutarlo. Se respondió (se responde) a sí mismo: “Haré lo siguiente, derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales meteré mi trigo y mis bienes. Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta”. (Lucas 12,16-19).
Cuando se sentía así, Dios le hizo saber cuán pequeña es la distancia entre el poder y la nada: “Pero Dios le dijo: ¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado ¿para quién será?”. Y concluye: “Así le pasa al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios” (Luc. 12,20-21).
La conciencia es expulsada por la lujuria del poder y de la riqueza, pero reaparece en el umbral de la muerte o de la desgracia política: ayer ministro o gobernador, y hoy preso o sepultado; ayer empresario mimado, y hoy despojado y acusado; ayer revolucionario condecorado, y hoy traidor en fuga.
La parábola ayuda a ver lo criminal de la política sin ética, lo fugaz del poder y llama a actuar siempre con conciencia en defensa de la verdad y de la vida del otro. Es la única cosecha que no se pierde, ni la arrebata el enemigo.
Impresiona la lista de nuestros “revolucionarios” prepotentes que de la noche a la mañana murieron o cayeron en desgracia; están en el cementerio, en la cárcel, en el exilio y son perseguidos por sus amigos y protectores de ayer: Velásquez Alvaray, Mackled, Fernández, Carlos Escarrá, Lina Ron, Jesús Aguilarte, Danilo Anderson, Wilmer Moreno, Aponte Aponte, Tascón…
La desmesura del poder la vivimos y sufrimos todos los días.
Los oímos proclamar que la revolución justifica todo y no tiene límites, ni necesita argumentos ni justificaciones, fuera de sí misma.
Los vemos atropellar, interpretar y cambiar la Constitución y las leyes a conveniencia del poder y con su dedo supremo ensalzar o anular a las personas o acusarlas arbitrariamente. Pero en el momento menos pensado Dios nos dice: ¡Necio, esta noche has de morir y rendir cuentas! De poco sirve suplicar prórrogas. No somos quién para juzgar las conciencias y las intenciones de los demás, pero sí tenemos obligación de juzgar los terribles efectos que ha tenido la borrachera del poder revolucionario constituido en suprema ley de sí mismo. ¡Cuántos presos, despojados y exiliados injustos! ¡Cuántos millones de afectados por el desgobierno, corrupción y desastres, cuya reparación tomará años! Llegó la noche, el plazo para ver y padecer los efectos de promesas y decisiones insensatas y el fin indeseado. También la hora de reconstruir la decencia, la justicia y el poder como servicio. Pero la potencial locura del poder, con sus arbitrariedades, atropellos y destrucción, no es patrimonio de un solo color político, y reconstruir a Venezuela es reconocer la noche en que estamos metidos con los terribles efectos del poder desbocado que no se detiene ante ninguna consideración moral. La reconstrucción exige una nueva primavera de la conciencia y de la responsabilidad en todos los ámbitos.
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