Fernando Mires, 25 de junio 2012
Ya esclarecida parte de los hechos que
llevaron a la caída de Fernando Lugo, es posible afirmar –si vamos a hablar
seriamente- que lo que tuvo lugar en Paraguay no fue un golpe de estado. Fue,
en primera línea, una destitución institucional. Si además fue constitucional,
no está resuelto. Esa, en cualquier caso, es la principal diferencia que separa
el caso paraguayo con respecto al ocurrido en 2009 en Honduras en donde la
destitución constitucional de Zelaya fue ratificada por un golpe de estado.
La
diferencia entre destitución y golpe no es ociosa. Una destitución altera la
continuidad política de una nación, pero no la rompe, como en el caso de
un golpe militar. O dicho de modo escueto: si todo golpe implica una
sustitución, no toda sustitución implica un golpe.
La
diferencia entre golpe de estado y destitución no significa, por cierto,
calificar a la segunda como positiva. En algunos casos sus efectos podrían ser
iguales a los de un golpe de estado. De ahí que frente a una destitución hay
que preguntarse acerca de las condiciones de tiempo y lugar en que fue llevada
a cabo. Eso lleva necesariamente a separar el juicio jurídico del político o,
como han destacado algunos observadores, entre la legalidad y la legitimidad
del acto. Y ahí, justamente ahí, reside el gran error de Federico Franco y su
gente. Pues si bien la razón política se sirve de la razón jurídica, no son
iguales.
La razón
jurídica indica los motivos por las cuales un presidente puede ser destituido.
La razón política indica “cuándo”, y “cómo” puede ser destituido. La
razón jurídica es automática. La razón política es reflexiva. La razón jurídica
no requiere de la discusión. La razón política no existe sin discusión.
De ahí que
en política no baste probar la legalidad de un acto para que éste obtenga
inmediata aprobación. Eso quiere decir que si bien la destitución de Lugo,
aunque realizada de acuerdo a leyes, desde el punto de vista político puede ser
–y lo fue- un acto aberrante. Tanto o más si violó usos vigentes en el
“occidente político”. Y una de esos usos dice: los presidentes han de ser
elegidos y revocados mediante la voluntad popular. Es por eso que si Lugo hubiera
clausurado la salida electoral, lo más probable es que los destituyentes –aún
actuando en desacuerdo a leyes- habrían obtenido aplauso internacional.
Creo que
ningún político latinoamericano ha sintetizado el tema de un modo tan sencillo
y a la vez con tanta apostura de estadista, como el candidato de la oposición
venezolana Henrique Capriles cuando dijo: "No
estoy de acuerdo con esto de que existan juicios políticos a un presidente; es
el pueblo el que elige y es el pueblo el que quita gobernantes”
Más claro que el agua: el procedimiento pudo haber sido legal –es el
argumento de Capriles- pero al pasar por alto la voluntad popular “que es la
que elige y quita”, es ilegítimo.
Lo dicho por Capriles contrasta con la actitud asumida por el gobernante de
su país. Chávez, quien no se cansa de violar la Constitución (acaba de declarar
que las fuerzas armadas venezolanas son de uso personal, es decir “chavistas”),
ha usurpado el poder judicial, gobierna con leyes habilitantes; ha fabricado,
pese a no poseer mayoría, un parlamento incondicional y controla el poder
electoral. Y precisamente ese gobernante pretende erigirse como baluarte de la
democracia paraguaya. Lo mismo –aunque en tono menor- ocurre con sus íntimos
aliados. Correa, el peor enemigo de la libertad de prensa del continente.
Ortega, un “ladrón de elecciones” (Dora Tellez). Y suma y sigue.
Son los que han concertado alianzas “estratégicas” con la dictadura de
Siria, a la que aplauden cuando derrama la sangre de niños por las calles; los
que reciben con honores a Ahmadineyah en cuyas cárceles padecen cientos de
opositores.
Incluso, la señora Cristina Fernández, quien ha retirado su embajada de
Asunción ¿ha dicho algo -ella que siempre estuvo al lado de las Madres de la
Plaza de Mayo- en contra de los apaleos salvajes, secuestros y amenazas a que
son sometidas las Mujeres de Blanco bajo la tiranía de los Castro en
Cuba? “Paraguay es un país vecino”, aducirá más de alguien. Pero
–convengamos- los derechos humanos no son para los vecinos: Esos derechos son
universales o no son.
Afortunadamente hay gobiernos en América Latina que, condenando la
ilegítima destitución de Fernando Lugo, se niegan a practicar una política
internacional al servicio de intereses gobierneros. Dilma Rousseff –quien
solidarizando con la suerte de tantas mujeres iraníes se negó a recibir a
Ahmadineyah– ha condenado duramente la destitución de Lugo, pero no aplicará
sanciones. Los gobiernos de Perú y Colombia también han condenado la
destitución, pero en el marco de los usos políticos que corresponden al caso.
Interesante y significativa fue la posición del gobierno chileno del cual, al
ser “de derecha”, se esperaba una posición favorable a la destitución de
Paraguay.
No ocurrió así; por el contrario, Piñera se pronunció en los siguientes
términos: “En nombre del gobierno de Chile, quiero
expresar nuestra profunda preocupación por el juicio político al que fue
sometido el ex Presidente de Paraguay, el señor Fernando Lugo, el pasado
viernes 22 de junio. Estamos conscientes que la Constitución de Paraguay
contempla el juicio político; que la cámara de diputados inicia ese juicio
político y al senado le corresponde actuar como jurado. Sin embargo, estimamos
que no se cumplieron ni se respetaron las normas del debido proceso y del legítimo
derecho a defensa que están contempladas en la propia constitución de Paraguay
y también el derecho internacional”
No se trata de expresar simpatías por un determinado gobierno (y con
respecto al de Piñera, el autor de estas líneas no siente ninguna). La de
Piñera podría haber sido también una declaración de Ricardo Lagos o de Michelle
Bachelet. Pues esas son declaraciones que se enmarcan en la línea de
continuidad de quienes, a través de experiencias con a veces díscolos vecinos,
han logrado diferenciar entre una política de gobierno y una política de
estado. A través de esas líneas, el gobierno chileno dejó muy claro que,
condenando la destitución de Lugo, no se sumará al circo de los autócratas
encabezados por Hugo Chávez.
Ojalá Fernando Lugo logre entender esa diferencia elemental que nunca
entendió como gobernante: esa diferencia entre política y demagogia que,
desgraciadamente para tantos, es todavía imperceptible.
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