Por Lisette González, 26/06/2012
El miércoles pasado estaba yo en
el tráfico, como todas las tardes, cuando empezó una nueva cadena de radio y
televisión. En esta oportunidad, el Presidente Chávez se dirigía a la Nación
para anunciar el lanzamiento de la Gran Misión a toda vida Venezuela. No soy
asidua seguidora de los anuncios presidenciales, pero cuando estoy en el carro
no me queda otro remedio. Así que escuché que se hizo un diagnóstico (muy
científico, con seriedad) y que hay un plan que tiene seis vértices. Además de
las medidas usuales como el fortalecimiento del sistema de seguridad ciudadana
o la reforma del sistema penitenciario, hay dos novedades en la creación del
sistema nacional de protección a las víctimas y, más importante aún, el énfasis
en los programas de prevención que son el primer vértice de la misión. El
Universal en su portal publica una presentación con todos los aspectos del
programa presentados en la cadena aquí.
No
quiero extenderme en lo que ya han comentado líderes políticos y de opinión:
una misión más, un plan más a lo largo de 13 años de gobierno en los que el
tema de la inseguridad y la violencia no han sido prioridad. Hay razones, por
tanto, para tener pocas esperanzas sobre la efectividad de las medidas por muy
científicas y muy bien presentadas que estén sus premisas. Me interesa mirar lo
que se propone como plan de prevención en el contextos más amplio de las
políticas sociales que ha llevado el actual gobierno.
Desde la campaña presidencial del
98 el énfasis del discurso oficialista ha estado en la reivindicación de los
derechos, demandas y participación popular. Esta orientación se plasma en la
Constitución del 99 que explicita una larga lista de derechos sociales y da
gran importancia a los mecanismos de participación popular. Sin embargo, al
observar lo que ha sido la actuación del estado en el área social encontramos
que no hay mayores reformas en los sistemas de salud y educación públicos
(salvo las Escuelas Bolivarianas, de cuya cobertura no tengo datos), hasta la
aparición de las misiones.
Este conjunto de programas surge
a fines del 2003 con propósitos claramente electorales: se lanza una serie de
iniciativas dirigidas a la población más vulnerable, acompañadas de ofertas de
subsidios directos en dinero, pocos meses antes del referéndum revocatorio
previsto para agosto del 2004. Pero este carácter puede intuirse no sólo por la
fecha de inicio o el componente monetario, también por el tipo de población a
la que se pensaba atender.
Las misiones, sobre todo las
educativas como Misión Robinson, Ribas y, en menor medida, Sucre, están
pensadas para atender la exclusión resultante de los pasados déficits de
cobertura de las redes tradicionales: es decir, se brinda oportunidades de
estudio para quienes no tuvieron acceso en el sistema escolar. Son programas
para atender a adultos, que no tienen incidencia en las causas estructurales
que generan esa exclusión. Lo mismo se puede decir de la Misión Barrio Adentro,
se construye una red paralela de atención en comunidades vulnerables, sin
modificar los problemas de fondo en la red de hospitales y ambulatorios.
Los jóvenes no eran prioridad en
ninguna de estas acciones, aún cuando las investigaciones realizadas desde los
años noventa muestran el persistente problema de la deserción escolar y las
consecuentes dificultades para la inserción de esta población en el mercado de
trabajo. Pero los jóvenes son en buena medida menores de edad y no votan, así
que no tiene mayor sentido invertir en ellos, si el propósito de la estrategia
es electoral.
Por eso me llamó muchísimo la
atención el primer vértice de la nueva misión: Misión Ribas joven, programas de
capacitación y empleo como los que existían en los 90 y fueron desmantelados,
inversión en infraestructura deportiva, ampliación de las orquestas juveniles…
Un gran número de programas para la inclusión de los jóvenes que, sin duda, es
nuestro principal reto. Me pregunto, ¿qué cambió? ¿Será que trabajar con
jóvenes ahora si da votos?
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