Por Oscar
Medina | 17 de
Junio, 2012
Va este amigo y me dice que él y su esposa
quieren tener morochos. Ella apuesta por intentarlo ya y él prefiere esperar un
tiempo más, hasta llegar a los 40 años. Error. A los 40 fue mi estreno como
padre de dos varones, así que sé de lo que estoy hablando y no me vengan con
necedades. Le dije que en ese preciso instante dejara de hablar, que buscara a
su señora y que sin perder más tiempo se enfrascaran en la labor. A menos que
seas Lance Armstrong, pensar que esa edad es buena para empezar en esto es mala
idea: el desgaste físico que implica es colosal, la exigencia es enorme. La
espalda de un panzón no está hecha para soportar retos de ese calibre.
Parecía incrédulo. Quizás pensó que era una
broma. Pero en su mirada noté un brillo de miedo. Y aunque no se marchó a hacer
lo que le dije, presiento que una duda razonable se instaló en su humanidad.
Insensato… ya veremos qué te depara el futuro.
De las miles de tonterías que he escrito a través
de mi cuenta de twitter, rescato un consejo a las juventudes: el de ser padres
a edad temprana. No hay que escandalizarse: no me refiero a embarazos
adolescentes ni a decisiones mal tomadas, que esto no es cosa de juego.
De lo que se trata es de hacerlo cuando el vigor
físico tiene reservas probadas y cuando aún nos queda al menos un toque de esa
irresponsabilidad o de esa valentía para asumir riesgos sin darle muchas
vueltas a las cosas, tan propia de la juventud. Es decir, cuando tu cuerpo aún
sea capaz de resistir los embates del trasnocho no rumbero, cuando tus
articulaciones no crujan a la hora de alzar a dos pequeños inquietos, cuando tu
humanidad aún aguante pelear espadas con uno y jugar pelota con otro al mismo
tiempo, cuando subir escaleras con dos acuestas no suponga un desmayo. Y así.
El día que me dijeron que nunca más iba a poder
dormir largo y bien, no lo creí mucho. Pero es verdad. Te conviertes en papá y
a menos que tengas una nana profesional para cada morocho, ciertamente debes
darle la bienvenida a unas ojeras perennes. Se acabaron tus noches de dormir
como un bebé, porque los bebés duermen como angelitos pero a costa de tus
desvelos.
Aún no he encontrado una manera de decir esto sin
que suene cursi, pero a estas alturas ya he perdido el temor a la cursilería
que asiste a todo padre al referirse a su experiencia. Hay dos cosas poderosas
que descubres cuando tienes un hijo: el miedo y el amor.
Ser padre –y más en un país como el que nos ha
tocado- implica vivir en el miedo perenne. Es algo que se aloja en algún lugar
de tu pecho, te digo: el temor a no hacer las cosas bien, a no saber por qué
llora, al pavor de una fiebre en la madrugada, el temor a fallar en tu papel
como guía, a la decepción, a no estar a la altura del reto, a que sean sanos y
crezcan para ser gente buena, a que les pase algo en la calle… en fin. Son
demasiados los disparadores de un miedo que nunca antes habías experimentado.
Pero todo eso es –debe ser- controlable y
manejable. Y lo es más –asumo- si aún conservas esa pizca irracional que te
sirvió tiempo antes para surfear despreocupado sobre la cresta de los riesgos.
Al mismo tiempo está ese amor portentoso que
jamás habías sentido. Ni por la primera novia, ni por tu esposa, ni por tu
madre, ni por nadie y mucho menos por tu profesión o tu equipo de fútbol.
Seamos honestos: hasta que no eres padre no conoces la más completa y
abrumadora expresión del amor.
Ahora imagina todo eso multiplicado por dos.
Asusta, ¿no?
Nunca podré cuestionar a las personas que rechazan
la idea de ser papá. Después de todo, no es cosa fácil eso de que la vida de
otro dependa de ti. Pero ahora que voy pisando los 42, ya sé que este caos de
emociones también es una expresión de la felicidad. Quizás la más completa. Y
me hago cargo de lo rudo y lo sabroso, aunque estoy convencido de que debí
empezar algún tiempo antes. Pero cada quien es cada quien. Allá tú si no
escuchas consejos, si sientes que tu ritmo debe ser otro.
Más allá del dolor de espalda y de las canas,
estoy convencido de que nada es tan maravilloso como escuchar una vocecita que
me dice “papi-papi-papi” para que le demos patadas a un balón o hagamos ruidos
de animales mirando un libro; y escuchar esa otra que dice “papisssh” para
exigirme que es hora –otra vez- de pelear espadas con los tubos vacíos de los
habanos que me fumé a media noche en el balcón mientras ellos dormían y yo
escribía cosas como estas.
Feliz día a los miembros de este club, en las
sonrisas y en los ojos de tus hijos estará siempre la respuesta: fíjate con detenimiento,
sólo así sabrás si lo estás haciendo bien. Lo demás lo resuelve un analgésico…
o un cirujano, quién sabe… De lo que no te salvarás es de volverte un poco
cursi.
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