Por Armando Janssens
Cuando llegué, hace más de
cincuenta años, a Venezuela, encontré un país en plena ebullición. Pocos años
antes se había instaurado la democracia civil con gobiernos democráticamente
elegidos, el ejército había regresado a sus cuarteles, los partidos políticos
trabajaban con gran libertad, la sociedad civil se despertaba, nuestra iglesia
se estructuró adecuadamente a nivel nacional.
Pero especialmente en el campo
social se observaba el crecimiento intenso de la educación a todos los niveles,
la ampliación de la red eléctrica y de aguas blancas y negras, la ampliación de
la red de salud que daba a toda la gente algún acceso adecuado. Especialmente,
se realizó un gran esfuerzo de integración entre los distintos estratos
sociales, y se respetaban cada vez más los derechos humanos. Se podía hablar de
un círculo virtuosopermanente que vivían grandes sectores del país. El sueño de
llegar a ser un país de alto desarrollo estaba cerca, especialmente por el buen
manejo de la industria petrolera, en manos de gente altamente capacitada y
motivada.
Quizás no nos dimos
demasiada cuenta de las verrugas feas en medio de esta realidad. La corrupción,
que venía de lejos, seguía presente desde arriba hasta abajo, y crecía en la
medida que los ingresos nacionales aumentaban, los intereses personales
promovían el afán de lucro que hasta penetraba a los partidos y al mundo
comercial y productivo. El oportunismo ganaba al bien común, y los partidos
comenzaban a perder el norte y se perdían en pleitos pueriles. Como ahora
sabemos, dentro del ejército seguía el afán de poder y de dirigir el país
preparando su gente y la ocasión para un próximo golpe. La antipolítica tomó
fuerza hasta dentro de los grupos ilustrados dispuestos a “tirar el niño con el
agua sucia”. En lugar de un entusiasmo productivo y social comenzábamos a
conocer la desconfianza con todas sus consecuencias.
El “Viernes Negro” de
febrero nos golpeó inesperadamente como sociedad, y fue el inicio consciente de
la crisis. Las líneas crecientes de las estadísticas sociales y económicas
mostraban desajustes llamativos, y el sueño del progreso permanente y del bienestar
entraba en franca depresión. Y si todo eso no era suficiente, el “Caracazo” del
89 sellaba definitivamente este proceso. Su impacto en el campo social y
popular no se puede subestimar. El malandro “de barrio” que ayudaba en los
saqueos y la distribución de lo robado, al igual que mucha otra gente,
recibieron su cédula de identidad y se movían con mayor soltura. Según mi
opinión, el fenómeno de la violencia creciente, que vivimos dramáticamente hoy
en día, recibió en aquel momento su empuje y su presencia permanente.
Definitivamente, el círculo
vicioso se hizo presente en nuestra sociedad, y lamentablemente en el
corazón de nuestra gente. No me toca explicar esta historia, pero viví de cerca
todo este proceso que todavía ni sabemos cómo va a cambiar. La llegada al poder
de los militares es un nuevo capítulo que prolonga nuestra inmadurez como
sociedad. Los que no están convencidos de eso deben leer el reciente libro de
Thays Peñalver La conspiración de los 12 golpes que de manera seca y real
describe este proceso vicioso en este campo.
Pero lo que especialmente
envenenó nuestra realidad ha sido la profunda división emocional impuesta desde
sus más altos líderes por medio de sus discursos y actuaciones erráticas. Un
pueblo que se caracterizaba por su fluida convivencia entre sectores y razas
comenzó a ver como enemigo a su propia gente cercana. No nos podemos imaginar
cómo la palabra “escuálidos” junto a muchas otras, utilizadas a tiempo y
destiempo, han dañado la mente y los sentimientos de convivencia. Provocó una
mutua desconfianza y, en algunos casos, hasta odio que solamente en este tiempo
de desabastecimiento y largas colas comienza a curarse, gracias a Dios. No dudo
en reafirmar que la violencia en grado extremo y cruel que hoy en día conocemos
es en parte promovida por esta dinámica de división que sigue imperando en los
discursos públicos.
Igualmente no me cuesta
reconocer un conjunto de programas sociales que eran o son un bálsamo para
mucha gente. En especial, me refiero al pago de pensiones del Seguro Social y
los subsidios de media beca a las madres pobres. A nivel de las misiones de
educación se hizo todo un esfuerzo en el ramo informal, pero su verdadero valor
es en gran parte discutible. Las misiones de Barrio Adentro están en su mínima
expresión y nuestros grandes hospitales están, en gran parte, desatendidos a
pesar que sigue con un personal con bastante mística. Por lo contrario, las
juntas comunales contienen valores que no deben ser desconocidos. Si es cierto
que muchos están totalmente en manos partidistas, no es menos cierto que como
modelo comunitario y de participación siguen siendo positivas.
Ahora será nuestra tarea la
de crear, una vez más círculos virtuosos. No es imposible, que estamos en
un momento que puede ser de transición, sin apelar a la violencia ni a la
venganza. Dios mediante y la sabiduría de los electores, vamos a una Asamblea
Nacional más equilibrada que va a exigir diálogo y decisiones en común. Desde
allí pueden surgir procesos interesantes que garanticen la libertad a los presos
políticos y un nuevo equilibrio económico.
Pero especialmente, apunto
sobre la sociedad civil, formada por centenares de iniciativas sociales, como
la de los emprendedores de todo tipo que, de una u otra manera, reflejan las
“burbujas de libertad”, y contienen sin duda el antídoto del colectivismo tan
promocionado. Especialmente, las iniciativas que ya están en marcha en muchos
sectores, de reunir en “conversatorios” a gente de toda tendencia, centrada en
los problemas que más impactan y, junto con algunos responsables oficiales,
buscan salidas viables para tejer de nuevo esta delicada red de convivencia. El
país debe sanarse tanto arriba como abajo, desde sus líderes como desde sus
comunidades. A las organizaciones sociales le toca juntas a muchas otras
encargarse de estas bases, desde la gente, desde las comunidades.
18-10-15
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