Por Luis Salamanca
“Sin el apoyo de auténtico
sufragio las instituciones democráticas están en el aire”. José Ortega y Gasset.
Este artículo es un resumen de
mi trabajo homónimo, publicado en el libro Proyecto Integridad Electoral.
Venezuela: las reformas impostergables (UCAB, 2014). Mi objetivo es
discutir las condiciones en las que se dan las campañas electorales en la Venezuela
del siglo XXI e interrogarme si ellas son competitivas y democráticas.
La competitividad es el
conjunto de condiciones propicias a unas elecciones libres, justas y
democráticas. Libres para que el ciudadano sufrague sin coacción; justas para
que los candidatos compitan en igualdad de condiciones en el sentido de que
nadie pueda gozar de unas condiciones que sean negadas a otros; y democráticas
en el sentido de que quien gobierna lo hace autorizado por el voto universal,
directo y secreto del pueblo, sin fraude, ni manipulaciones que cambien la
voluntad del elector. Libertad, igualdad y democracia es, pues, igual a
competitividad. Esta no es simplemente competir y no depende solo del talento
personal de los candidatos (como en el deporte), sino de las reglas del juego y
de su aplicación concreta.
La competitividad depende del
respeto a las garantías constitucionales; caso contrario, las elecciones no son
competitivas. Entre ambos extremos, hay una zona intermedia en la cual se
incumplen en gran medida las garantías constitucionales quedando en pie solo
algunas de ellas. Tal es, creemos, el caso venezolano hoy, en el cual quedan
pocos espacios para la competitividad electoral.
¿Cómo se obtiene el
consentimiento?
En principio, el sistema
político venezolano (SPV) es democrático formal y materialmente porque los
gobernantes y representantes cuentan con el consentimiento popular dado en unas
elecciones, por exigencia constitucional. Sin embargo, hay que preguntarse
¿cómo se obtiene ese consentimiento?
Las elecciones democráticas
son una competencia entre partidos y/o candidatos que rivalizan entre ellos, en
igualdad de condiciones, por obtener el voto del elector. Para que se pueda
luchar por el apoyo ciudadano debe haber primero ciudadanos, es decir, personas
con derecho a elegir y ser elegidas en elecciones universales, directas y
secretas. Para buscar el voto, los ciudadanos tienen derecho a asociarse en
organizaciones políticas y/o a postularse por iniciativa propia.
No se puede negar que entre
1958 y 1998 hubo situaciones de ventajismo electoral, pero nunca había existido
una política sistemática de ventajismo como ha existido y existe en las
primeras dos décadas del siglo XXI, generando un nuevo tipo de
aprovechamiento: el ventajismo total. El ventajismo total va más allá del uso
de los recursos, instalaciones y funcionarios públicos. Constituye una
intervención sistemática, sin miramientos, en todas las fases y en todos los
aspectos del proceso electoral. Y se activa en cada elección “automáticamente”.
Por eso decimos que es un ventajismo institucionalizado.
Es muy claro que los
candidatos oficialistas a los cargos de elección popular no compiten en
igualdad de condiciones. Tienen ventajas que no cuentan los adversarios, entre
otras: la promoción presidencial de candidatos oficiales, o del
candidato-presidente, que aparecen en la inauguración de obras públicas y/o en
el reparto de viviendas, becas, créditos, etcétera, en los medios de
comunicación públicos, o en las cadenas de radio y televisión en las cuales,
además, se critica al adversario sin derecho a réplica; una propaganda
abrumadora en materia de volantes, vallas, actos de masas con artistas,
etcétera, que excede las finanzas propias de un partido político en Venezuela,
costeada con recursos públicos.
Además, son beneficiados con
decisiones judiciales para debilitar a partidos y/o aspirantes opositores,
entre las cuales tenemos: la inhabilitación política que saca del juego a
candidatos opositores muy populares; el despojo del nombre y los símbolos de
partidos adversos al Gobierno, o la negación de su inscripción, con lo cual
impiden inscribirse a candidatos competidores; la propaganda electoral
oficialista que excede los minutos diarios establecidos por el CNE en
televisión y radio, al sumar los diez minutos diarios de publicidad
institucional legal y las horas en cadenas de radio y televisión puestas al
aire en cualquier momento, incluso, cuando el candidato opositor realiza sus
propios actos electorales o políticos; el uso de bienes e instalaciones
oficiales para hacer propaganda al candidato es muy visible; el día de la
votación en la madrugada suena, desde dependencias públicas, la acostumbrada
diana militar llamando a votar a los electores oficialistas, etcétera.
La democracia no concluye al
votar
Además, hay que preguntarse
cómo se ejerce la autoridad otorgada por los electores. El consenso, que otorga
legitimidad de origen, no concluye al votar, sino que es expansivo, pues
continúa en la toma de decisiones democráticas sin desmedro de que la mayoría
pueda gobernar según el programa de gobierno ofrecido al elector. Pero debe
hacerlo respetando los límites constitucionales a la acción del gobernante.
En la Venezuela de las
primeras dos décadas del siglo XXI, la democracia termina en el acto de votar
porque una vez electos los gobernantes, estos actúan unilateralmente imponiendo
sus decisiones sin considerar la voz y los intereses de los afectados, incluso
violentando la legalidad que protege a los ciudadanos del abuso y arbitrariedad
del poder, generando un cuadro de democracia despotizada. Esta forma de actuar
ha generado una dinámica autoritaria en el desempeño del Gobierno y del Estado
que ha sustituido, en gran medida, la dinámica democrática pero que es
resistida por otros actores del sistema político. Si la democracia sobrevive,
es porque está aferrada a la resistencia tenaz de millones de ciudadanos, a un
roído, pero no roto, hilo electoral, y a una precaria libertad de expresión.
Presiones sobre la libertad de
los electores
La democracia exige que el
ciudadano vote libremente, es decir, sin ningún tipo de coacción sobre su
voluntad; además, los candidatos deben buscar libremente los votos de sus
conciudadanos sin obstáculos institucionales, políticos o coercitivos. Hay una
cantidad de medidas que afectan la libertad de los votantes y de los
candidatos. El uso de “listas negras” como la Lista Tascón y el Programa
Maisanta, incluyendo la mención que hiciera Nicolás Maduro de que conocía a los
800 mil o más electores oficialistas que no habían ido a votar, infundiendo el
temor de por quién vota la gente no sólo de por quién voto en esa elección,
vinculando esto a la posibilidad de perder el empleo, o cualquier otro
beneficio, o no recibirlo. Los ataques (incluso armados) a los candidatos en
campaña en ciertas zonas sociales. El discurso dirigido a atemorizar al elector
por las pérdidas eventuales que tendría al votar por un candidato determinado,
o si este llegara a ganar unas elecciones. El día de las elecciones, militantes
oficialistas asisten a los electores que no requieren de tal asistencia con el
llamado “voto asistido”; con ello, el elector está siendo vigilado o
coaccionado. Las llamadas operaciones remolques por medio de las
cuales los electores pueden ser llevados bajo amenaza o beneficio a votar
cuando no están dispuestos a hacerlo.
Asimismo, la democracia exige
que el elector piense y valore su voto sin bloqueos informativos o
invisibilización de los adversarios. Para ello debe tener información abundante
y plural sobre las distintas posiciones ideológicas, los programas y las
virtudes de los candidatos y sus partidos, que le permitan formarse un criterio
político-electoral propio. El voto democrático exige libertad de expresión y
diversidad de fuentes informativas. La hegemonía, o mejor dicho, la dominación
comunicacional es un hecho y las elecciones vienen dándose con cada vez menos
medios de comunicación plurales e independientes.
Las reglas garantizadoras del
juego
La Constitución creó un Poder
Electoral como máxima garantía de los derechos electorales y unas elecciones
competitivas. Formalmente, es un poder independiente, autónomo, despartidizado,
imparcial y transparente. Pero, para nadie es un secreto que dos de las
rectoras del CNE son oficialistas: una era diputada del PSUV y la otra, alta
funcionaria del gobierno de Chávez, y que las decisiones del ente son, casi
siempre, favorables al oficialismo y, en muchos casos, contrarias a los
opositores. Una gran cantidad de los funcionarios públicos hacen campaña a
favor de candidatos oficialistas o son incentivados a hacerlo, usando
bienes e instalaciones oficiales.
La reelección indefinida y la
prohibición de financiamiento público de los partidos políticos
La Constitución de 1999
introdujo la posibilidad de permanecer en forma continua en el poder al
establecer la reelección inmediata en el cargo por una sola vez, llevada a
reelección indefinida a partir de 2009. Esta figura no existía
previamente. La democracia prechavista fue altamente alternativa, pues
las elecciones desde 1958 produjeron transferencias del poder de un partido a
otro en seis de nueve elecciones. En cuarenta años, se conocieron siete
presidentes distintos, incluido Chávez, cuya victoria es la máxima prueba de
competitividad electoral antes de 1999.
Los venezolanos durante el
siglo XXI solo han conocido dos presidentes: Hugo Chávez por catorce años que
hubieran podido ser veintiuno de no haber fallecido; y Nicolás Maduro, elegido
para completar su período constitucional. Después de Juan Vicente Gómez (27),
Chávez es el segundo presidente con más años de gobierno continuo en nuestra
historia.
Con la reelección Venezuela
comenzó a tener problemas que no tenía. En América Latina, trece de
dieciocho países (72 %) cuentan con reelección presidencial, cinco la
prohíben y solo dos tienen reelección presidencial indefinida o permanente
(Venezuela y Nicaragua). La experiencia indica que los presidentes de la
República suelen ganar casi todas las elecciones a las que se presentan. En
efecto, desde 1985 hasta 2012, diecisiete presidentes en Latinoamérica
intentaron la reelección y quince lo lograron, según Javier Corrales.
Junto a la reelección
indefinida, Venezuela prohibió el financiamiento público de los partidos
políticos. Aunque la Constitución exigió fijar límites al gasto electoral, el
legislador hizo caso omiso. El país carece de una ley reguladora de las
campañas electorales en condiciones de reelección, tal como se ha venido
imponiendo en América Latina, a fin de evitar el ventajismo electoral.
Los presidentes venezolanos del siglo XXI tienen poderosos incentivos para
utilizar el Estado a fin de mantenerse en el poder, aprovechando sus recursos y
generando obstáculos muy fuertes a los opositores. La reelección indefinida es
la falla estructural del SPV de la que derivan todos los vicios señalados.
La manipulación del sistema
electoral como ventajismo
Hay, además, una ingeniería
electoral dirigida a modificar, por adelantado, la voluntad del elector con el
sistema electoral paralelo, el gerrymandering y
el malapportionment, pues se sobre-representa a la mayoría, descuartizan
circunscripciones o se trasladan diputados de zonas pro-opositoras a
zonas pro-oficialistas y tienen más peso los estados con menos población que
los más poblados, generando una crisis representacional.
El ventajismo institucional es
de particular importancia cuando las diferencias electorales son pequeñas como
ocurrió el 14-A, pues esa diferencia puede estar alimentada por el ventajismo
del candidato-presidente. En 2015, dado el riesgo de una derrota, el ventajismo
se ha profundizado. Por todas estas razones es urgente acometer en Venezuela
una amplia reforma constitucional que devuelva la competitividad perdida a las
elecciones, que restablezca la congruencia constitucional democrática y el
respeto de las garantías constitucionales.
16-11-15
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